Habitualmente el odio no basta. Para que una guerra se ponga en marcha, lo más frecuente es que a un fondo de animadversión se añada una maraña de intereses económicos que prenda la mecha, y esto es válido tanto para las contiendas convencionales con fusiles y cañones como para una guerra comercial como la que protagonizan ahora mismo Estados Unidos y China. Si históricamente han sido el petróleo, el gas, el agua o los diamantes los desencadenantes de conflictos armados, hoy es la hegemonía en tecnología 5G y la lucha por asegurarse las materias primas necesarias para fabricar coches eléctricos, entre otras metas, lo que subyace a las hostilidades, menos cruentas pero igual de implacables, entre Donald Trump y el régimen de Xi Jinping.
Antes de entrar en estos vericuetos geopolíticos, conviene recordar la inquietud que causó hace ahora un mes la gerente mundial de suministros de Tesla, Sarah Maryssael, al admitir en una reunión celebrada en Washington que su compañía estaba preocupada por la futura escasez de ciertos minerales clave para producir vehículos de baterías.
A muchas empresas, sin reconocerlo abiertamente, les quitan el sueño las reservas de cobalto. Tesla teme más por el níquel, puesto que hace tiempo que su fundador, Elon Musk, dio instrucciones para utilizar menos cobalto en los cátodos de las baterías, y ello por dos razones: la dificultad y suciedad de su extracción y el empleo de mano de obra infantil en República Democrática del Congo, el país más rico en este material. Sea como fuere, todos los fabricantes ven con temor la posibilidad de no tener con qué fabricar en el futuro sus modelos ahora que ya hasta los más reticentes se han convencido de que estos serán en buena medida eléctricos.
Las dudas han llevado a Audi, por ejemplo, a retomar sus proyectos basados en la pila de combustible, es decir, en el uso de hidrógeno como fuente de energía aunque de esta manera se enfrente a su matriz, el Grupo Volkswagen, cuya apuesta es tajante por el coche eléctrico de baterías. En marzo de este año, el consorcio de Wolfsburg amenazó con abandonar la Asociación de la Industria Automovilística Alemana (VDA), un poderoso lobby al que acusaba de practicar una tibia neutralidad tecnológica. La industria germana debía dejar de apoyar los vehículos de gas y de pila de combustible, según VW, y centrarse al 100% en los eléctricos puros.
Bram Schot, el presidente de Audi, no se ha arredrado ante la postura del grupo al anunciar que este mismo año se presentará un prototipo dotado de la sexta generación de pila de combustible de la marca de los aros, y que en 2021 se ofrecerá, aunque de forma limitada, un modelo de producción basado en la tecnología de ese concept car. En el Salón de Detroit de 2016, Audi ya dio a conocer el h-tron quattro, otro prototipo de hidrógeno capaz de recorrer 600 kilómetros con un depósito. Schot no es que tema la falta de materiales; ya la ha sufrido en el proceso de producción del e-tron, el primer eléctrico de la firma, que tiene dificultades para satisfacer su elevada demanda por un problema de escasez de baterías, y en el desarrollo del e-tron GT.
Las ‘tierras raras’, indispensables para la producción del coche eléctrico
Como sabemos, el último movimiento de Trump en la guerra comercial con China ha golpeado en la cara de Huawei, con el dominio de la tecnología 5G como fondo de la escena. Ahora ha trascendido que el gigante asiático podría estar preparando un contraataque a través de un arma de nombre misterioso, las tierras raras, un conjunto de 17 elementos químicos que se utilizan profusamente en la fabricación, sobre todo, de motores de imanes permanentes para productos tan variados como teléfonos móviles, aerogeneradores, misiles guiados y coches eléctricos. El calificativo de raras obedece no tanto a su escasez, pues algunas son relativamente abundantes, como al hecho de que es poco común hallarlas en la naturaleza en una forma pura.
La consultora Adamas estableció que en 2018 el 93% de todos los motores de vehículos eléctricos puros, híbridos e híbridos enchufables utilizaron imanes permanentes compuestos por tierras raras como el disprosio, el gadolinio o –el más conocido– el neodimio. Se trata de materiales más caros de obtener, en comparación con los de inducción basados en bobinas de cobre, pero que compensan a los fabricantes por su alta eficiencia y carácter compacto, ligero y resistente. En su lado oscuro hay que mencionar que su extracción a cielo abierto provoca un impacto ambiental preocupante y que resultan difíciles de reciclar, además de que suelen aflorar junto a elementos radiactivos como el torio y el uranio.
Pues bien, China atesora en la actualidad el 70% de la producción mundial de tierras raras (120.000 toneladas al año) y concentra el 90% de su procesado. Según Bloomberg, en el mundo hay 120 millones de toneladas de reservas de estos minerales, de los cuales 44 millones se hallan en territorio chino. Estados Unidos importa el 80% de las tierras raras que necesita de su ahora enconado rival, que podría decidir bien cerrar el grifo de esas entregas, bien incrementar notablemente su precio.
En caso de represalias, los fabricantes norteamericanos podrán recurrir a proveedores alternativos, pero muchos de ellos, aunque cuentan con abundantes reservas, no disponen por el momento de una industria minera lo bastante desarrollada para explotarlas, léase Vietnam, Brasil y Rusia, entre otros. Sí les sería factible asegurarse el suministro por medio de la mina de Lynas Corp, en Australia, que tiene la mayor producción de tierras raras fuera de China, y de otras empresas radicadas en Estonia, Myanmar e India, los otros grandes productores mundiales de estos materiales.
En este mismo mes de junio sabremos con certeza cuál es la estrategia de China al respecto. Conoceremos entonces las cuotas de producción dictadas por Pekín, que –según información de Forbes– han sido de 60.000 toneladas en la primera mitad de 2019, y de acuerdo con ellas cabrá deducir cuánto aprieta Xi Jinping a su colega de la Casa Blanca en su lucha por la supremacía del comercio mundial.