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Josephine Baker, la diosa que vino a actuar a la periferia madrileña

Luis de la Cruz

12 de diciembre de 2021 01:00 h

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Contaba la recientemente desaparecida Almudena Grandes que se dio cuenta de que algo extraño había pasado en la historia de España cuando, hablando con su madre, se enteró de que su abuela había ido a ver al teatro a una señora estupenda que salía en ese momento en un reportaje televisivo. Era Josephine Baker. La Almudena niña se quedó asombrada de que aquella señora de su tiempo hubiera podido ir a ver en su juventud a una mujer desnuda, algo que en ese momento no era aún moneda corriente en España.

La vedete es noticia estos días porque acaba de entrar en el Panteón de París con todos los honores, convirtiéndose en la primera mujer negra en hacerlo. Esta francesa nacida en Misuri, que empezó como bailarina ambulante y adoptó el apellido que la hizo famosa de su segundo marido –el guitarrista de blues Willie Baker– estuvo de gira en España en 1930 y su primer destino no fue la Gran Vía madrileña sino el extrarradio. Fue antes de escandalizar a parte de la opinión pública norteamericana por sus desnudos, de participar de la Resistencia Francesa o de compartir marcha con Martin Luther King, pero era ya una artista de talla internacional.

Baker actuó entre los días 10 y 16 de febrero en el teatro Gran Metropolitano, situado en la Avenida de Reina Victoria (junto a los edificios Titanic). El anuncio de su próxima actuación había aparecido en la prensa desde principios de año, su llegada a la capital en tren ocupó numerosas páginas y los entrevistadores la rodeaban y se esforzaban en mostrar sin pudor sus supuestos coqueteos con la artista. Ella, por su parte, seguía el juego con tablas y hablaba de Julio Romero de Torres y un presunto abuelo español.

Un artículo en Nuevo Mundo, escrito por el periodista José Montero Alonso, que anunciaba su presencia en Madrid de forma grandilocuente y literaria, comenzaba:

“Está, por fin, entre nosotros, Josefina Baker, la precedió ese gran jazz-band de elogios, de ataques de retratos, de caricaturas, de contratos jubilosos y hasta de suicidios, que han hecho de ella una figura, que es casi un símbolo: encarnación de la vida moderna, con todo lo que en ella hay de afán de dislocamiento y de olvido, de embriaguez y de vértigo, de retorno hacia lo primitivo y lo natural. Lo primitivo y lo natural que es acaso, y paradójicamente, lo puro...”

Según el periodista, la impresión que la estrella tiene de España es “de desencanto”. Esperaba una España con sol y cielo azul y resulta que se encuentra nuestras calles nevadas (en Ávila alcanzaron esos días los veinte grados bajo cero, ya se sabe que no nieva como antes). Montero Alonso aludía también al barrio donde estaba el Gran Metropolitano, el teatro que la acogió:

“Ha habido también un desencanto de espíritu, Porque ha encontrado en Madrid las mismas costumbres que en las otras ciudades de Europa. Los mismos rascacielos—hasta en los Cuatro Caminos, escenario mísero de La horda, escenario dramático de los sucesos del 17—; las mismas señales de circulación; los mismos blues en los hoteles,.. Pero, ¿y las majas? ¿Y los toreros? ¿Y los bandoleros? ¿Y las diligencias? jY los pasodobles? ¿Y los crímenes de una rara pasión? Nada, Nada de esto”. Este tipo de demostraciones de casticismo engoladas fueron muy de gusto en las notas sobre la artista durante su estancia en España, por cierto.

El Teatro Gran Metropolitano podría simbolizar la nueva dimensión del extrarradio madrileño. Un coso importante fuera de los contornos del Madrid del Ensanche que quería dejar de ser el arrabal obrero de La horda, que retratara Blasco Ibáñez y al que el periodista hacía referencia. El peso demográfico y político de los Cuatro Caminos reclamaba la mirada del momento y el barrio estrenaba escenarios de dimensión metropolitana, como lo era también el cercano Cinema Europa, inaugurado en 1929.

El Metropolitano era parte del proyecto urbanizador de la Compañía Metropolitana en Reina Victoria, con los contiguos edificios Titanic como mascarón de proa, y se había inaugurado en 1930. Aunque estaba concebido como teatro lírico, desde el principio quiso darse a conocer más allá de sus contornos y, ya a principios de año, había acogido el concurso de Miss España. Sus rectores eran Luis y Gregorio Roncero, uno de los cuales había viajado en persona a París para contratar a Josephine Baker. Querían poner en el mapa su negocio de los Cuatro Caminos, que se publicitaba en prensa como “solo a un Metro de Madrid” y, para ello, qué mejor que traerse en exclusiva a una sensación mundial.

El caché de la artista fue de 2000 pesetas –hay quien habla de 5000 por actuación– y los precios del espectáculo oscilaban entre las 3 y las 15 pesetas, lo que era una localidad cara para lo que se estilaba y un dineral para los vecinos de la barriada donde se encontraba el teatro.

El mismo día del estreno, el teatro organizó un vino en honor de la artista, congregando a las cinco de la tarde a lo más granado de la prensa capitalina. Josefina Baker –como la nombraban los periódicos de aquí– debutó el día 10 a las 10.30 h., después del pase de un par de películas y un número de circo. Aunque las críticas hacia su persona fueron tan entusiastas como lo habían sido las previas, hubo muchas quejas por la brevedad y sencillez de su número. Según El Imparcial, “una danza salvaje con los famosos plátanos por faldellín, dos cancioncitas picarescas y el sensacional charleslon. Nada más”. Fueron más las críticas que echaron en falta un cuadro de revista que arropara a la bailarina para trasladar a los madrileños al ambiente del Folies Bergère, donde Baker había triunfado.

La visita de la Baker también dio juego para sacar en prensa el tema de los estereotipos y el racismo. Gozalo Avello decía en la revista semanal Ondas que “la inmensa mayoría de los que pertenecemos a la raza blanca, aun cuando algunos somos más negros que el asfalto, tenemos sobre las gentes de color ciertas ideas equivocadas”. Después, daba, de forma un tanto extravagante, una receta de cocina: un flan inspirado en el célebre cinturón de plátanos de la bailarina.

 El debate racial surcaba el subtexto de los plumillas de la época. Más que afrontarlo, se les resbalaba de las manos, como sucede con un aparentemente elogioso artículo de Crónica en el que da la bienvenida a la artista con un “—¡Eh, tú, feilla cuarterona; bien vengas! Estás en tu casa. Anda, echa un trago de sol para calentarte... Sería un crimen de imperdonable pedantería saludar la llegada de Josefina Baker de otro modo más engolado y solemne”. Lo cierto es que, a pesar de que el tono con el que se trató a Josephine Baker era de respeto y admiración en tanto que artista de talla mundial, los flecos de los tiempos se dejaban ver por debajo de las buenas intenciones y, en ocasiones, aparecieron impresos comentarios sin filtros como este de Mundo Gráfico a propósito de una actuación posterior en otra sala: “la star negroide no deslumbró a nadie con sus epilepsias selváticas”.

Al término de sus actuaciones en el Metropolitano, el día 16, la francesa continuó unos días en Madrid antes de viajar a Valencia, donde actuó en el teatro Apolo, y posteriormente a Barcelona y a Zaragoza. Volvería a Madrid de nuevo el 18 de marzo de marzo, para actuar en el cine Avenida.

Aquella primera vez, con Josephine Baker actuando al otro lado de la frontera, se estaba fraguando la importancia que el suburbio habría de adquirir durante la República, que estaba ya a la vuelta de la esquina. En el mismo escenario desnudo que ella actuó aquella semana, hablarían a los obreros que habitaban el barrio políticos como Largo Caballero. Pero esa es otra historia.