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Plaza de Castilla: de cruce de caminos a catálogo de trofeos del poder en Madrid

Un paseo por una plaza es, por definición, un viaje circular o un recorrido que puede empezar y terminar en cualquier sitio. Si, además, esta plaza es en realidad un enorme cruce de caminos, una rotonda urbanizada y saturada, como Plaza de Castilla, el paseo puede convertirse en un inesperado sinfín de estímulos. No nos engañemos, el ruido de los coches y el amontonamiento de elementos no invita en este caso al paseo contemplativo – si Marie Kondo pasa por Plaza de Castilla le da un parraque– pero hoy vamos entrar al trapo de su disección.

La plaza como tal es hija de la posguerra. Salvada la inicial paralización dictada por la escasez de recursos, su urbanización se producirá en los primeros cincuenta. Durante muchos años, las referencias a la actual Plaza de Castilla lo eran siempre al llamado Hotel del Negro, famoso establecimiento que estaba en la intersección de la carretera de Francia (Bravo Murillo) y el camino a Chamartín (Mateo Inurria).

Se pueden encontrar en la red distintas teorías sobre el origen del nombre, que se refieren al color de dicho regente, un africano o árabe venido con motivo de la llagada de las tropas de O´Donell después de la guerra de África (a la que se atribuye el mismo origen mítico de Tetuán); o a que el nombre era heredado de un establecimiento anterior –la posada del Tío Colmenares– que ya se conocía con este apelativo. Según recoge Francisco Azorín en su Leyendas y anécdotas del viejo Madrid, este Colmenares era un trapero de la zona que hizo fortuna, pero acabó sus días en la miseria en una choza de Chamartín tras ser engañado por su enamorada.

 Lo cierto es que el hotel era propiedad de un diputado llamado Domingo Negro, según refiere Arturo Soria hacia 1900 y se comprueba en la subasta de sus propiedades después de muerto.

Hotel del Negro se convirtió en un topónimo muy habitual en Madrid, que aparece tanto en la prensa como en los sucesivos documentos en los que se plantea la extensión del Paseo de la Castellana. En las fotos que se conservan se aprecian siempre las vías del tranvía de la Compañía Madrileña de Urbanización, lo que nos da idea de que debía ser un punto importante de reunión de viajeros y trabajadores camino de Madrid, que paraban a dormir o a echar un trago en su taberna.

Fue derribado a principios de los años cincuenta, el tramo de la Castellana hasta la plaza quedó abierto en 1952 y en 1961 llegó la cabecera de la Línea 1 de metro, empezando a configurarse la plaza como el punto neurálgico que es hoy. Entre los años sesenta y setenta, Plaza de Castilla tomará más importancia con la construcción de servicios en el norte de la ciudad, como el hospital La Paz, la estación de Chamartín o los juzgados, allí mismo.

Pero si hay una construcción realmente característica de la primitiva Plaza de Castilla, que la preexiste, es la silueta encastillada del depósito elevado del Canal de Isabel II, construido en los años treinta y puesto en marcha en 1952 en los terrenos del cuarto depósito de la empresa hídrica, que se había construido en 1939. Un depósito de agua que es mojón que señaliza el crecimiento de la ciudad.

Junto al depósito de 49 metros de alto y 3.800 metros cúbicos de capacidad se encuentra el edificio de la antigua Estación Elevadora de aguas, hoy sede de la Fundación Canal (donde las exposiciones gratuitas de la casa).

Y también el parque del Cuarto Depósito, que se inauguró en 2004 sobre la cubierta del depósito subterráneo: más de 2000 metros cuadrados estructurados por los viejos muros de los depósitos. Desde dentro del parque se puede acceder a una gran sala de exposiciones (las de pago, de relumbrón), instalada entre las pilastras y arcadas de ladrillo de la infraestructura. Es entrar unos pasos adentro del parque y, mágicamente, el ruido del tráfico queda relegado a un segundo plano. Los patos pasean alrededor de las láminas de agua, algunos oficinistas entretienen el entreacto de la hora del café y un anciano orina escondido en la zona de la rosaleda.

Al otro lado de la verja, de vuelta a la cruda realidad de Plaza de Castilla, paramos a tomar un chocolate con churros en el característico puesto del Paseo de la Castellana. Acodados en la estrecha barra de aluminio del quiosco, echamos la vista enfrente, hacia la estatua de Calvo Sotelo.

El grupo escultórico dedicado al político derechista –cuyo asesinato antes del golpe de Estado franquista siempre se reivindicó como detonante– se inauguró en 1960. Los autores del conjunto de piedra de Colmenar fueron el escultor Carlos Ferreira y el arquitecto Manuel Manzano-Monís y Mancebo. A pesar de los años transcurridos desde el final de la guerra, el monumento tiene ecos de la arquitectura típicamente fascista, además de otras influencias más propias de su momento.

La figura del obelisco-proa de barco, de proporciones empequeñecidas por los elementos que posteriormente han ido creciéndole a la plaza, era el referente visual de un Paseo de la Castellana pensado desde la óptica imperial de Franco. Un espacio para un nuevo Madrid, con edificios oficiales y en cuya cercanía vivirían los vencedores. Un lugar para reeditar el desfile de la Victoria.

Frente al monolito, un Calvo Sotelo vestido con túnica en sus más de cuatro metros de altura y mirada baja, rompe las cadenas que remiten a la Segunda República. Como subrayado de su función simbólica, fue inaugurado personalmente por Francisco Franco. Al fin y al cabo, aquella era la cabecera de la Avenida del Generalísimo.

Originalmente el monumento a Calvo Sotelo estaba en el centro de la plaza, enmarcado por un bosquecillo de chopos. El conjunto fue desmontado y restaurado en 1992 por Manuel Manzano-Monís y López-Chicheri, hijo del primer arquitecto, adquiriendo la forma actual.

Algunos recordarán que las escalinatas del conjunto, además de servir de asiento improvisado, sostuvieron varias navidades el árbol de navidad de Pacman, donde autodenominados frikis convocaron la pre Nochevieja geek durante varios años.

Y si miramos castellana arriba el campo visual es largo, en dirección a la ciudad de los negocios. Las torres Puerta de Europa, pues así se llaman los edificios que todos conocemos como KIO (Kuwait Investments Office), enmarcan la prolongación de la Castellana, camino de las ya cinco torres, y son recuerdo inclinado de la España del pelotazo. Estas gemelas con pelaje de tangram acristalado remiten al caso KIO, una estafa financiera por la que acabaron en prisión el empresario español Javier de la Rosa y el diplomático Manuel Prado y Colón de Carvajal, persona de confianza de Juan Carlos I de Borbón. Allí nacerá, por otras razones ajenas a la corrupción, el Anticristo, al menos en el universo de la película El día de la bestia. Hoy albergan oficinas de CaixaBank y Realia.

En los aledaños de la torre del lado tetuanero, una serie de franquicias y el espacio diáfano contienen el bullicio del distrito más al sur de los dos que envuelven la plaza. El McDonalds es como la plaza de un pueblo, uno de paso donde se mezclan los viajeros que llegan en autobús, los visitantes ocasionales al cercano juzgado, merodeadores y grupos de chavales hormonados de la zona. En el área de influencia de la otra torre, encarando la calle de Mateo Inurria y Chamberí, todo es más calmado.

Decíamos antes que Plaza de Castilla es flujo y reflujo de viajeros. El intercambiador subterráneo de autobuses, que existe desde 2004, llevó hacia abajo parte de los buses verdes que estaban en el de superficie, que a su vez reunió en los noventa las paradas que hasta entonces se encontraban dispersas por toda la plaza. Debajo y arriba, el diverso paisaje humano de Plaza de Castilla le debe todo al ir y venir de extraños.

Volvamos a la explicación de elementos ornamentales sin aparente razón de ser. Uno de los últimos objetos en agregarse a la polifonía de formas y líneas que dibujan la Plaza de Castilla fue el obelisco de Calatrava, inaugurado en 2009. Este gigantesco mondadientes dorado de 92 metros de altura, cuyo fuste está formado por 462 costillas y 462 lamas de bronce de 7,70 metros, fue encargado por Caja de Madrid al popular arquitecto para conmemorar sus tres siglos de existencia y donado a la ciudad.

El regalo, sin embargo, llegó inoculado de veneno. El mecanismo que movía el obelisco (sí, está concebido para girar ofreciendo un espectacular efecto óptico de ascenso) tuvo que ser apagado al segundo día porque daba problemas y su funcionamiento cotidiano tendría un coste astronómico. Además, curioso regalo, el Ayuntamiento acabó pagando cinco de los catorce millones de euros que costó. Poco después, la entidad tricentenaria desaparecería para convertirse en Bankia, iniciando en un periplo de escándalos, delitos y pérdidas que es bien conocido. El oso de Caja Madrid dejó de lucir en la vecina torre KIO, como después lo ha hecho el logotipo del banco para ser sustituido por el de CaixaBank. Pero el monumento de Santiago Calatrava permanece.

Y los juzgados. En el número uno de la plaza, orillando el comienzo de la calle de Bravo Murillo, está el gran edificio de juzgados, a cuyas puertas y aledaños se sientan cada día muchas personas portadoras de historias de vida; algunas rutinarias, otras que darían para un libro. Las unas, reclaman la presencia de reporteros y cámaras, otras son sufridas desde el anonimato.

Los juzgados se levantaron en un solar en el que en su día estaban las chozas de los cabreros, donde se fabricaban tubos. De nuevo, son testigo de la errática política madrileña. Hacia 2008 se planteó vender el solar para edificar una gran torre. Entonces, el futuro de los juzgados estaba en la nueva Ciudad de la Justicia, como sabemos uno de los grandes fracasos del PP de Esperanza Aguirre e Ignacio González. Finalmente se optó por remodelar –falta hacía– las instancias de Plaza de Castilla.

Podríamos dar otra vuelta a Plaza de Castilla y encontrar más rincones y significantes. Si pasáramos un domingo con el coche, por ejemplo, maldeciríamos nuestra suerte por no haber recordado que es día de rastro en la Avenida de Asturias. Algunas tardes, aun sin mercadillo, veríamos puestos de venta callejera sobre mantas en sus cercanías, con cuadros de otra época, chamarilería o extraños utensilios de menaje reciclado.

Plaza de Castilla no es un espacio desarticulado, sino una enorme rotonda sobrearticulada por la agregación de elementos que han construido el nuevo Madrid desde la segunda mitad del siglo XX. Desde el perfil pétreo del proyecto de ciudad franquista hasta el cutis acristalado de las sedes del crecimiento y el batacazo financiero. Un espacio que quiere ser portal de acceso a la ciudad de los negocios en el norte pero que, por alguna desangelada razón, no consigue hacer olvidar su origen como gigantesco descampado en un cruce de caminos. Un espacio cuya única razón de ser, mantenida en el tiempo desde antes de su existencia, es ser un lugar de paso. Y que hoy hemos paseado.