Una de las características más notables de la política es que no se necesitan habilidades ni conocimientos especializados para alcanzar el poder. Ni siquiera un miserable examen psicotécnico. Resulta inconcebible que un ignorante pueda estar al frente de un equipo de cirujanos en un trasplante de hígado, o que el estudio de la resistencia de materiales de un futuro puente colgante haya sido encargado a un albañil, o que el análisis de las perspectivas de comportamiento de la prima de riesgo se encomiende al vidente Rappel. Sin embargo la prosperidad de todo un país puede ponerse en manos de un incompetente con el único requisito de que haya sido elegido por mayoría, al igual que las asociaciones de padres de alumnos norteamericanos pueden exigir por mayoría simple (de simpleza) que se enseñe en la escuela a sus hijos la teoría del creacionismo que se opone a la teoría científica de la evolución de las especies. Es la verdad obtenida por mayoría. Esa es la esencia de la democracia.
El intrusismo profesional está condenado por ley, para defendernos de falsarios cuya incompetencia podría arruinar nuestras vidas. Pero el intrusismo político no, porque por definición, y a falta de una carrera universitaria al respecto, un político es un intruso al que no se le exige ningún conocimiento específico para el cargo que va a ocupar, pero al que, si aprueba en las urnas, le otorgamos el poder suficiente para, por ejemplo, definir nuestro sistema sanitario, la cobertura social de los parados, o las materias que han de estudiar nuestros hijos en las escuelas. Antes de ser elegido, el postulante asegura, ante el tribunal de los votantes, que atesora suficientes conocimientos como para solucionar el paro en cuarenta y cinco días, rebajar las listas de espera sanitarias a treinta, y dejar la prima de riesgo a niveles de ensueño. Y aunque a posteriori se demuestre que se trataba de un impostor, que políticamente no era cirujano, ni ingeniero, ni vidente, es prácticamente imposible llevarlo ante los tribunales, porque ser ignorante no es delito, y porque mentir no es pecado.
Si repasamos nuestro consejo de ministros, acabamos preguntándonos qué hemos hecho los españoles para merecer esto. Si aquello, más que un gobierno, no parece un altar, una capilla, una iglesia. Y, lo que es peor, comprobamos que, a falta de preparación más específica por parte de los allí congregados por Mariano, se confían las soluciones imposibles de la cosa pública a un dios uno y trino (¡me encanta eso de uno y trino!), sobre todo a uno de ellos, el tercero, el que hace de hijo, inmolado en la cruz, y a su madre todavía virgen después del parto, además de a una corte celestial de santos entre los que brilla el marqués San Josemaría Escrivá, el fundador de la secta secreta del Opus Dei.
Allí tiene reservado un asiento José Ignacio Wert, ministro de Educación y Cultura, y sin embargo defensor de la educación diferenciada por sexos, miembro de la prelatura de esa secta venenosa, el Opus Dei faloide. Su propósito declarado es acabar con determinados contenidos de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, aquellos de los que el Opus Dei discrepa, como los asuntos en materia sexual y la definición de familia, en la que no cabe el matrimonio homosexual, o ciertos contenidos sobre los conflictos sociales, además de su intención de aleccionar a los alumnos sobre los perjuicios del “nacionalismo excluyente”, bandera del PP ahora en las elecciones catalanas.
El Opus Dei se distingue, como buena secta, por su secretismo, en que no hace públicos los nombres de sus militantes ni de quienes financian la organización. Es una forma de alimentar la leyenda, por un lado, y de ocultar a la sociedad la vergüenza de que muchos de sus miembros, en lugar de estar encerrados en un frenopático, conserven el poder de gobernar nuestras vidas y haciendas con su peligroso sentido de la moral, a golpes de ora pro nobis, asesorados en la sombra del confesionario por sus directores espirituales. Si preguntas, parece que nadie es del Opus, todos se avergüenzan de ello.
El supernumerario del Opus Dei, Pedro Morenés, hizo méritos para ser nombrado ministro de Defensa vendiendo por el mundo misiles desde la empresa MBDA, de la que era presidente, misiles del tipo “dispara y olvida”, es decir, olvida la cantidad de gente que has matado después de disparar; y desde la empresa Instalaza S.A., de la que fue consejero, vendía bombas de racimo al dictador Gadafi en 2008, una de las maneras más perversas de matar. Por las mañanas iba a comulgar, y por las tardes proveía de material asesino a Gadafi y sus secuaces.
Supernumeraria del Opus Dei es Ana Mato, con el apellido perfecto para ser ministra de Sanidad de la era de los ultraliberales de Rajoy. La Sanidad pública va perdiendo trabajadores cualificados, médicos y enfermeros, en favor del capital privado, mientras mantiene en los hospitales el mismo números de capellanes, negros como cuervos, para aportar consuelo espiritual allí donde la medicina ya ha fracasado.
Los malos ministros de Obras Públicas (o esa tontería llamada Fomento) piensan que los efectos desgraciados de las curvas peligrosas de las carreteras se solucionan poniendo un hospital al otro lado de la curva, y no, simplemente, suprimiendo la curva. Los ministros de Sanidad del Opus Dei, como la Mato (a disgustos), creen que, ya que son incapaces de mejorar la salud de sus enfermos, al menos pueden salvar su alma a golpes de extremaunción con los santos óleos que jamás curaron a nadie. Ponen así un cura al otro lado de la curva peligrosa de la vida.
El supernumerario del Opus Dei, Jorge Fernández Díaz, ministro del Interior, como buen católico tiene muy bien clasificadas las hostias. Es un experto en ello. Un tipo que cree ver a dios en las hostias que le administra su director espiritual, a pesar de que el peor de los médicos del sistema público que dirige su colega Mato lo calificaría de simples alucinaciones, debería estar preparado para comprender que las hostias que manda administrar con la porra a sus antidisturbios contra los manifestantes no hacen ver a dios pero sí las estrellas. Y que eso sí duele.
Se da golpes de pecho ante el muñeco de escayola de su Jesús ensangrentado en la cruz, pero ni se conmueve con la sangre real que sus policías matones hacen verter en la represión de las manifestaciones ciudadanas. Acepta de buen grado insensateces tales como que a la Virgen la insemine, pasando olímpicamente de su marido, uno de los miembros de la trinidad celestial, pero le parece una aberración inexplicable ¡y contra natura! el matrimonio homosexual.
Luego está la Virgen. La Virgen gobierna desde prácticamente todos los despachos oficiales. Fátima Báñez, la inefable ministra de Trabajo, que si no es del Opus Dei (lo que ignoro) es porque los de la secta son muy exquisitos, no necesita al soberbio de san Josemaría porque tiene a la mismísima Virgen de aliada y asesora, sobre todo la más pinturera, la del Rocío, de la que misteriosamente dijo que nos “ayudará a salir de la crisis”. Desde que lo dijo, tenemos cientos de miles de parados más, por lo que me creo con el derecho a preguntar cuál de las dos es más inútil: si la Báñez, por creer en alucinaciones, o esa virgen, por incompetente y falta de sensibilidad.
No debe asombrarnos, pues, que a la Virgen la condecore la mismísima Guardia Civil con la Gran Cruz de la Orden del Mérito, porque todas nuestras fuerzas vivas parecen haberle pasado a ella el trabajo más duro y las responsabilidades subsiguientes. Ana Botella, alcaldesa de Madrid por méritos adquiridos en el lecho matrimonial de los Aznar, se ha desentendido de la responsabilidad de las cuatro muertes del Madrid Arena, y le ha pedido “misericordia” en voz alta, con Rouco como testigo, a la virgen de la Almudena para las familias que han visto truncadas sus vidas por la ineficacia de ese ayuntamiento que inexplicablemente ella dirige.
Por su marido acabamos de saber que hoy podría estar gobernando nuestros destinos Rodrigo Rato, y no Mariano Rajoy. Rodrigo Rato era el nombre del delfín escrito por Aznar en el cuaderno secreto de sucesión, pero el muy soberbio se negó por dos veces a aceptar el relevo. Desde que supe la noticia, vivo en un sinvivir. No hago más que preguntarme cómo podría haber cambiado la historia, nuestra historia. ¿Seríamos todavía más pobres e infelices con Rato, a tenor de sus habilidades demostradas tras su lamentable paso por el FMI y su manifiesta ineptitud en la gestión de Bankia?
¿Debemos dar gracias a nuestra aliada, la madre de dios, por la elección de Mariano Rajoy, haciendo caso al viejo aforismo de “Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy”? ¿Será por eso, por agradecimiento, por lo que Mariano Rajoy ha sentado a la Virgen y a los santos marqueses en el Consejo de Ministros?
Una de las características más notables de la política es que no se necesitan habilidades ni conocimientos especializados para alcanzar el poder. Ni siquiera un miserable examen psicotécnico. Resulta inconcebible que un ignorante pueda estar al frente de un equipo de cirujanos en un trasplante de hígado, o que el estudio de la resistencia de materiales de un futuro puente colgante haya sido encargado a un albañil, o que el análisis de las perspectivas de comportamiento de la prima de riesgo se encomiende al vidente Rappel. Sin embargo la prosperidad de todo un país puede ponerse en manos de un incompetente con el único requisito de que haya sido elegido por mayoría, al igual que las asociaciones de padres de alumnos norteamericanos pueden exigir por mayoría simple (de simpleza) que se enseñe en la escuela a sus hijos la teoría del creacionismo que se opone a la teoría científica de la evolución de las especies. Es la verdad obtenida por mayoría. Esa es la esencia de la democracia.
El intrusismo profesional está condenado por ley, para defendernos de falsarios cuya incompetencia podría arruinar nuestras vidas. Pero el intrusismo político no, porque por definición, y a falta de una carrera universitaria al respecto, un político es un intruso al que no se le exige ningún conocimiento específico para el cargo que va a ocupar, pero al que, si aprueba en las urnas, le otorgamos el poder suficiente para, por ejemplo, definir nuestro sistema sanitario, la cobertura social de los parados, o las materias que han de estudiar nuestros hijos en las escuelas. Antes de ser elegido, el postulante asegura, ante el tribunal de los votantes, que atesora suficientes conocimientos como para solucionar el paro en cuarenta y cinco días, rebajar las listas de espera sanitarias a treinta, y dejar la prima de riesgo a niveles de ensueño. Y aunque a posteriori se demuestre que se trataba de un impostor, que políticamente no era cirujano, ni ingeniero, ni vidente, es prácticamente imposible llevarlo ante los tribunales, porque ser ignorante no es delito, y porque mentir no es pecado.