Secundino y Abdul, taxistas, charlan animadamente con su jefe, Ovidio, en la plaza de Isabel II de Madrid, la de Ópera, en el centro de la ciudad. Es la 1.30 y están de muy buen humor. “Estos chavales son la leche, lo del toque de queda no lo ha respetado ni dios”, ríe el primero, que asegura que este sábado está habiendo mucho trabajo por Ciudad Universitaria, más que el pasado. Es la primera noche de prohibición de reuniones nocturnas en Madrid y las calles del centro se ven vacías, pero controlar que el veto impuesto por el Gobierno regional se respete es, como ya anticipó el alcalde, José Luis Martínez-Almeida, “difícil”.
Puede que Secundino exagere, también dice que Ovidio tiene seis taxis en propiedad mientras el otro menea la cabeza y pide no hacerle caso. La impresión durante el paseo de madrugada, en cualquier caso, es que la gente ha ido despareciendo rápidamente de las calles a partir de medianoche. Se nota en Atocha y por el Prado hasta Cibeles, donde los grupos se deshacen conforme llegan los autobuses. Una decena de jóvenes que avanzan en dirección contraria se paran a hacerse una foto con una de las esculturas de las meninas de Velázquez, la que está en la Plaza de la Platería de Martínez. “Ya nos vamos para casa”, responde una del grupo cuando se le pregunta si no temen un encontronazo con la Policía.
Quienes no están para pararse a posar son el ejército de repartidores de comida, que van de un lado a otro toda la noche. Dubriz está sentado frente al McDonald's de Atocha, limando la cámara de aire de la rueda de la bicicleta de un compañero; hay que ponerle un parche. La comida a domicilio se puede seguir entregando, aunque los restaurantes hayan cerrado ya a las 0.00. Hoy les han dicho que la plancha de las hamburguesas se apaga a las 2.00, y las idas y vueltas con las normas los tienen alerta. “Hay que ver cómo trabajar, es algo complicado”, explica, mientras sigue raspando. Por la calle de Sevilla un hombre vende cervezas a un euro. Una pareja vociferante se acerca a él. Dudan, deciden marcharse. El vendedor no se inmuta. “¿Toque de queda? Jajaja”, replica cuando se le pregunta por las nuevas restricciones, y enseguida vuelve a la carga con los de antes: “Amigo, ¿cerveza?”.
Llegando a Sol hacia la 1.00, la plaza está prácticamente vacía, salvo por pequeños grupos de gente despidiéndose, pero por Arenal siguen con el tenderete montado Susann y Mauri, que venden láminas y pulseras, respectivamente. Comen pollo frito y terminan una cerveza, cuentan que el día no ha dado para mucho. Ella no sabía lo del toque de queda. “¡No me jodas! ¡Pues me voy!”, exclama, pero luego recuerda que acaba de pasar la Policía local y no les ha dicho nada. “Esto es un cachondeo, yo intento estar pendiente pero no se ponen de acuerdo”, dice de los gobernantes. Ambos reflexionan sobre la dureza de la economía sumergida, cuentan que la venta ambulante está bajo mínimos, que mucha gente tiene miedo de acercarse a preguntar por el género, y concluyen que “este país se está cayendo a pedazos”.
En un vértice de la Plaza de Cristino Martos, medio oculto al subir las escaleras desde Princesa, había el viernes por la noche un grupito alegre tomando cervezas. El sábado, a la 1.30, se observan restos, pero solo queda una pareja con perro, fumando un cigarro. En la de Conde Duque, igualmente con movida la víspera, tampoco hay jaleo hoy, pero de los pisos, de vez en cuando, sale música a volumen alto. Son los menos, en cualquier caso. De vuelta por la Gran Vía, las aceras están desiertas, y por la calzada, de nuevo, solo repartidores de comida. En Sol los vendedores de cerveza ahora son tres, pero están aburridos, no pasa nadie. La economía sumergida es la que más presencia tiene en la calle. Una prostituta que baja por Carretas reclama:
- Guapo, ven.
- ¿A estas horas?
-¿Y por qué no?
El toque de queda se extiende hasta las 6.00, pero a esa hora, en un domingo por la mañana de octubre y pandemia, sigue siendo de noche a todos los efectos. Madrid descansa una hora extra por el fin del horario de verano y los bares no abren todavía para desayunar. Junto a la puerta del museo Reina Sofía duermen seis personas, con distancia de seguridad, que en sentido amplio podrían ser considerados convivientes, como los dos que roncan en la plaza de Antón Martín sin que los distraiga el traqueteo del metro, que ya ha empezado a circular. Para quien no tiene techo el toque de queda no cambia demasiado. Un panadero de la calle Atocha tiene una luz encendida en el puesto, pero la verja sigue echada. Más adelante, en la calle de la Cruz, se acumulan coches de Policía, tanto nacional como municipal: un bar de copas tenía gente dentro cuando no debía y lo están registrando. Ya son las 6.30.
Por Sol, desierto, aparece un Toyota negro del que se asoma el conductor: “¿No estarás pidiendo un Cabify?”, pregunta, sin perder la sonrisa ante la negativa. “Está flojilla la cosa, claro, a ver si ahora”, se despide. Por la Carrera de San Jerónimo bajan seis ciclistas con sus mochilas cúbicas: vuelven los repartidores de comida tras apenas unas horas de descanso. Todo sigue en calma y ya a las 7.00, de regreso a Atocha, los camareros del veterano bar El Brillante empiezan a sacar las mesas. “Hasta y media no abrimos, así que el toque de queda no lo hemos notado”. Un rato después, amanece por fin.