¡Qué susto! Últimamente había oído hablar en términos tan elogiosos de Benedicto XVI, de lo bueno que había sido a lo largo de su vida, que pensé que se había muerto. Y no estaba muerto, que no... Benedicto simplemente se va, se va a su anterior empleo de Ratzinger, dejando indefenso su endiablado apellido alemán de soltero de dios, ya sin su infalibilidad, sin su santidad, como un particular, habiendo perdido su poder mágico de doblegar la voluntad divina, con la cantidad de cosas que había dejado atadas en la Tierra que hasta el mismísimo dios se preguntaba cómo se las apañaría para deshacer tanto nudo cuando su benedicto favorito dejara el empleo de vicediós. Entre abandonar o morir ha decidido no morirse y esconderse, el muy cobarde. Pero a mí casi me mata, porque sin él mi vida pierde parte de su sentido.
Sobre las razones de su renuncia se han desbordado ya los famosos ríos de tinta hasta dejar los medios de comunicación de la derecha pringados con una asquerosa baba de alabanzas. Toda la derecha y los movimientos cristianos enriquecidos a la sombra de los dos últimos papados han ensalzado la valentía de un papa que ha sabido reconocer que ya no tiene fuerzas para presidir una empresa multinacional tan compleja. Es lo que se llama un argumento salsa de soja, que lo mismo sirve para aderezar pescado que carne, pelo y pluma, fritos y cocidos, en crudo o cocinado, un argumento ambivalente que ya hace ocho años había servido exactamente para todo lo contrario, para ensalzar la valentía de un papa como Juan Pablo II, capaz de llevar el martirio del papado hasta su lecho de muerte.
Es el argumento salsa de soja, el condimento favorito, por cierto, de las cocinas del Partido Popular. Si no dimiten de sus cargos, aunque las pruebas de sus delitos empiecen a ser molestamente evidentes, lo hacen por sentido de la responsabilidad, porque ellos no abandonan el barco ante la primera dificultad, olvidando, los muy bobos, que son las ratas las últimas en abandonar el barco.
(Son las ratas. No os pongáis en evidencia)
Si, por el contrario, dimiten o son destituidos, aunque secretamente sigan cobrando un sueldo del partido, que ahora se llama indemnización, es la prueba de... ¿cómo le llaman?... un ejercicio de responsabilidad, coraje y transparencia que para sí quisieran otros. ¡Qué rico y nutritivo aderezo, la salsa de soja, capaz de arreglar hasta la comida más insípida y el argumento más inverosímil!
Pues en el caso que nos ocupa, el del farsante de Roma, al que desde el día 28 habrá que llamar su Excedencia, y no su Santidad, todos intentamos encontrar claves originales no investigadas, las razones oscuras de su renuncia, más allá de la bobada oficial de que ya no tiene fuerzas ni para aguantar la dentadura postiza cuando habla. El Renuncio apostólico de su Santidad, si se me permite la gracieta, es el comienzo de varias novelas negras que sin duda ya se están empezando a escribir, en las que primará la teoría de la conspiración, con el traidor monseñor Bertone de muñidor en la sombra y los informes de las cuentas opacas del banco vaticano con el que los Bárcenas de la curia están amenazando al papa dimisionario.
Tengo para mí, en cambio, una teoría más simple: el Renuncio apostólico de su Santidad, en lugar de un acto de humildad mediante el cual habría reconocido sus limitaciones, es el mayor acto de soberbia de un personaje que cada día necesita una mayor dosis de halago multitudinario inyectada en vena por sus fieles, la droga que mantiene en pie a los papas y que de una manera compulsiva les lleva a buscar el aplauso y la veneración por todos los rincones del planeta.
En realidad, el hoy apenas Benedicto y ya casi Ratzinger quiere ver cumplido en vida el sueño supremo de los ególatras: poder asistir a su entierro desde un lugar secreto, y sin ser visto, para disfrutar así a hurtadillas del espectáculo de sus exequias, para bañarse en el llanto de sus seguidores, para cebar su ego con los lamentos de los fieles, para emborracharse con el dolor que su pérdida les provoca, para comprobar, en suma, cómo le amaban y admiraban hasta el delirio, cuán vistoso resulta el espectáculo de sus funerales retransmitidos a todos los rincones del planeta, en los que participan cientos de cardenales y obispos ataviados con sus coloristas vestidos de princesas que apenas disimulan sus barrigas austeramente engordadas a base de caviar, champán, ostras y foie-gras, como reinonas multicolores, abarrotando la plaza de san Pedro, un verdadero valle de lágrimas, la antesala de la gloria que les espera en el Paraíso.
Y sobre todo, por encima de todas las posibles visiones celestiales, sé que Benedicto buscará divertido la imagen de Soraya Sáenz Santamaría y María Dolores Cospedal, ambas de luto riguroso, con sus vestiditos de encaje, peineta y mantilla, la representación más cabal del espléndido futuro que nos espera a los españoles, haciendo méritos de rodillas para que la Virgen del Rocío se acuerde de que hay que solucionar esto nuestro del paro desbocado.
Para morirse, vamos.
Y de paso, y aquí viene lo mejor, sus espías le traerán hasta su retiro espiritual noticias puntuales de la batalla que se desarrolla dentro del cónclave, de cómo discurren las intrigas de su sucesión en la sede de Pedro, para estar informado al momento de si el Espíritu Santo había respetado o no el nombre del candidato elegido por él cuando todavía quedaba atado sin rechistar en el Cielo lo que él ataba en la Tierra, o si sus eminencias habían sacado ya la navajas sin disimulo y en la pelea se habían cargado al mismísimo Paráclito entrometido.
De los disparates en los que creen los fieles, este es el que siempre más me ha intrigado: que alguien pueda creer que en verdad es un Espíritu Santo el que elige a los papas, cuando la Historia ha documentado hasta la saciedad los trapicheos, la negociación de sinecuras, la compraventa de votos, los asesinatos y toda clase de crímenes que han rodeado la elección de los papas. Si el Paráclito lo tiene tan claro desde el principio de los tiempos, ¿a qué viene tanta pamema de votaciones fallidas y negociaciones mundanas, como un mercadillo de influencias, con su humo blanco y negro incluidos, que no hacen otra cosa que añadir mayor confusión a lo que ya de por sí es difícil de explicar en estado de sobriedad?
Creer que en una hostia de pan hay un dios, o que con agua se puede lavar el pecado mortal que traen de fábrica los niños, o que Jesús nació de una madre virgen, concebida a su vez sin pecado, o que los farsantes de Roma son infalibles, o que de la bendición de un curita ignorante depende tu salvación eterna o tu condenación, o que dios creó el universo en seis días... los mecanismos por los que uno puede llegar a creer tanta insensatez junta han sido suficientemente estudiados y explicados por la psicología. Pero que gente en apariencia sensata pueda seguir creyendo, por ejemplo, que al valenciano Rodrigo Borja (1431; mirad si viene de lejos lo de la corrupción en Valencia) lo eligió el Espíritu Santo como Alejandro VI, y no una camarilla de compinchados cardenales asesinos, pederastas, rijosos y prevaricadores que con su elección compraban la posterior voluntad papal, es el mayor escollo que encuentro para convertirme al cristianismo.
De lo contrario, palabrita del niño Jesús que ni lo dudaría. Aunque solo fuese por curiosidad patológica, por conocer en vida lo que pensabais de la conversión en su lecho de muerte de un ateo irredento como yo.