El director general de Renault Iberia, Iván Segal, ponía de manifiesto hace unos días el punto de injusticia que presentan distintivos ambientales como los de nuestra Dirección General de Tráfico. A su educada manera, el ejecutivo francés aludió, por ejemplo, a los híbridos enchufables que tal vez no se conectan jamás a la red (y de los que ya hemos hablado aquí) y, sin embargo, son considerados vehículos de cero emisiones, en función de su autonomía eléctrica, o a aquellos híbridos ligeros que, por el solo hecho de montar una batería suplementaria –incluso aunque acompañe a un motor diésel gordo–, reciben la etiqueta Eco.
Segal reclamaba una catalogación de vehículos que atendiera al consumo y las emisiones concretas de cada modelo, lo que en principio parece de toda lógica. La cuestión es que, en el caso de la hibridación ligera, también llamada microhibridación, hibridación suave o mild hybrid, los fabricantes han encontrado un filón al que no están dispuestos a renunciar mientras sigan extrayendo oro de él.
El principio que rige el funcionamiento de un mild hybrid es dedicar en exclusiva el motor de combustión a mover el coche mientras todos los sistemas auxiliares y eléctricos, como el climatizador, se nutren de una fuente de energía diferente, comúnmente un sistema eléctrico de 48 voltios. De esta forma se reducen el consumo y las emisiones de CO2 en torno a un 15%, lo que les viene de perlas a las marcas para cumplir con las cada vez más exigentes normativas anticontaminación.
Recordemos que están obligadas a rebajar las emisiones totales de sus gamas a 95 gramos de CO2 por kilómetro en 2020, además de someterse a las pruebas de homologación del nuevo ciclo WLTP, que tantos quebraderos de cabeza está dando a más de uno, y del RDE (Real Driving Emissions), procedimiento que verifica el nivel de emisiones de un vehículo en condiciones reales de conducción.
Resumiendo mucho, un híbrido ligero se distingue de un híbrido convencional en que, en vez de un motor eléctrico, incorpora una pequeña batería y un motor de arranque más potente de lo habitual que trabaja al mismo tiempo como generador, y que se une al cigüeñal mediante una correa.
En retenciones y deceleraciones, este generador recupera energía y recarga la batería, que alimenta los sistemas periféricos evitando restar potencia al motor térmico. Cuando las circunstancias permiten que el coche ruede a vela, es decir, movido solo por la inercia, el motor se detiene por completo, con lo que el consumo y las emisiones se reducen aún más que si se mantuviera al ralentí. Por último, el generador puede acudir en auxilio del motor en momentos puntuales de mayor exigencia de potencia.
En comparación con un sistema híbrido de alto voltaje, uno suave ofrece al fabricante una relación coste-beneficio muy ventajosa. Su inserción en el esquema de propulsión es sencilla gracias a una concepción modular. No requiere los elementos de aislamiento eléctrico necesarios en aquel y se puede instalar en automóviles y estructuras de producción y ensamblaje ya existentes, lo que obviamente resulta menos costoso. La multinacional de componentes Delphi, que desarrolla este tipo de sistemas, asegura que tienen el 70% de las ventajas de los híbridos normales por un 30% de su coste, debido fundamentalmente a que no es necesario el cambio de plataforma.
En resumen, la hibridación ligera resulta más económica, su tecnología es más sencilla, accesible y fácil de incorporar a muy variadas plataformas, y para colmo permite a las marcas rebajar consumo y emisiones, además de atenerse a las normas. Ahora bien, aunque esto permita a una marca reducir las emisiones de su gama en conjunto, ¿qué pasa con cada modelo concreto?
¿Es justo que un coche de gasolina (o diésel, si a eso vamos) de 400 caballos y bastante más de dos toneladas pueda acceder al centro de una ciudad como Madrid en episodios de alta contaminación, entre otros beneficios que otorga el distintivo Eco, porque su batería de 48V le ahorra un 15% de emisiones de CO2? La cuestión sería cuánto CO2 exactamente sigue emitiendo ese vehículo y, también, si solo importa el CO2... Tal vez no iba descaminado Iván Segal cuando pedía criterios más justos para clasificar nuestro parque de automóviles.