Llevaba varios días soñando con el final. No sabía si sería el tuyo o el mío. Qué importa. Lo mismo es.
Te dije que no salieras porque te estaría esperando. Pero esa tarde el mensajero, no corrió lo suficiente para llegar a tiempo hasta tu trinchera.
Me pregunto dónde está el comienzo necesario de todo esto. Yo nunca quise estar en esta guerra, bailándole el agua a credos blasfemos. Yo sólo quería vivir en paz. Vivir, simplemente. Y seguir yendo a visitarte cada sábado en mi bicicleta. Mi buen amigo.
Pero parece que las fronteras de nuestras aldeas, estaban separadas por algo más que por un arroyo. Y ese algo, era tan intangible como dañino. Y tan dañino como sangriento. Y tan sangriento como el peso de que este dolor que yo siento ahora no podrá sanar en muchas generaciones.
He disparado a un amigo, a un hermano que yo escogí. Ahora yo también estoy muerto. Tú pronto estarás en campo santo, yo seguiré en campo de guerra, batallando esta contienda que no me pertenece.
Quizás sea el sino de este país. Cuando algo es tan inconmensurable, tan indescriptiblemente hermoso, tan rudo y tan real, entonces, la majestuosidad nos abruma y nos sentimos nada, en comparación con la riqueza que aportan tantas culturas cohabitando en un mismo mapa. Cuando esto sucede, no podemos soportar esa sensación de no control y empezamos a parcelarlo y a jerarquizarlo todo. Hacerlo cachitos más pequeños que podamos poseer y organizar. “Esto es mejor que lo otro”; “Ellos son los malos”; “Nosotros somos los buenos”; “Yo soy un patriota”; “Tú eres un idiota”; “Y tú más”; “Y tú menos”.
Pero ahora ya nada importa. Ahora sólo me queda imaginar, sin vivir, que algún día este país fuera capaz de construir, en vez de muros y trincheras, un terreno neutral con una bandera blanca ondeando en su centro. Un lugar desde el cual fuera capaz reconstruir todo lo que ya se ha sangrado. Pero es difícil creer que matarnos entre amigos, hermanos o vecinos, no se quede impreso en el ADN de los hijos y de los nietos por venir. Solo ellos podrían poner fin a esto. Yo hoy no sé cómo hacerlo.
Pero al igual que el rencor se irá reencarnando generación tras generación, espero que el amor sea quien agudice el ingenio y que, con él, las próximas generaciones, ganen el combate a la idiosincrasia humana. Y que la próxima guerra, porque la habrá, sea contra un adversario sin rostro.
Quizás un virus, más allá del de la estupidez humana, fuese capaz de cambiar las cosas. Un virus desconocido y letal, que nos hiciera trascender los colores y las ideologías que, en este año de 1936, nos está pudriendo como país. Pero solo lo puedo imaginar, que no vivir…
Qué hubiera sido de nosotros sin contiendas de por medio.
Malditas sean todas las guerras.