Visitando Mingorrubio, explosión de memorabilia franquista y mapa mortuorio de la sociedad franquista

Esta es la reseña de un paseo por el cementerio de Mingorrubio el día después del último 20-N. Una caminata solitaria, como son todos los días en este lugar a las afueras de El Pardo, donde están enterrados Francisco Franco y muchos de los hombres que le ayudaron en la tarea de mantener un país bajo el yugo de la dictadura. Mentiría si dijera que el lugar evidenciaba los restos de haberse producido una gran celebración unas horas antes (no hubo ceremonias ni en el cementerio ni en la vecina parroquia de la Inmaculada Concepción). Llama la atención, eso si, el abigarrado altar de exvotos fascistas que hay frente a su mausoleo, visible nada más ingresar en el recinto, pero el homenaje perenne y, desde que a los muertos se les lleva flores de plástico en lugar de frescas, el aspecto de las tumbas permanece inalterado al paso de los días y las estaciones.

Al cementerio llegan un par de autobuses interurbanos, cuyos conductores paran a sus puertas para descansar antes de reanudar el servicio de regreso a Madrid. Normalmente, poca gente llega hasta la última parada del camino, que en su tramo final va dejando a un lado y al otro enormes instalaciones de la Guardia Civil y hotelitos con techo de pizarra, tan del gusto escurialense de los arquitectos franquistas.

Al traspasar el umbral del camposanto uno se encuentra con la visión habitual de un pequeño cementerio a las afueras de Madrid, como podrían ser el de Fuencarral o el de Aravaca, salvo por la abigarrada explosión de colores cálidos que conforma el altar de memorabilia franquista frente al panteón familiar de los Franco. Banderas de España en todas sus variantes -hasta futboleras-, fotos del caudillo, de José Antonio Primo de Rivera, águilas, un busto de Franco, estampitas…

El ruido visual del panteón es, por otra parte, la única distorsión del lugar, que al menos este día de resaca franquista se muestra solitario, casi abandonado en un paraje cuyas vallas dejan ver las siluetas de los montes de El Pardo y el cielo abierto, castellano, alguna ave rapaz en vuelo.

El historiador Nicolás Sesma introduce su última obra sobre el franquismo -el muy recomendable Ni una, ni grande ni libre (Crítica, 2024)- con la intrahistoria política de la construcción de la capilla-mausoleo donde hoy descansa Francisco Franco, que se construyó en 1969.

Sesma rescata el pliego de la licitación original para la construcción de la capilla, que permite entender cómo, pese a su sencillez, “sus promotores pretendían desafiar el paso del tiempo”. Se dicta que se deberían usar materiales de primera categoría, llegando a adjetivar: la arena sería “crujiente al tacto y exenta de sustancias orgánicas” y se utilizaría un agua “lo más pura posible”. Para la decoración interior los papeles definían detalles poco habituales en esto casos como rejerías de José Luis Alonso, lámparas de Susana C. Polac y un mosaico artístico realizado por Santiago Padrós –que ya había hecho el del Valle de los Caídos– para la escalera que baja a la cripta y la bóveda.

Allí fue enterrada Carmen Polo, su esposa, en 1988 y, según piensa el historiador, también se planificó desde el principio como lugar de reposo para los restos del dictador. El 25 de octubre de 1975 todavía un telegrama de la Embajada de Estados Unidos así lo consignaba, pero un un mes más tarde se decidió darle sepultura en Cuelgamuros, junto a José Antonio Primo de Rivera.

Para llegar hasta las sepulturas de Franco y su mujer habría que bajar a la cripta a través de unas escaleras que hay en la capilla, pero las llaves del panteón solo las tienen Delegación del Gobierno, Patrimonio del Estado y el cementerio, que es administrado por el Ayuntamiento de Madrid, aunque la titularidad pertenece a Patrimonio Nacional.

Como todo el mundo sabe a estas alturas, el cuerpo de Francisco Franco fue exhumado de su monumental mausoleo en la sierra de Madrid en octubre de 2019 y llevado al pequeño cementerio de El Pardo a continuación. Se podría decir que los restos de Franco eran para entonces la última pieza -la clave de bóveda- que faltaba para dotar de coherencia el camposanto como páramo funerario de toda la sociedad franquista.

Una paseo entre sus mausoleos y tumbas devuelve una pléyade de nombres capaces de explicar el funcionamiento de todo el Estado y la sociedad franquista. Hay nombres muy evidentes, como los de los dos presidentes del gobierno, Carlos Arias Navarro y Luis Carrero Blanco, y media docena de ministros de la dictadura.

Pero encontramos también en las lápidas apellidos relacionados con la prensa (al periodista Emilio Romero o apellidos señeros como Luca de Tena); a los empresarios-constructores del régimen (Juan Banús, con uno de los panteones más espectaculares del lugar), o al arquitecto de la alta sociedad, Luis Gutiérrez Soto; militares como Gomá Orduña; miembros de la élite intelectual, como el periodista y escritor Joaquín Calvo Sotelo; apellidos que nos remiten a la curia, como el de la familia Escrivá de Balaguer; dinastías alemanas involucradas con el nazionalsocialismo (la de Franz Liesau Zacharias, agente que exportaba animales enfermos para experimentación con personas), o los pares de Franco en el panorama internacional, como el dictador de República Dominicana Leónidas Trujillo. Residen allí también los cuerpos de familias ilustres con un pie en el franquismo y otra en la democracia, como los López Madrid, los Alcocer o los Cortina.

Son muchos más los nombres de todas las capas de la sociedad franquista que habitan entre los dos millares de sepulturas del cementerio y un paseo atento entre tumbas y nichos podría ser un buen punto de partida para el estudio genealógico de las familias del Régimen y sus tentáculos sociales. Hay, por supuesto, también personajes anónimos y otros que, siendo hijos de la dictadura, no podrían calificarse como de estandartes de la misma, como el escritor Miguel Delibes.

Mingorrubio es el último lecho del franquismo. Apacible, discreto, casi como afirmando una voluntad de pasar desapercibido. Pero las letras grabadas en las piedras de sus lápidas hablan del pasado y explican, en buena medida, muchas cosas que suceden en nuestro presente.