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“Si la monarquía es un teatro, unos actores pueden hacer de reyes”

La prensa europea se ha lucido con las ceremonias de sucesión al trono de Holanda. El asunto ha estado en todas las primeras planas –incluidas las de países republicanos, como Alemania, Francia e Italia- y hasta los periódicos más serios del continente han decidido convertirse por un día en ediciones locales del “Hola”. Inhabituales despliegues gráficos acompañados de textos dedicados a contar quiénes acudieron a los fastos, cómo iban vestidos y peinados, en qué orden entraron y dónde se sentaron, han sido la tónica general. La excepción ha venido del otro lado del Atlántico: un artículo del New York Times, firmado por Arnon Grünberg, no solo ha ridiculizado con talento la bobalicona fascinación que las actuaciones públicas de las monarquías provocan en los países democráticos, sino también ha hecho una originalísima propuesta para acabar con ellas.

Grünberg es uno de los escritores holandeses más reconocidos y leídos tanto en su país como en el extranjero: tres de sus novelas –“Cómo me quedé calvo”, “El mesías judío” y “El Refugiado”- han sido publicadas en España. Tiene 42 años y no es precisamente un entusiasta de la monarquía. Pero su artículo no es una diatriba ideológica contra la misma, sino la narración aparentemente neutral de unos hechos que sirven al autor para formularse una pregunta que, inocentemente, como quien no quiere la cosa, cuestiona la razón misma de la existencia de la institución.

Empieza recordando que en 1980, cuando fue entronizada la ahora dimitida Beatriz, en Amsterdam estallaron violentos motines protagonizados por okupas –un movimiento que nació justamente en Holanda- y anarquistas al grito de: “Si no hay techos sobre nuestras cabezas, que no haya coronas sobre las vuestras”. “Hoy- escribe Grünberg- ya casi no hay okupas y los progresistas de 1980 aprecian cada vez a la Casa Real”.

Más adelante reconoce que los 33 años de reinado de Beatriz han estado, en conjunto, exentos de escándalos: “El mayor contratiempo que ha sufrido la reputación de la monarquía sigue siendo el matrimonio de su hijo mayor y nuevo rey, Willem Alexander, con la hija de Jorge Zorreguieta, que fue secretario de estado de agricultura durante la dictadura militar argentina y que seguramente estaba al corriente de las sistemáticas desapariciones que tuvieron lugar durante la ”guerra sucia“.

A continuación, subraya que un decreto del parlamento ha privado recientemente a la soberana del único poder político que le quedaba, el derecho de nombrar a las personas encargadas de formar un nuevo gobierno. Y en ese punto cita a uno de los primeros periódicos de Holanda, el NRC Handelsblad, que hace poco asimiló a la Casa Real a un “teatro de Estado” y que también reveló que un célebre actor holandés había contado que uno de sus colegas había sido llamado para impartir lecciones de teatro a la familia real.

“Actualmente- añade Grünberg-, las personas que querrían deshacerse de la monarquía tienen relativamente poca influencia. Después de todo, ¿por qué gastar muchas energías en oponerse a una representación artística?”. Un sondeo de hace pocas semanas concluía que un 75% de los holandeses confiaba en la Reina Beatriz y otros tantos en su hijo.

Pero podría haber un motivo, añade el escritor. Y éste estaría en que la remuneración que se paga por ese trabajo es “un poco inhabitual”: el nuevo Rey percibirá un salario anual, exento de impuestos, de cerca de 825.000 euros, más unos gastos de representación de 4,4 millones y su esposa otro de 327.000 euros, igualmente no imponibles, y 574.000 para sus gastos.

Y el artículo concluye lo siguiente: “Holanda ha recortado drásticamente las subvenciones públicas al teatro. Los teatros, las óperas y los museos ya no pueden existir sin sponsors privados. ¿No sería buena idea organizar audiciones para escoger a quienes podrían representar los papeles de Rey y de Reina? Seguramente encontraríamos a actores bastante más capacitados para ello que los actuales miembros de la realeza y, además, estarían dispuestos a hacer su trabajo por una mínima parte de los salarios que éstos perciben”.

La prensa europea se ha lucido con las ceremonias de sucesión al trono de Holanda. El asunto ha estado en todas las primeras planas –incluidas las de países republicanos, como Alemania, Francia e Italia- y hasta los periódicos más serios del continente han decidido convertirse por un día en ediciones locales del “Hola”. Inhabituales despliegues gráficos acompañados de textos dedicados a contar quiénes acudieron a los fastos, cómo iban vestidos y peinados, en qué orden entraron y dónde se sentaron, han sido la tónica general. La excepción ha venido del otro lado del Atlántico: un artículo del New York Times, firmado por Arnon Grünberg, no solo ha ridiculizado con talento la bobalicona fascinación que las actuaciones públicas de las monarquías provocan en los países democráticos, sino también ha hecho una originalísima propuesta para acabar con ellas.

Grünberg es uno de los escritores holandeses más reconocidos y leídos tanto en su país como en el extranjero: tres de sus novelas –“Cómo me quedé calvo”, “El mesías judío” y “El Refugiado”- han sido publicadas en España. Tiene 42 años y no es precisamente un entusiasta de la monarquía. Pero su artículo no es una diatriba ideológica contra la misma, sino la narración aparentemente neutral de unos hechos que sirven al autor para formularse una pregunta que, inocentemente, como quien no quiere la cosa, cuestiona la razón misma de la existencia de la institución.