La política solo tiene ojos para la economía. A la economía, en cambio, la política le estorba, y no soporta su mirada fiscalizadora por encima del hombro. Por eso los ministros fuertes de cada gabinete son siempre los de Economía, algo así como los sabios de la tribu, los depositarios de las pócimas secretas, a quien consultan todos sus compañeros, empezando por el propio presidente, el supremo ignorante, antes de proponer un plan. Porque un plan es estúpido si no hay financiación para él, independientemente de los beneficios sociales que hubiera podido acarrear a la larga.
Se supone, por ejemplo, que para un ministro de Sanidad su principal preocupación debería ser el estado de salud de los ciudadanos... solo un minuto antes de que su compañero de Economía le recuerde, con una palmadita displicente en la espalda, que está en un error, que lo que en verdad importa es el estado de salud de las cuentas públicas. En términos políticos, los pobres son improductivos, no cotizan, solo gastan en sistemas sociales y sanitarios, son un mal ejemplo para el resto de los ciudadanos, y unos completos antipatriotas porque bajan dramáticamente el cómputo del PIB nacional. En consecuencia, en el sistema capitalista, las personas son un engorro, porque lo que cuenta es el bienestar del conjunto. Y el bienestar del conjunto lo miden las estadísticas que, como los ministros de Economía, no tienen corazón.
Con cada pobre, contemplado individualmente, se hace caridad; con todos juntos, se hace política. El cínico de Stalin lo explicaba más crudamente: la muerte de una persona es una tragedia, pero un millón de muertes es una estadística. Por si ese día no fuiste a clase te diré que la estadística es la ciencia que explica que si yo tengo dos casas, una en la ciudad y otra en la playa, y a ti te acaba de desahuciar el banco, los dos tenemos una casa, por más que te cueste creerlo. No te puedes quejar. Visto desde otro ángulo: como nos explicaban hace unos días, si Amancio Ortega, el dueño de Zara, dona 20 millones de euros a Cáritas, en realidad está haciendo caridad con el 0,05% de su fortuna (además de desgravar a Hacienda); si un mileurista dona 100 euros, está desprendiéndose del 10% de sus ingresos. Uno hace caridad; y el otro, el gilipollas.
Por eso los políticos, como observamos en estos tiempos de mudanza, se esfuerzan en camuflar las injusticias mediante el llamado interés general, en cuyo nombre se puede provocar impunemente un millón de muertes por inanición, porque, como nos recuerdan, para hacer una tortilla es necesario romper antes los huevos. Si te rompen los huevos es que eres pobre. Y si alcanzas un trozo de tortilla, eres un beneficiario de la estadística. Así de sencillo. Hay que saber elegir de antemano en qué columna de la tabla te pides estar.
Y si lo dudas, verás que todas las políticas antisociales de los gobiernos de las derechas son explicadas, no sin gracia (cuando se lo oigo a la Sáenz de Santamaría me descojono de risa), como las medidas más sociales de la historia de la democracia. Tan poderoso es su influjo, tan fantástica es su pirueta mental, que un partido de Esquerra, que en roman paladino significa Izquierda, es capaz de pactar con la derecha más ruda unos recortes sociales vergonzosos, siempre y cuando el interés superior, el nirvana soñado, o sea, ¡la independencia!, así lo demande. Pobres, muertos de hambre, con sus derechos pisoteados, soportando a consejeros/ministros de Interior que azuzan y justifican a una policía de corte fascista que vacía con total impunidad los ojos de los manifestantes a pelotazos de goma... pero gozosamente independientes.
Si caemos en el repago sanitario y farmacéutico, y si las listas de espera parecen más la antesala del tanatorio que la del sanatorio, entonces es un buen síntoma de que la economía (o la independencia) está encarrilada. Todo lo hacen por nuestra salud. En Europa, a nivel supranacional, donde las estadísticas relativizan aún más si cabe los dramas particulares, también se preocupan por nuestra salud a partes iguales: la nuestra personal y la de Hacienda.
El comisario europeo de Sanidad y Consumo, Tonio Borg, ha llegado a la conclusión de que las 700.000 víctimas mortales que el tabaco genera anualmente en Europa no son tan solo un problema de salud para las personas sino de salud para las arcas nacionales: nada menos que 25.300 millones de euros al año. Al muy ignorante, tantos muertos le parecen una barbaridad, aunque su colega de Economía sabe para sus adentros que millones de fumadores ingresan, vía impuestos, cantidades de dinero colosales sin las cuales las haciendas de los hipotéticos países prohibicionistas se hundirían.
Ni los ministerios de Interior, por temor a un motín popular que dejaría en juego de niños al de Esquilache, ni mucho menos los de Economía o Hacienda, están dispuestos a matar el perro del tabaco para acabar con la rabia del tabaquismo. La pela es la pela, como dirían, también, los de ERC. Haciendo suya la bandera de que al fin y al cabo de algo hay que morir, ya que los mayas se han comportado como unos profetas de mierda, y como los estados están dispuestos a prohibir antes las manifestaciones de protesta que el tabaco, las autoridades europeas han decidido que los drogadictos consumidores elijan libremente entre susto o muerte, como en el chiste. Más fotografías de pulmones podridos en las cajetillas, de corazones rotos, de tráqueas agujereadas, y que cada fumador elija de qué se le antoja su cáncer. De esta manera sigue habiendo el mismo número de fumadores, pero fuman en pecado, con miedo, con sentimiento de culpa, casi a hurtadillas, de forma parecida a como follan los católicos.
Así que tomar una decisión sobre cómo legislar sabiamente sobre ciertas drogas parece un dilema irresoluble. Los fumadores reivindican su derecho a matarse a la velocidad del tabaco, lenta pero inexorablemente, de la misma manera que los creyentes de las religiones del Libro se aferran a su drogadicción, también puro humo, a pesar de que su adicción comporte el riesgo de una condena eterna en los infiernos. Unos por fumar, y otros por creer. ¡Dan tanto placer un cigarrillo o un avemaría, son tan adictivos!... Para ellos, la prohibición del tabaco, de la marihuana, de la heroína o de la religión, a pesar de las nefastas consecuencias para sus nervios, sería un acto intolerable de fundamentalistas de la salud, de totalitarismo, de atentado a los derechos democráticos, una injerencia inadmisible en su forma de vivir.
Sólo si consideramos que las multinacionales del tabaco hacen trampas incrementando con sustancias adictivas los cigarrillos, para así fidelizar clientes y convertir un placer en una adicción, o que las multinacionales de la religión ofrecen un premio eterno a cambio de que consumamos sus falsedades (infumables, en este caso), aprovechando para su negocio el miedo a la muerte de sus clientes, sólo entonces, digo, encuadraríamos el problema de la conveniencia o no de la prohibición de las drogas en sus términos exactos.
(Post data/ La coincidencia más extraña es que si vemos a nuestro hijo de siete años con un cigarrillo encendido en la boca, lo menos que le puede caer es una hostia bien dada. Y curiosamente, una hostia y un banquete es lo que le dan el mismo día de su primera comunión, la fecha exacta en que comienza para él una adicción igual de adictiva, igual de malsana)
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Meditación para hoy:
Con la tabarra del inminente fin del mundo, que parece venir con un poco de retraso, dicho sea de paso, me acordaba estos días de una sentencia que leí en alguna parte, y cuya autoría no recuerdo gracias a mi fabulosa memoria: “Al cabo de los años, he ahorrado suficiente dinero como para vivir de puta madre sin trabajar el resto de mi vida... a condición de que el mundo se acabe esta misma noche”.
La política solo tiene ojos para la economía. A la economía, en cambio, la política le estorba, y no soporta su mirada fiscalizadora por encima del hombro. Por eso los ministros fuertes de cada gabinete son siempre los de Economía, algo así como los sabios de la tribu, los depositarios de las pócimas secretas, a quien consultan todos sus compañeros, empezando por el propio presidente, el supremo ignorante, antes de proponer un plan. Porque un plan es estúpido si no hay financiación para él, independientemente de los beneficios sociales que hubiera podido acarrear a la larga.
Se supone, por ejemplo, que para un ministro de Sanidad su principal preocupación debería ser el estado de salud de los ciudadanos... solo un minuto antes de que su compañero de Economía le recuerde, con una palmadita displicente en la espalda, que está en un error, que lo que en verdad importa es el estado de salud de las cuentas públicas. En términos políticos, los pobres son improductivos, no cotizan, solo gastan en sistemas sociales y sanitarios, son un mal ejemplo para el resto de los ciudadanos, y unos completos antipatriotas porque bajan dramáticamente el cómputo del PIB nacional. En consecuencia, en el sistema capitalista, las personas son un engorro, porque lo que cuenta es el bienestar del conjunto. Y el bienestar del conjunto lo miden las estadísticas que, como los ministros de Economía, no tienen corazón.