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El sistema político italiano da nuevos pasos hacia su autodestrucción

En la versión oficial de lo que ocurre –la que se elabora en Bruselas, en Berlín, en los centros del poder político y económico del continente-, “toda Europa está pendiente de lo que pueda ocurrir estos días en Italia”. No es exacto. Porque desde hace ya bastante la Europa de los que mandan da por descontado que el agravamiento del desastre político italiano es inevitable. Que no existen alternativas. Y que aunque hoy, miércoles, un voto de confianza –cuyo resultado es aún incierto- salve al Gobierno del centroizquierdista Enrico Letta del último chantaje de Berlusconi, habrá nuevas elecciones dentro de poco. Y que éstas no resolverán nada. Eso se sabe, aunque no se diga. Y de lo que se habla en los centros del poder europeo es de cómo evitar que el torbellino italiano engulla al euro.

En esas estamos otra vez. Por muchas milongas que nos cuenten. Porque siguen abiertas muchas de las mismas incógnitas económicas que hace dos años a punto estuvieron de dar al traste con la moneda única: Wolfgang Munchau acaba de recordar que la situación de los bancos sigue siendo igual de inquietante. Por su endeudamiento, que pesa como una losa sobre la solvencia de los Estados (entre ellos el español), por su incapacidad de financiar la actividad económica y porque es imposible un acuerdo para parir el tipo de unión bancaria que haría falta para hacer frente a esos problemas. Munchau, asimismo, ha denunciado la complacencia de los líderes europeos a la hora de proclamar que se ha acabado la recesión solo porque en el 2º y 3º trimestre –en este caso según las previsiones- el PIB de la UE haya crecido unas décimas. Cuando la economía y, sobre todo, la inversión, llevan cayendo tanto tiempo, y tanto, que no tiene sentido acogerse a una convención técnica –la que dos meses seguidos de crecimiento del PIB supone la salida de la recesión- prevista para épocas de normalidad económica.

Pero también porque las incógnitas políticas se agudizan. ¿Cuánto puede aguantar un Gobierno griego que casi está en minoría parlamentaria, que tiene a la gente en contra porque la situación económica y social es cada vez peor y que, encima, es incapaz de solventar el problemón de la ultraderecha con la que se dice que el premier Samaras quería pactar antes de que el asesinato del rapero Pavlos Fyssas cegara esa posibilidad? ¿Qué política hacia Europa decidirá el Gobierno que salga de unas elecciones griegas que parecen inevitables para dentro de no mucho? ¿Y qué plan de ayuda a una Grecia de nuevo al borde de la suspensión de pagos puede diseñar Angela Merkel en esas condiciones?

La situación política portuguesa no es mucho más halagüeña. El centro-derecha del primer ministro Passos Coelho acaba de ser derrotado clamorosamente en las elecciones municipales, pero resulta que los que han ganado, y por bastante –eso sí, con una abstención de cerca del 50 %-, han sido los mismos socialistas que hace tres años fueron rechazados por el electorado por acatar sin rechistar los recortes que impuso Bruselas.

Dato de muy distinta índole, pero que incide igualmente en la incertidumbre política que reina en la UE, es el éxito de la ultraderecha en las elecciones austriacas de este domingo (22 % de los votos), un resultado que está en sintonía con un nuevo crecimiento de movimientos de esta orientación en todo el continente y no sólo en varios países del antiguo bloque soviético, con Hungría a la cabeza.

“España es políticamente estable”, pregonan ahora por doquier Rajoy y los suyos. Pero ¿qué garantía implica para los líderes políticos y económicos y europeos la estabilidad de un partido, el PP, que está casi empatado con el PSOE en las encuestas y cuyo líder tiene un índice de popularidad que no llega al 30 %?

Con todo, lo de Italia se lleva la palma. Está al borde del abismo político sólo 7 meses después de unas elecciones en las que el centro-izquierda (la alianza de excomunistas y exdemocristianos) fracasó en su intento de lograr los votos necesarios para formar un Gobierno monocolor (quién sabe si porque sus primarias, gracias al voto de los sindicatos, eligieron al candidato de la vieja izquierda, Pier Luigi Bersani, y no al de la renovación, el alcalde Florencia, Matteo Renzi) y que estuvo a punto de ganar un Silvio Berlusconi al que daban por políticamente muerto. Renacido de nuevo de sus cenizas, éste ha puesto de nuevo en jaque al sistema. Obligando a sus ministros a salirse del gobierno, amenazando con que sus parlamentarios puedan hacer lo propio en las Cámaras y llamando prácticamente a la revuelta civil… si el Senado, tal y como está obligado por las normas, vota a favor de su expulsión del mismo como consecuencia de una sentencia firme por corrupción.

La lectura de los últimos artículos de los más finos analistas italianos produce desolación: ninguno se atreve a hacer pronósticos y, más o menos, todos ellos dan por hecho que en el panorama político italiano puede ocurrir cualquier cosa. Hasta que el Senado no sancione a Berlusconi: de hecho, el presidente de la República, Giorgio Napolitano, le ofreció la pasada semana una amnistía a cambio de que reconociera su delito. Don Silvio la rechazó sin contemplaciones. Quiere imponer su ley sin contrapartidas. Y las protestas de los ministros a los que ha obligado a dimitir han quedado en nada en cuanto Berlusconi los ha llamado a capítulo.

Parece que Angelino Alfano, número dos del Gobierno Letta hasta su dimisión, sigue en la brecha. Puede que hasta encabece una escisión en el centro-derecha. Pero lo más probable es que, si lo hace, termine como el exfascista Gianfranco Fini, que hizo lo propio hace cuatro años y se quedó compuesto y sin novia (eso sí, en una posición personal muy confortable). Porque mientras no se demuestre lo contrario, Berlusconi es el líder indiscutible de la derecha italiana. Y aunque cada vez tiene más dificultades para ejercer esa función, sus perspectivas electorales siguen siendo muy buenas.

A menos que ocurra algo que desmienta las anteriores sensaciones –y, por el momento, nadie en Italia se atreve a predecir que pueda ocurrir-, puede que quien tenga razón sea el cómico Beppe Grillo, que en estos días está pidiendo unas nuevas elecciones, pero “para echarlos a todos”. Y no hay que descartar que, más allá de las versiones oficiales, lo que de verdad se teme en Europa es que algo de eso pueda ocurrir.

En la versión oficial de lo que ocurre –la que se elabora en Bruselas, en Berlín, en los centros del poder político y económico del continente-, “toda Europa está pendiente de lo que pueda ocurrir estos días en Italia”. No es exacto. Porque desde hace ya bastante la Europa de los que mandan da por descontado que el agravamiento del desastre político italiano es inevitable. Que no existen alternativas. Y que aunque hoy, miércoles, un voto de confianza –cuyo resultado es aún incierto- salve al Gobierno del centroizquierdista Enrico Letta del último chantaje de Berlusconi, habrá nuevas elecciones dentro de poco. Y que éstas no resolverán nada. Eso se sabe, aunque no se diga. Y de lo que se habla en los centros del poder europeo es de cómo evitar que el torbellino italiano engulla al euro.

En esas estamos otra vez. Por muchas milongas que nos cuenten. Porque siguen abiertas muchas de las mismas incógnitas económicas que hace dos años a punto estuvieron de dar al traste con la moneda única: Wolfgang Munchau acaba de recordar que la situación de los bancos sigue siendo igual de inquietante. Por su endeudamiento, que pesa como una losa sobre la solvencia de los Estados (entre ellos el español), por su incapacidad de financiar la actividad económica y porque es imposible un acuerdo para parir el tipo de unión bancaria que haría falta para hacer frente a esos problemas. Munchau, asimismo, ha denunciado la complacencia de los líderes europeos a la hora de proclamar que se ha acabado la recesión solo porque en el 2º y 3º trimestre –en este caso según las previsiones- el PIB de la UE haya crecido unas décimas. Cuando la economía y, sobre todo, la inversión, llevan cayendo tanto tiempo, y tanto, que no tiene sentido acogerse a una convención técnica –la que dos meses seguidos de crecimiento del PIB supone la salida de la recesión- prevista para épocas de normalidad económica.