Hay en la esquina de las calles de Miosotis y Genciana una casita de ladrillo de 1925 que es ejemplo paradigmático del neomudejar popular típico del extrarradio madrileño. Un estilo en ladrillo sencillo, pero con soluciones decorativas imaginativas, que está escasamente protegido en nuestra ciudad pese al valor patrimonial e histórico que algunos le atribuimos. Esta casa en concreto tiene unas proporciones armoniosas, es de las pocas de dos pisos que quedan –el valor del metro cuadrado también suma en vertical, lo que las ha hecho desaparecer antes– y su posición en la esquina de las dos calles la convierte en un inmueble singular.
Allí vive gente, es una casa okupada conocida como la Higuera por la que han pasado distintas personas a lo largo de los últimos diez años. Ahora, una empresa inmobiliaria que ha adquirido el solar para construir una promoción de viviendas tiene licencia de derribo, aunque, según los ocupantes actuales, hay un proceso judicial en proceso que debería dirimirse el mes que viene. De hecho, según relataron a El Salto, la constructora intentó que sus habitantes se marcharan antes del juicio a cambio de 6.000 euros.
La pasada semana decenas de personas acudieron a evitar que la excavadora la tirara. La máquina se presentó varios días seguidos junto a miembros de una de las empresas de desokupación que han crecido a la sombra de la tristemente famosa Desokupa y a sospechosos merodeadores de parafernalia nazi. Durante tres días, la resistencia en la casa y la policía los hicieron retirarse, el último de ellos coincidiendo con una concentración organizada: chocolatada por la mañana, comida al mediodía y batalla de agua a la tarde
No es la primera vez que en Tetuán se para un desalojo con una guerra de agua, por cierto. En 2012 ya se hizo en la calle Francisco Salas, en otra casa okupada donde vivían una decena de personas que habían acondicionado un edificio largamente en desuso. Ante el intento de desahucio por parte de una entidad bancaria, como la semana pasada en Miosotis, decidieron convocar con bañadores y cubos. La comisión judicial prefirió aplazar el desahucio a mojarse.
En realidad, la imagen refrescante no es casual: cada verano, con agostosidad y alevosía, caen algunas de las viviendas históricas y populares de Tetuán, donde las excavadoras son para el verano.
Ente los años 2000 y 2018 se estima que se produjeron en el distrito de Tetuán unos 6.000 desahucios (datos sacados del libroTetuán Resiste, con información del CGPJ). Y sigue sucediendo a pesar de los decretos anti desahucios del gobierno con motivo del Covid. Sin ir más lejos, el pasado 18 de junio fue muy mediática una convocatoria de Obra Social Tetuán para frenar (con éxito) un desahucio en el Paseo de la Dirección.
Si bien en la primera parte de la crisis la mayoría de los desahucios fueron hipotecarios –razón por la cual la PAH adoptó estas siglas– hace tiempo ya que lo son de alquiler y, también, por okupación. En no pocas ocasiones, las familias e individuos desahuciados en estas casuísticas pasaron antes por otros. Primero fue la hipoteca, luego el alquiler y, a veces, el piso vacío en el que se vieron abocados a entrar a vivir. En un porcentaje, indeterminado pero significativo, estos desahucios recurrentes se produjeron en los mismos barrios porque a mayor precariedad de las personas más imprescindibles resultan las redes sociales de apoyo mutuo, desde la propia familia al mismo grupo activista de vivienda.
Tetuán aparece frecuentemente en la prensa escrita y en los artículos académicos que tratan sobre gentrificación. Sus condiciones son paradigmáticas de un lugar candidato a sufrir el mal: está dentro de la M-30, muy bien comunicado con el centro, con el hub de negocios del norte –en el Paseo de la Dirección lo saben bien–, colindante con la Castellana y bajo la sombra eterna del desarrollo conocido como Operación Chamartín.
Sin embargo, no es tan habitual que se expliquen todas las razones que inciden en el proceso de desplazamiento de los vecinos por otros de mayor renta. Como sucede en muchas otras zonas fuera del centro, durante años tendríamos que haber dibujado antes la silueta de una excavadora que de un cupcake como símbolo de la expulsión vecinal. La presión inmobiliaria se ha ejercido por fuerza bruta, con la participación de entidades financieras y la delineación de las administraciones públicas.
Por eso, la imagen de vecinos defendiendo su casa con globos de agua y, seguro, el miedo muy adentro en el cuerpo también, constituye una imagen de resistencia poderosa, como lo ha sido la escena menos amable de las montoneras solidarias de cuerpos en los portales durante la última década. En tiempos en los que el discurso Securitas Direct se ha convertido en línea maestra de las campañas electorales y ocupa los minutos de televisión que hace unos años tuvieron los desahucios, se me hace importante resituar los órdenes de magnitud. Los fondos de inversión flanqueados por excavadoras son una realidad mucho más lacerante para la vida diaria de nuestros barrios y sus vecinos que las casas okupadas. Las razones de los conflictos concretos se dirimen caso a caso, pero las causas estructurales han de mirarse con perspectiva.
Hace la tira, la escritora y editora Layla Martínez lanzó en una charla la hipótesis de que las numerosas okupaciones que motearon Tetuán en los noventa (particularmente el barrio oficioso de Estrecho) ayudaron a alejar a los promotores inmobiliarios y a frenar un poco el proceso de arrase y reconstrucción con ínfulas del barrio. No podemos saberlo. Pero sí somos capaces de pensar las resistencias en los límites interiores de la ciudad como espasmos inevitables, reactivos a un contexto sumamente agresivo de expulsión vecinal de los barrios y desatención total del patrimonio. La gente, dadas las circunstancias, vive donde puede y cuida sus casas porque lo que se le viene encima son la pala excavadora y un nuevo barrio donde nadie la ha invitado a vivir.