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Entrevista

Ani Galván, escritora: “Abrir las puertas de lo privado puede forjar lazos con la historia colectiva”

La escritora Ani Galván | LAURA DEL VALLE

Alfonso García-Villalba

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Ani Galván (Murcia, 1992) presenta este sábado 17 de diciembre, a las 12.30h y en Libros Traperos, Murcia, Educación de una cortesana (Torremozas, 2022), poemario que ha sido premiado con el Carmen Conde de poesía en su última edición. Educación de una cortesana es un libro deslumbrante que, en su propia estructura, tiene una dimensión tanto física como sentimental. En sus versos tienen cabida tanto la frustración como la liberación y, tal y como afirma la propia autora, hay también “un poso de gratitud y reconocimiento”. Seguramente Ani Galván querrá disimular la relevancia de esta Educación de una cortesana, pero probablemente su apuesta poética es de las más sugerentes que podamos encontrarnos ahora mismo, una propuesta que se mueve dentro de la penumbra aunque no deja de lado la posibilidad del resplandor.

Vamos a jugar. Ten en cuenta que en este juego tus respuestas no tienen por qué ser verdaderas, con pretensión realista o testimonial, autobiográficas, personales… Aquí lo importante es lo creíble, no la verdad. Así que te puedes inventar las respuestas mientras se atengan al principio de verosimilitud, ¿de acuerdo? Empecemos pues. ¿Crees en la poesía como una forma de la ficción?

Creo en la poesía como una forma de la imaginación. Si la ficción entra dentro de los caminos de esa imaginación, tal vez sí lo sea.

En uno de tus poemas se puede leer: “esta no ha sido una historia de amor entre tu cuerpo y el mío / acaso una historia de amor entre mis palabras y las tuyas”. ¿Es lícito confundir cuerpo y lenguaje?

Lícito, no sé. Pero sí es habitual, a menudo. Después de todo, hablamos de los gestos como de algo que se descifra, de las manos como algo que se lee… el cuerpo se nos aparece como un instrumento al servicio de un propósito (el mensaje), que se oculta de alguna manera. Me interesa ese cuerpo mistérico y matemático, y explorar las muchas formas de desvelarlo, descodificarlo (incluso destruirlo); de ponerlo en relación con otros cuerpos. Siempre vuelvo a ese maravilloso pensamiento de Barthes: “el lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro”.

Y ya que hablamos lenguaje y de ficciones (y fricciones) y, en definitiva, de historias: ¿por qué “sólo las leyendas y las mentiras permanecen”?

Porque, tras el acontecimiento, nos quedan la imagen y el relato. Ambos vinculados a ideales, recuerdos, expectativas, imprecisiones… lo que somos permea en lo vivido y lo deforma (o, ¿quizá, lo conforma?). Es un asunto complejo eso de la barrera entre realidad y ficción. Si dicha barrera existe (no lo tengo tan claro), es, sin duda, bastante endeble.

En tu poema “Un páramo” dices: “no te quedas pero me incitas / a dormir con dulzura / de quien me sabe a salvo en el sueño”. ¿Crees que el sueño y la poesía son familia? ¿Es el sueño un lugar en el que estar a salvo? [¿Y la poesía?]

Si entendemos los sueños al estilo freudiano (deseos reprimidos), son lo contrario a un lugar seguro: el deseo evidencia, desestabiliza y confronta nuestros límites. Algo no necesariamente malo, pues esos límites también desatan las aspiraciones, las teorías… de nuevo, los juegos de la imaginación. En esa delicia que es el Diccionario de símbolos, Cirlot se refiere a los sueños como “portadores de verdades ocultas concernientes a la vida profunda de la psique”, y señala cómo algunas culturas les otorgaban un valor premonitorio. Quizá podríamos decir que el sueño y el poema se parezcan a eso: a una premonición. Tan ciertos como inciertos, tan promesa como amenaza.

¿Es el sueño un lugar oscuro o luminoso entonces?

Un lugar fronterizo entre ambos. ¿La penumbra, tal vez? Que, por otra parte, es la clase de lugar que más me atrae transitar, al menos en la escritura.

Indudablemente hay penumbra dentro de tus textos. Sin embargo, en ciertos poemas presentes en Educación de una cortesana se puede tropezar con cierto léxico relacionado con la luz. Sucede así, por ejemplo, en “Un ritual de Samaín”. Palabras como cirio, llama, fulgor, el verbo encender, etc. aparecen en sus versos. Y en “Una sentencia” hablas sobre “habitar resplandores”. Si el símbolo digamos que establece una correspondencia entre una realidad o un concepto espiritual para hacer referencia a otra cosa, ¿a qué haría referencia el resplandor o (si lo prefieres) la luz en este poemario?

Puede que sea una de las metáforas más obvias; a estas alturas es difícil resignificar algo como la luz. Desde luego, no creo que esté en mi pluma conseguirlo. ¿Acaso la luz puede remitir a otra cosa que no sea a sí misma? Partiendo de esto, mis referencias son cristianas, inevitablemente. La luz apunta a la trascendencia: la luz es Dios, en la luz está Dios (I Juan 1:5-7). Es una luz cuyo fin último es iluminar al otro, darse al otro. Como dice el Evangelio de Lucas (8:16): Nadie enciende una lámpara para después cubrirla con una vasija o ponerla debajo de la cama, sino para ponerla en una repisa, a fin de que los que entren tengan luz.

Siempre he entendido el amor como la voluntad de compartir esa luz (o su resplandor, quizá sea lo único a lo que podamos aspirar). Tengo un tatuaje a propósito de esta idea, una vela encendida. Cuando me lo hice, se me venía a la mente todo esto, pero también los versos de Pizarnik: Antes fue una luz / en mi lenguaje nacido / a pocos pasos del amor. Esa correspondencia entre el encender/arder/resplandecer con el creer/hablar/amar (aunque sea torpe, limitada, erradamente en ocasiones), es la que atraviesa el libro.

Por otra parte, en diferentes poemas parece haber una mayor presencia del desencanto y la voz poética llega a afirmar: “yo pondré rumbo al bosque de niebla”. ¿Cuál es (por decirlo de alguna forma) el balance de este libro? ¿En qué lado de La Fuerza se queda?

Por seguir la galáctica analogía, creo que mi cortesana sería algo así como Anakin Skywalker antes de sucumbir al lado oscuro: inflinge ciertos daños, enfrenta deseos incómodos, tienta algunos límites movida por la curiosidad de saber hasta dónde llegan; se ve tentada a dejarse arrastrar por ciertos dolores, ciertas furias. Pero no acaba de quebrarse del todo y sigue enarbolando la posibilidad de la ternura y la sorpresa. Se inclina hacia la incertidumbre de ser quién es, e incluso la abraza.

Y pregunto esto porque, por ejemplo, hay ciertos versos que transmiten perfectamente el desengaño: “el del amante es tacto indiferente / virará hacia otra herida con astucia”. Un desengaño que, en ocasiones, se tiñe de cierta frivolidad, pero una frivolidad que, desde mi punto de vista, va más allá de la superficialidad y que es, más bien, todo lo contrario: una suerte de respuesta y actitud vital ante el desconsuelo.

En el caso de ese poema, ese viraje final del amante para esquivar la herida puede tener una lectura ambivalente: puede ser mera indiferencia, pero también deferencia. Hay algo de elegancia en pasar por la herida ajena con discreción, omitiéndola sin recrearse ni señalarla; permitiendo que sea ella la que se confiese a sí misma cuando lo decida.

En cualquier caso, el desengaño sí forma parte de la trayectoria de la cortesana, del mismo modo del que forma parte del discurso amoroso. Y es un desengaño en dos actos. Uno: reconocer la posibilidad de que el amante no me ame como yo necesito ser amada (bien por desconocimiento, por naturaleza o por elección). Dos: ante ese amor desencajado, escoger mi respuesta (adaptación, confrontación, ruptura…). A la postre, la cortesana se aproxima al desconsuelo desde el interrogante: ¿qué hacer con ese dolor? ¿Construir a partir de él, desterrarlo? La madurez es, descubre, la ineludible carga de escoger.

Si profundizamos un tanto más en torno a estas ideas, podríamos decir que el desengaño llega a transmitirse de forma rotunda y demoledora en versos como: “Nadie a mi alrededor repara en tu huella”.

Sí, volvemos a la importancia de los relatos. En la pérdida del amante, la cortesana descubre un nuevo matiz de dolor: desde fuera, nadie es consciente del peso de esa ausencia cotidiana con la que convive. Esta soledad le resulta conflictiva: si lo vivido sólo es real para los amantes, ¿qué ocurre cuando el otro desaparece? En soledad, ¿lo vivido pierde estatus de realidad?

En líneas generales (y aunque pueda sonar contradictorio para quien no haya leído el libro o incluso para ti o para mí), también se percibe una suerte de fe y confianza, hacia la realidad (¿o hacia una misma?). Así ocurre, sin ir más lejos, en “Una amazona” donde dices que “un escudo de punzante / suavidad / sabrá protegerme”. ¿De qué hay que protegerse?

De la propia violencia que se nos inculca como manifestación definitiva de fortaleza. En la retórica patriarcal, se asocia esta fuerza al progreso, a la protección, a la supervivencia en un mundo hostil. Pero enredarse en esa retórica supone, para nuestra cortesana, la pérdida de su propia naturaleza. No es una armadura a su medida. En consecuencia, decide vestirse de suavidad como arma inédita.

En ese mismo poema, hay versos que dicen: “¿y si el cuerpo no fuera pantalla para la visión de sus ficciones?” Los que le siguen prolongan las preguntas y, a decir verdad, resultan una suerte de manifiesto de la cortesana que parece revelarse de su condición. ¿Podemos verlos en ese sentido?

En efecto. Es una especie de arco de aprendizaje en el que la cortesana pasa de entenderse como proyección de miradas y deseos ajenos, a agente plena y consciente de sus deseos y sus contradicciones. Cabalgar el ciervo en lugar de batirlo, como dice uno de los poemas. Conocer las dinámicas de esa caza y encontrar un modo de burlarlas, quizá incluso de hacer que jueguen a su favor.

¿Quién (o qué) es la cortesana?

Una mujer “erigida del polvo”, como escribo en el canto final. Una mujer que se construye en el intersticio de miradas, actos y elecciones, las que ejerce como las que sufre. Una mujer que, como cortesana, establece una relación con su cuerpo y su imagen no sólo deseando figurar para el otro, sino delimitando su espacio de poder. Y, en última instancia, aunque no menos importante: una mujer que ama. De todas las formas posibles (artista, amiga, amante, compañera), a pesar de las previsiones y con todas las consecuencias.

¿Cuál es el propósito para que una cortesana reciba una educación (entiendo que calculada y milimetrada)?

Tomar conciencia de sí misma, con todo lo que eso conlleva. Pero no es, necesariamente, un proceso de desencanto. No se trata de perder la inocencia, sino de labrarla hasta conseguir edificar con ella un pensamiento emancipador sobre el mundo.

Fíjate que, vista desde otro punto de vista, se podría decir que más que presenciar o leer una educación, el lector asiste al aprendizaje de la cortesana que, a lo largo de los versos, va construyéndose a sí misma. Casi que podríamos hablar de un autodidactismo emocional.

Esa era la idea. Una educación física y sentimental (en la propia estructura del poemario ambas quedan indicadas) que tiene como objeto hacerse a una misma, en este caso en relación con las personas que ama y la han amado. Tal y como ella concluye: hoy soy porque una vez / no supe ser sin nadie. Es por ello que, en la experiencia amorosa, hay frustración, hay crítica y liberación, pero también un poso de gratitud y reconocimiento.

Y, por otra parte, es una cortesana que, pese a su carácter a veces indomable, no renuncia a las raíces, a las enseñanzas que en la infancia podemos recibir tal y como sucede en “Una infancia en el gineceo”. Éste es un poema en el que, además, se apuesta más por el ámbito privado que por el público como motor o generador de la Historia (en mayúsculas, sí): “gineceos condenados / a la ficción de las fábulas / en ellos y no en las ágoras / estuvo siempre hirviendo la Historia”.

Creo en la potencia de esas pequeñas historias que no son pequeñas en absoluto. Abrir las puertas de lo privado, más allá de una exhibición o confesión, puede también forjar lazos con la historia colectiva. Lazos que pueden ser (y a menudo son) profundamente políticos.

En tu libro utilizas, en algún momento, conceptos como hambre y sed y, en algún momento, he llegado a recordar algunas páginas de Los años del hambre de Olivia Martínez Giménez de León. ¿Crees que la irrefrenable sed y el hambre indómita revelan personalidades sensatas o esa dualidad hambre/sed traducen cierto tipo de inestabilidad, tal vez perturbación?

Algunos contrapondrían la sensatez a esa búsqueda irrefrenable, pero si consideramos la sed y el hambre como síntomas, ante todo, de curiosidad… ¿qué hay más sensato que ser curioso ante un mundo de infinitas opciones, o ante una vida cuyo devenir desconocemos?

¿Toda cortesana díscola está sedienta y/o hambrienta?

Las cortes disponían (entre otras argucias decorativas) de espejos, con los que escrutaban y se escrutaban en los demás. También de divertimentos musicales; de vestimentas, perfumes, banquetes… Del mismo modo, en la educación de nuestra cortesana, es parte imprescindible (y también divertida) el despertar, entrenar y elevar de los sentidos.

Incluso en “Cantiga de amiga” se puede leer: “querer o tener nos revolvemos / como grandes predadores en sus jaulas”. ¿Qué somos los seres humanos? ¿Tenemos salvación? ¿Será alienígena nuestra redención?

Los seres humanos también somos (como, a menudo, olvidamos) animales. Una de infinitas especies arrojadas aquí para sobrevivir (y convivir). Como cristiana, debería tener una visión de la redención bastante concreta. Pero, haciendo honor a nuestras charlas sobre conspiraciones ufológicas (y a la niña astronauta que todavía vive en mí), concederé que es tentador que esa redención se postergue hasta después de conocer a E.T.

Y, para terminar, ¿puedo hacer una pregunta tonta? También en ese poema que acabo de mencionar aparecen unos versos que me llamaron especialmente la atención: “Mefistófeles / insumisión perlada esplendor azulino / como el mar de Aral letal si te aproximas / un gato que no vuelve si se marcha”. ¿Qué nos ofrece el mar de Aral como símil, metáfora, símbolo, lo que sea?

La amenaza del frío (una servidora considera potencialmente letal cualquier mar de temperatura inferior a la mediterránea). Y la amenaza de la desaparición. El mar de Aral se está secando; es uno de esos mares afectados trágicamente por nuestra mano (como nuestro familiar e igualmente simbólico Mar Menor). Pensé en cómo la experiencia amorosa puede asustarnos del mismo modo: desaparecer en la acción y la voluntad de ese otro que interviene en mi vida.

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