Ni dos años estudiando con las monjas Carmelitas, ni tres con los Hermanos Maristas, ni siete más con los Salesianos, ni los sucesivos ataques a mi integridad física e intelectual por parte de las bestias falangistas que impartían las asignaturas de Formación del Espíritu Nacional franquista en los años oscuros de mi juventud, ni siquiera tanta barbarie junta consiguió asustarme con sus dioses vengativos ni sus patrias imaginarias. Porque los dioses y las patrias son creaciones de la imaginación de los hombres que viven y se aprovechan de su exclusiva administración, porque ambos inventos sustentan lo peor de la historia criminal de la humanidad, porque ambos son la mecha de tanta injusticia en la Tierra. Por todo ello, a este blog le cobija el título de “Ni dios, ni patria, ni rey”.
El rey, que no lo había dicho, tampoco existe. Pero él todavía no lo sabe.
Era un 3 de mayo de 2010. El entonces presidente de la CEOE, es decir, de los empresarios españoles reunidos, Gerardo Díaz Ferrán, loewemente trajeado, devotamente arrodillado, rezaba ante el altar cubierto de pan de oro y pedrería de la Catedral de Santiago de Compostela. Hacía pucheros compungidos para las cámaras de televisión, pucheritos de santa preocupación, de quien se sabe que soporta sobre sus hombros nada menos que el peso de la maltrecha economía española. Un verdadero patriota de la economía, vamos. Allí se encontraban, frente a frente, de igual a igual, el patrón de España y el patrón de España, Gerardo Díaz Ferrán y el apóstol, ambos inmensamente ricos, ambos insaciables en la rapiña.
Quizá en esos instantes, amparado en la sombra y lejos del barullo, un chorizo más humilde, el antiguo electricista de la catedral, el que habría de robar unos meses después el Codex Calixtinus, se afanaba en sisar del cepillo limosnero de la catedral su modesta cuota diaria de 200 euros. Mientras, en el altar iluminado se oficiaba la otra farsa, la de Díaz Ferrán, poniendo como testigos de sus oraciones, además de a un dios inexistente y a un apóstol inventado por la imaginería cristiana, al obsequioso arzobispo Julián Barrio y a un grupo de peregrinos mochileros prudentemente situados unos pasos más atrás, pues los ricos, que son los que más cotizan a la sociedad anónima del Vaticano, tienen derecho a lugar preferente en la casa de dios, higiénicamente separados de la peste caminera de los romeros pobres. Los ricos están mejor iluminados en las iglesias para que su dios acierte a distinguir de inmediato a los buenos.
Esa imagen, vista estos días con detenimiento por televisión, ha hecho más por la causa del ateísmo que los crímenes de los curas pederastas o los desvaríos mesiánicos del ministro Wert: uno de los patrones de España, postrado de hinojos (¡con un par de hinojos como los del caballo de su colega!) implorando en voz baja a su compadre patrón de España que la justicia no llegase a descubrir jamás sus crímenes, haciéndonos creer al resto de los españoles que en realidad oraba contrito por nuestros puestos de trabajo y nuestra salud laboral.
Gerardo Díaz Ferrán se declaraba públicamente “muy creyente”, no sé si por convicción o por estrategia, porque en los empresarios de éxito ambos conceptos suelen ir de la mano. Quizá seguía el consejo de Unamuno, quien ya en su tiempo observaba que “no es raro encontrarse con ladrones que predican contra el robo para que los demás no les hagan la competencia”. Pero lo cierto es que la plegaria al Apóstol que aquel día salía de los labios de este presunto ladrón, entre vapores de Botafumeiro, es todo un monumento al cinismo: “En momentos de crisis como el que atraviesa España, nos ayudes a poner nuestros talentos al servicio de los parados, de los jóvenes que no pueden acceder a un empleo y de los empresarios que han sufrido el cierre de sus empresas, de los que no regatean esfuerzos para mantenerlas, de aquellos que lo han perdido todo”. Lo más parecido a un samaritano.
Todavía resuenan en nuestros oídos sus recetas sabias de cómo superar la crisis: trabajando más y ganando menos. Se refería a nosotros, el hijo de la gran Ferrán. Pero apenas nadie se acuerda del trapicheo divino que aquel día de mayo de 2010 se traían entre sí ambos patrones, ante la mirada acuosa y satisfecha de criado fiel del arzobispo compostelano, y la incredulidad del resto de la feligresía. Le prometía Díaz Ferrán al santo que los empresarios que él representaba llevarían a cabo para los jóvenes “un trabajo bien hecho en beneficio de la sociedad, que les sirva de ejemplo de su camino en la vida”... Y a continuación, atención, venía lo mejor: “Que nuestro grano de trigo germine y podamos aliviar así la situación de tantas familias que se encuentran en dificultades”.
Las familias, a cuyas dificultades él mismo había colaborado con saña y desprecio, tras enviarlas al paro, saquear sus empresas y poner el producto del robo a buen recaudo, se contaban ya por miles. Su grano no podía germinar, porque en realidad no era de trigo sino uno de esos granos purulentos en el culo que solo se alivian reventándolos... que es precisamente la operación higiénica que está llevando a cabo estos días el juez que le trincó, cuya pericia y buen tino guarde el patrón de España durante muchos años.
Aunque, ahora que lo pienso, ¿cómo va a prosperar un país que ha llegado a tener a estos dos vendedores de humo como patrones, ambos el símbolo perfecto de la impostura, ambos dedicados a recaudar dinero ajeno a cambio de falsas promesas de prosperidad y felicidad?
Los ricos se comportan como los asesinos en serie, que nunca saben cuándo parar: desconocen cuántos cadáveres en la cuenta corriente son necesarios para alcanzar el clímax. Siempre temen quedarse cortos, y así nos va. La Real Academia de la Lengua, por su indefinición, tampoco ayuda mucho en esta tarea, porque definir a un rico como “adinerado, hacendado o acaudalado”, sin poner límite alguno al tamaño de su hacienda o sus caudales, es un saco sin fondo en el que se puede colar cualquier pringado que no esté demasiado asfixiado por la hipoteca. Y los ricos no están dispuestos a convivir con esa chusma, ni siquiera en las estadísticas.
A los ricos “muy creyentes”, como Díaz Ferrán, me gustaría acercarme un día mientras se encuentran en el piadoso trance de levantar el corazón a dios para pedirle mercedes (nuestro patrón le pedía Rolls-Royce), arrodillados en su reclinatorio forrado en terciopelo, y preguntarles en voz baja, como si tal cosa, así, por joder: “Teniendo en cuenta que Jesús, según el evangelista Mateo, avisó de que es más difícil que entre un rico como usted en el reino de los cielos que un camello pase por el ojo de una aguja, ¿qué se siente al saber que usted se va a condenar al fuego eterno sin posibilidad de remisión? ¿Cómo va, por cierto, la cría selectiva de camellos enanos? ¿Cree que le dará tiempo a conseguir uno lo suficientemente pequeño antes de la hora fatal?”
Porque esa es otra. A los pobres, ir al cielo les sale gratis. Vaya chollo. Mientras que los ricos tienen que pagar una fortuna por la entrada, porque, como dijo Jesús a sus discípulos, primero tienen que repartir todo entre los pobres y seguirle, si pretenden una butaca en el paraíso. Y eso a los ricos les parece muy injusto. Profundamente injusto. La Iglesia, siempre atenta a la lucha contra las injusticias, con la inestimable ayuda de los patrones de España, para deshacer el malentendido (Jesús hablaba raro, y la teología no es otra cosa que el arte de interpretarlo) ha decidido que nadie es lo suficientemente rico como para merecer el castigo de quedarse sin el Paraíso. Esa es la grandeza de la teología.
Tranquilos, pues. Si la cría y selección de camellos enanos va lenta, si las agujas gigantescas resultan inmanejables, habrá que hacer caso al primer hombre en ganar 1.000 millones de dólares, el sabio petrolero norteamericano Jean Paul Getty. Los ricos como él son los que mejor distinguen a los de su clase de las imitaciones. Y sus consejos valen mucho más que el oro en lingotes. De él es la definición más poética de los límites de la riqueza, fuente de la salvación eterna de las grandes fortunas: “Si puedes contar tu dinero, no eres un hombre verdaderamente rico.”
Bien mirado, Díaz Ferrán está a salvo, porque no es verdaderamente rico a los ojos de Getty ni a los de dios, que me temo son el mismo. Porque, cercado por la policía, pudo contar su dinero a hurtadillas, contante y sonante, sus lingotes de oro (por cierto, alguien debería comprobar si el retablo de Compostela sigue intacto después de su visita), sus colmillos de marfil de elefante, sus yates, sus flotas de coches de lujo, sus mansiones...
Un hombre que para eludir la justicia tiene que poner sus pertenencias a nombre de un testaferro, con la minuciosidad de un vulgar contable, como un tesorero de la mafia, sin duda se merece pudrirse en la cárcel. Pero no la gloria del Infierno. Ese lugar al que solo iremos los justos. Los justitos, quiero decir.
Sobre este blog
Ni dos años estudiando con las monjas Carmelitas, ni tres con los Hermanos Maristas, ni siete más con los Salesianos, ni los sucesivos ataques a mi integridad física e intelectual por parte de las bestias falangistas que impartían las asignaturas de Formación del Espíritu Nacional franquista en los años oscuros de mi juventud, ni siquiera tanta barbarie junta consiguió asustarme con sus dioses vengativos ni sus patrias imaginarias. Porque los dioses y las patrias son creaciones de la imaginación de los hombres que viven y se aprovechan de su exclusiva administración, porque ambos inventos sustentan lo peor de la historia criminal de la humanidad, porque ambos son la mecha de tanta injusticia en la Tierra. Por todo ello, a este blog le cobija el título de “Ni dios, ni patria, ni rey”.
El rey, que no lo había dicho, tampoco existe. Pero él todavía no lo sabe.