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De vecindad unida a un 'coliving' sin vida: el bloque de Arganzuela que resume la especulación inmobiliaria en Madrid

Alberto recuerda con cariño la que durante años fue su comunidad, situada entre los números 18 y 19 de la calle Fray Luis de León, en el Distrito de Arganzuela. Y no por su ubicación privilegiada, con Embajadores, Lavapiés y la Estación de Atocha a escasa distancia, sino por el ambiente tan cercano que construyeron en esa vecindad. De las 25 viviendas, en 17 residían parejas con edades más o menos similares, entre los últimos veintes y los primeros cuarentas. “El inmueble pertenecía a unas hermanas, con las que habíamos creado una dinámica en la que cuando un piso se quedaba libre intentábamos avisar a personas conocidas que justo en ese momento buscasen algo”, recuerda.

El resto del bloque lo habitaban residentes con renta antigua. Alejandra, su vecina de planta, llevaba más 70 años en su piso. Incluso un matrimonio nació, se conoció y envejeció en el edificio. Era en definitiva una comunidad “fuerte y aguerrida”, en la que hasta el grupo de WhatsApp era más una alegría que una molestia.

Pero Alberto y su mujer Merche ya no viven ahí, de hecho ni siquiera en Madrid. Se mudaron a Galicia en 2020, después de verse obligados a abandonar la que consideraban su casa. Fue el final de una experiencia traumática que comenzó cuando la empresa Urbania International (“ya el nombre es de villanos”, bromea Alberto) compró el edificio en febrero de 2017. Aunque antes de adquirir el inmueble a sus anteriores propietarios los representantes de la compañía prometieron a los inquilinos que nada cambiaría, pronto descubrieron vía burofax que la realidad iba a ser muy distinta: a varios inquilinos les instaban a abandonar sus casas en menos de un mes.

Alberto y Merche tenían claro que aquello no entraba en la lógica y tampoco en la legalidad. “En nuestro caso firmamos el contrato en marzo de 2012 para cinco años, y después de ese periodo si no se nos avisaba con un mes de antelación que se quería rescindir el contrato se renovaba automáticamente por otros tres. Y tenía que ser así porque nos lo dijeron con 28 días de premura, un 2 de febrero, cuando se renovaría el 1 de marzo”. Aun así, en un primer momento se plantearon abandonar la vivienda cuando llegase el verano y pudiesen encontrar más fácilmente otro alojamiento. Pero en Urbania International no accedieron ni siquiera a esto: les daban un mes para dejar su hogar.

La sinrazón de la empresa, con técnicas que según Alberto podrían pasar por acoso inmobiliario, no amedrentó a la pareja y a muchos de sus vecinos. Más bien todo lo contrario: “Nos encabronamos y nos pusimos en manos de abogados para hacer valer nuestro contrato y quedarnos tres años más”. Fueron meses muy difíciles en los que se sucedieron las amenazas. Tuvieron que soportar frases de los nuevos gestores del inmueble como que tenían “pisos insultantemente grandes” o calificativos del tipo “okupas”, pese a que continuaron pagando sus mensualidades religiosamente. “Incluso cambiaban las cuentas de pago o nos devolvían el alquiler cuando lo ingresábamos, supongo que para que apareciésemos como morosos”, explica Alberto.

No fue hasta que la situación parecía encaminarse irremediablemente a juicio que Urbania International cedió y optó por respetar los contratos vigentes. Poco a poco fueron expirando, con lo que la mayoría de residentes abandonaron progresivamente el inmueble. Alberto y Merche fueron los últimos, el 1 de marzo de 2020, a las puertas de la pandemia.

Pero quedaban los vecinos de renta antigua, los que la empresa propietaria no podía expulsar contra su voluntad. Comenzó entonces otro proceso de hostilidades, ahora dirigido a personas de edades avanzadas y en muchos casos dependientes. “Amenazaron con obras, con quitar el ascensor, les ofrecían poquísimo dinero por los pisos...”, recuerda Alberto. Tres de estas vecinas fallecieron, y el resto acabó pactando con Urbania International para recibir una cantidad económica a cambio de abandonar sus casas.

De la lucha a la resignación por el avance de un modelo deshumanizante

Este proceso de expulsión y la crisis del coronavirus retrasaron los planes que la compañía reservaba a Fray Luis de León 18 y 19. En 2017, la empresa anunciaba en su web que su objetivo era rehabilitar el edificio y construir en él 35 apartamentos en un barrio “muy atractivo, tanto para la demanda joven consolidada laboralmente, como para el turista que busca oferta de alojamiento de calidad”, con el objetivo de aumentar “el flujo de renta”. Alberto intuía que esto se traduciría en la creación de viviendas de alquiler turístico que contribuirían a la gentrificación de la zona.

Finalmente no ha sido del todo así, pero casi. Cuando viene a Madrid, Alberto aprovecha para pasarse por la que fue su casa para ver en qué se está convirtiendo. En la tarde del miércoles 5 de octubre, por fin pudo salir de dudas: el edificio es ahora un coliving auspiciado por la compañía Bob W. Cuando empezaron esta batalla en 2017, todavía no se había extendido esta etiqueta, una de las últimas formas de explotación inmobiliaria en llegar a las grandes ciudades.

El coliving no es más que una nueva manera de denominar a edificios de alquiler de los que se busca la máxima rentabilidad. Se venden con atractivas “zonas comunes” que apelan a la experiencia, a la adaptación del espacio del hogar al del trabajo, a una estancia pasajera sujeta a los vaivenes de la flexibilidad laboral y a un público objetivo de elevada formación y posición socioeconómica. Los alquileres del bloque oscilaban entre los 800 euros y los 900 euros mensuales cuando Alberto y sus vecinos vivían en él. Ahora, el alojamiento en uno de los apartamentos con dos dormitorios disponible en la web Booking supera los 170 euros la noche, lo que se traduce en unos 5.000 euros mensuales.

En su web, el personaje que da nombre a la empresa Bob W. se presenta como “un cosmopolita que no llama a ningún sitio hogar pero se siente a gusto en cualquier parte”. Algo que solo diría quien nunca ha peleado por un hogar como lo hicieron estos vecinos.