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Sin techo en la noche de los 40 litros por metro cuadrado

Minet espera que la lluvia no vuelva a colarse en los soportales de la Plaza Mayor.

Celia S. Cañabate / Marta Maroto

A Joaquín, de 50 años, el chaparrón lo pilló custodiando el rincón en el que malvive, en una esquina de la plaza de la Luna, a pocos metros de la Gran Vía madrileña. En un soportal del suelo de hormigón ha montado su habitación, un colchón y varias sillas. Cuenta que todos los días duerme en el mismo lugar. Esta noche tiene compañía. Una mujer joven teje una bufanda sentada en unos cartones y un chico de mediana edad ronca unos metros más allá. Joaquín insiste, sin embargo, en que suele pasar las noches solo, “en verano y en invierno”, no importa el temporal. “Y no pueden echarme porque esto es la calle y yo vivo en la calle”, habla con esfuerzo por la traqueotomía de su cuello. Anda con esfuerzo por una leve cojera y mira, también con esfuerzo, por la película de cataratas que ha cegado su ojo izquierdo. 

La radio informa de la DANA: “Depresión aislada en niveles altos”. Lo que en los 80 se llamaba gota fría hasta que el concepto perdió el sentido de tanto usarlo, cuenta el meteorólogo de la SER. Durante la tarde han caído entre 30 y 40 litros de agua por metro cuadrado y ha superado la cantidad que la mayoría de ciudades es capaz de soportar: un litro a la hora. La lluvia es noticia en Madrid, por una vez con razón. La ciudad se ha inundado por barrios: hay cortes en líneas de Metro, en la M40, una de las arterias cruciales de la ciudad con su asfalto rasgado por el torrente de agua, y coches que se llevó la riada en los pueblos al suroeste de la capital. No hay muchos antecedentes de una noche así en pleno verano. 

Apenas quedan turistas en la Gran Vía después de las grandes trombas de última hora de la tarde y los pocos que pasean, entre el ruido de truenos y sirenas, no se sorprenden del pecho desnudo de Nicolae. Sentado en un peldaño se quita con solemnidad la camisa mojada y se pone otra muda. De su maleta de mano va sacando más y más prendas, un chaleco, una gorra, una sábana que tiende en el suelo. “Bien”, la lluvia no le ha importado en los dos años que lleva viviendo en España, a donde vino desde Rumanía. “Sí, bueno”, sonríe afirmando en un español precario que, pese a sus 54 años, solo acude a los albergues durante las campañas de frío. Se mira las gafas menudas, secas pese a los goterones que caen del soportal, “buenas noches”, acierta a decir mientras intenta montar su cama. 

Un poco más allá, una mujer arrastra a un carrito –o es el carrito el que guía a la mujer– que aparece con prisa por una de las calles perpendiculares a la Gran Vía. Peruana, a sus 65 años Lidia vende chatarra y ha aprovechado la tregua de la lluvia para buscar cartones secos. Los ha atado entre un montón mantas y ropa con varias cuerdas a un carro de la compra que amenaza con descuajeringarse pese a estar parado. Habla desconfiada y se marcha corriendo calle abajo “a buscar un lugar en el que pasar la noche”. A poca distancia de la esquina en la que ha desaparecido, al lado del mural de colores de Change.org, varias mantas, cojines y maletas se apilan empapadas. Aparentemente, sin dueño. 

Iba en chanclas y le pilló la lluvia. Marian se esconde entre las obras de la calle Montera. Abre con manos ligeramente deformes su yogur y mantiene cerca de ella una bolsa de plástico con algo más de comida. Sonríe con cuatro dientes y cuenta que hace más de un año perdió su casa en Chequia, por eso vino a España. Pero no tiene papeles y tampoco mucho castellano. No dice su edad pero rondará los setenta, vive atada a una maleta grande y varios bolsos, acaba de rescatar un paraguas de la basura y cuenta orgullosa que se hizo con una tienda de campaña que abre cuando llega la noche. En cuanto termine su yogur buscará un lugar donde poder desplegarla. 

Recién llegado a Madrid, a sus 25 años, Yousef, no solo está descubriendo la capital por primera vez sino lo que es vivir en la calle. No es una persona en riesgo de exclusión social, pero se ha topado con la mala suerte. Es de Marruecos, pero ha llegado desde otra ciudad española para continuar en octubre su trabajo como auxiliar de conversación de francés. A los dos días de llegar le robaron la cartera con todo el dinero que tenía. Mientras lo soluciona, no le queda otra que dormir a la intemperie, si acaso lo lograra. Yousef reconoce que le resulta imposible. “Me cuesta dormir y me cuesta andar. Antes de venir, iba con muletas”, cuenta. Para intentar dormir algo se desplazó a pie a pesar de su dificultad a un parque durante la noche. Al poco de llegar, le sorprendió la estampida de agua. “Intento controlar mis pensamientos y ser optimista: 'No pasa nada', me digo, esto es la vida”.

En el Pasadizo de San Ginés, muy cerca del kilómetro cero, Tilt, alemán barbudo y curtido de 52 años, “a long time in Spain”, sigue mirando de reojo al cielo. Viste camisa de leñador, camiseta deportiva y pantalón de loneta. Está seco, él y sus dos bultos de equipaje que lleva entre plásticos y los cartones están a salvo bajo el toldo de una de las churrerías más afamadas de Madrid. Apenas chapurrea alguna palabra en castellano. Dice que no tiene donde ir, y que pasará la noche ahí al abrigo del toldo. De vez en cuando se aparta para que los turistas encuadren sus selfies, como si no quisiera deslucir las postales de uno de los callejones más fotogénicos de la ciudad, iluminado a esta hora, las diez y media de la noche, por cuatro farolillos con su resplandor amarillento. Se le ofrece un chocolate caliente y Tilt lo agradece pero dice que no. “Estoy bien”, se despide sin mucha convicción. Un ojo en los relámpagos y el otro para no no perder de vista sus pertenencias apiladas bajo el toldo en el lugar que debían ocupar las terrazas de la chocolatería. 

“Hay lluvia porque Dios quiere que haya y es mejor para todos”, cuenta Todor, búlgaro con medio siglo a sus espaldas. Esta noche ha encontrado refugio en los soportales que rodean la Plaza Mayor, aunque hay que tener cuidado porque el torrente a veces se cuela dentro y le hace sentirse acorralado. Se gana la vida tocando el acordeón en las calles y reconoce que Madrid, para eso, es generosa. Aguarda que le queden pocos días de lluvia en pleno verano: está a la espera de que le entreguen un piso de alquiler social por el que tendrá que pagar 120 euros cada mes, y así, afirma “cuando llueva, poder entrar a casa, poner la tele sin tanta preocupación”. 

Junto a Todor, Pae también habla de la lluvia: “¿La lluvia? La lluvia es solo una complicación más a la falta de trabajo y comida”, se sobrentiende de las escuetas palabras que es capaz de decir en castellano. Tiene 55 años y procede de China. Como puede, explica que intenta ganarse algo vendiendo agua por la calle, a pesar de que la policía ya le ha dicho que no puede hacerlo. Pero Pae siente que no puede hacer mucho más porque haber perdido gran parte de la visión le impide trabajar en otra cosa. Intenta entrar en detalles sobre su situación pero la dificultad del idioma le puede. Se acomoda entre cajas de cartón y espera que la lluvia no les vuelva a sorprender.

“¿Ves ese cartón mojado? Es en el que he metido el resto. Me ha costado horrores traerlo hasta aquí”, así relata Minet, de 45 años, la rutina de cada día para poder acomodarse un hueco en el que dormir en la Plaza Mayor y que hoy se le ha complicado por la lluvia. Minet busca trabajo y prefiere no salir en la foto, para que no recaiga sobre ella el estigma de las personas sin hogar. Tiene mirada amable y el gesto de esas personas que no se rinden. Cuenta que trabajó 25 años en Estados Unidos como asistente de médico y otros tantos en países europeos, pero que en España la suerte aún no ha llegado. Se entusiasma al hablar de los cursos que ha podido hacer mientras sigue buscando e ironiza sobre los que les han negado por no tener papeles: “Iba a ser la mejor de la clase. Han perdido ellos, no yo”.

En el Paseo del Prado, la acampada de casi cien personas sin hogar que lleva desde abril reclamando a las instituciones que atiendan su situación también ha sufrido las consecuencias de la lluvia. En busca de ayuda, han llamado al SAMUR Social para que al menos los más mayores del grupo fueran atendidos. Aseguran que el equipo de emergencias se ha negado a acudir al asentamiento y la indignación ha hecho que 20 de los acampados recorrieran las calles, todavía con llovizna, hasta la misma puerta de la sede del SAMUR Social. La policía les acompañaba desde la calle Atocha y al llegar, la puerta, para ellos, está cerrada. No es la primera vez que según ellos les niegan la ayuda. Y la indignación, crece: “Si quieren que pasemos la noche en la calle, la vamos a pasar aquí mismo. ¡SAMUR, asesino!”.

El trabajador social responsable de coordinar el turno de la noche sale a explicarles que no quedan plazas de emergencia para acogerles pero que pueden sacar mantas térmicas. “Queremos que venga el jefe de servicio”, repite sin cesar Miki, miembro de la acampada. “Jefes, ahora, no hay ninguno. Quien ha salido es encargado de este turno, pero es un trabajador más que no tiene potestad para tomar decisiones ante incidentes así”, explicaba a eldiario.es otro de los trabajadores.

Miki es un representante incombustible de la acampada que ya fue detenido en una manifestación en la que plantaron sus tiendas en la entrada del Ayuntamiento. Esta noche reclama a voces la apertura de “uno de sus recursos sin utilizar”. SAMUR Social no ha hecho declaraciones a eldiario.es, pero alguno de sus trabajadores, mascullando tras la verja cerrada, acaba dándole la razón: “Es verdad que hay un recurso con plazas cerrado, pero no depende de nosotros. Dicen que no hay dinero…”. En la carrera de San Francisco, vacía y a oscuras por el corte de electricidad provocado por la lluvia, retumbaban las voces: “¡Nadie sin hogar!”. Ha dejado de llover, pero se oyen truenos. Aquí fuera, sigue amenazando la tormenta.

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