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La antesala del combate entre gladiadores y fieras: lo que revela la 'fossa bestiaria' hallada en el anfiteatro de Cartagena

En Cartagena la historia es un libro que nunca se deja de leer. Es un viaje circular, un ciclo sin interrupción de más de dos mil años que prevalece en el plano geométrico de las calles del casco antiguo y que salta de pronto a la vista en algunos lugares que tienen la sórdida apariencia de una ruina.

Muchos siglos antes de que los arquitectos municipales descubrieran, a comienzos de la década de los 60, enterradas bajo la verticalidad de la fachada de la plaza de toros, las rocas grisáceas y los ángulos quebrados de un anfiteatro romano, el antiguo coliseo cartagenero había ido adquiriendo el color de los sueños de las poblaciones sucesivas que se establecieron en la ciudad.

Alto e impasible, construido junto a la cima de un cerro que separaba Cartago Nova de la explanada baldía de la península, el anfiteatro debió ser para los habitantes de la ciudad portuaria, en aquellas épocas, tan misterioso e inalcanzable como el mismo cielo.

“No sabemos con certeza cuándo se construyó porque todavía no ha aparecido ninguna inscripción ni nada concluyente. Sin embargo, los contextos cerámicos que encontramos en la cimentación del edificio nos dan la evidencia de que pudo ser hacia mediados del siglo I d.C.”. Parado bajo los aleros de la antigua puerta de la plaza de toros, José Miguel Noguera, catedrático de Arqueología de la Universidad de Murcia (UMU) y director científico de las excavaciones del anfiteatro de Cartagena mira los trabajos de los arqueólogos y asiste privilegiado al hallazgo del pasado.

En este espacio cercado por los muros carcomidos de herrumbre de la plaza el trabajo es simultáneamente un ejercicio cultural y una apertura de los tiempos. Hombres y mujeres vestidos con chalecos reflectantes y cascos de obra cepillan con pericia la suciedad de una serie de rocas, y hay contenida en sus caras una severa concentración de labor cotidiana.

Restos cromáticos

En el centro del ruedo los colores de las cosas se vuelven más terrosos. Varios obreros transportan en carretillas una amalgama ordenada de piedras. Las mezclan y las utilizan para levantar una tapia dorada que se superpone a una pequeña pared que asciende directamente desde el suelo. Noguera se acerca y la roza con las manos. “Este es el muro del púlpito. El que separaba la arena, donde se producía la batalla, del graderío. Estamos ahora implementando dos o tres hileras de sillares para recuperar su altura original”.

Cuenta el catedrático que, hasta el momento, se han encontrado en esa misma pared que acarician las yemas de sus dedos 11 capas distintas de pintura, lo cual permite deducir que la actividad del anfiteatro se prolongó durante más de un siglo. Restos cromáticos ensuciados de polvo, pintados a distintos niveles, como tratando de simular, explica, la suavidad y la lisura de la madera delatan, tras más de dos milenios, solidificados con la tierra, la preocupación y el buen gusto de los romanos por cuidar el aspecto de sus joyas arquitectónicas.

Explica Noguera que, en 1854, para construir la plaza de toros que hoy ya forma parte de la memoria visual de Cartagena, se depositaron sobre los vestigios del anfiteatro varias toneladas de tierra. Sobre esa tierra se elevaron después los contrafuertes y la circunferencia del ruedo.

En el interior penumbroso de una bóveda del anfiteatro albañiles iluminados por reflectores y subidos sobre andamios metálicos reconstruyen una parte de la fachada original de la plaza, y, entre la piedra irregular y ajada del monumento romano y el hormigón nuevo y pulido de la restauración se logran contrastes visuales de incontables siglos de distancia y de inusitada belleza. 

“Símbolo de confrontación perfecta entre la vida y la muerte”

Dentro de la bóveda no alcanza la luz del sol. Casi alcanzándola con los dedos, desde la sombra, la arena del anfiteatro es excavada por los operarios con sumo cuidado. “Justo ahí”, dice Noguera, “luchaban los hombres y los animales”, “y a su lado”, señala hacia una especie de rectángulo de roca, “sentados, esperaban su turno los demás gladiadores, como en un banquillo. Estarían a la expectativa, con la excitación de la batalla que estaban a punto de protagonizar. Uno tras otro, los irían llamando para luchar”.

“A la izquierda”, dirige Noguera, disimulada al final de una rampa pedregosa e irregular, “estaba la porta libitinensis”. Debe su nombre a Libitina, la diosa del inframundo. Por ella salían los animales y los hombres que morían en el combate. “Justo enfrente”, muestra el catedrático, donde ahora hay una puerta con forma de pico propia de la plaza de toros que los obreros van deconstruyendo paso a paso, “estaría la porta triunfalis”, la que cruzaban los victoriosos, parándose antes durante un instante, exhaustos, para apreciar a la multitud que los ovacionaba. “El anfiteatro es, en realidad, un símbolo, una confrontación perfecta de la lucha entre la vida y la muerte”, relata el experto.

Construido en un barrio residencial e industrial

No hay pared ni esquina cuarteada ni arco de acceso a una galería del anfiteatro que no lleve consigo, como una llamada constante, el imán de un misterio. Sus juegos anfiteatrales duraron poco más de un siglo, aunque nadie conoce todavía su longevidad exacta. A este lugar ahora derruido acudían las gentes de Cartago Nova para ver luchar a héroes como de mitología, a violentos gladiadores a los que admiraban como a estrellas del cine o de la música. Fue construido, relata Noguera, en la parte oriental de la ciudad, a las afueras, en una zona de corte residencial e industrial. Habría casas bajas y prósperos negocios de manufactura, y en los alrededores se escucharía un ajetreo monótono de puestos de venta.

Tras la caída del imperio romano el anfiteatro no volvió a utilizarse, y su envergadura de mole quedó, durante el transcurso de los siglos, a merced del expolio. Sus piedras y mármoles y sus cerámicas arcaicas, saqueadas por los habitantes sucesivos de las Cartagenas sucesivas, probablemente estén ahora en el interior de una gran parte de los edificios de la ciudad.

Cuando desembarcó por vez primera en el puerto, allá por el año 700, la civilización islámica quedó súbitamente impregnada por todo lo que los romanos habían sido capaces de construir. Hay poemas cartageneros de época andalusí en los que se denomina al anfiteatro como la Casa de los Leones: aquellos escritores bordeaban el cerro de la Concepción e imaginaban esa ruina altísima y silenciosa en todo su esplendor, con bestias agresivas rugiendo bajo el suelo y sonidos agudos de espadas chocando entre sí. A mitad del siglo XVIII, con la construcción del Hospital de Marina que linda con la plaza de toros, el anfiteatro se convirtió en una fosa común. A lo largo de la excavación se han encontrado centenares de cadáveres, de esqueletos y cráneos descompuestos.

Noguera lo expone todo y mira al horizonte del mar y de la bahía de Cartagena. Se sitúa, tras subir por una escalera metálica, sobre el esbozo de una columna inmensa de mármol que fue derribada mucho después de que el anfiteatro dejara de ser un coliseo de una masa volumétrica enorme, alto y arrogante sobre la ciudad como la proa de un buque, contemplado por la gente desde abajo, junto al puerto, o desde la distancia, a bordo de un barco, en el Mediterráneo, llegando a Cartago Nova. 

Un espacio ovalado que contiene toda la historia de la ciudad

Fue precisamente así, con el azar inaudito de un descubrimiento, como llegó, hace apenas un par de meses, la última de las revelaciones: la fossa bestiaria. Explica Noguera que los arqueólogos limpiaban la rampa de la porta libitinensis para llegar al nivel geológico, a la piedra del suelo. De pronto apareció un recorte semicircular. Después un escalón y una impronta en negativo de un hueco sobre el que se apoyarían vigas y tablones de madera. En ese espacio estrecho y subterráneo que discurre oculto bajo la arena los romanos guardaban a los animales para luego utilizarlos en las peleas. “La fossa bestiaria recorrería todo el ancho del anfiteatro, de un extremo a otro”, cuenta Noguera, ahora desde el primer piso de la fachada parcialmente restaurada de la plaza de toros.

Cuando terminen los trabajos, en una fecha futura aún por determinar, el experto prevé que se recuperará el 70% del monumento. “Desde aquí se puede comprender todo. En este espacio ovalado está contenida toda la historia de la ciudad”. La forma del anfiteatro sugiere en la parte ya descubierta un óvalo perfecto.

Exactamente esta es la vista que tendría el público desde el graderío. Justo detrás, como pinturas que revelasen la amplitud del mundo, varias ventanas rectangulares resaltan contra el gris de la fachada el azul irreal del mar, que se funde con el del cielo en la lejanía. Cartagena es el paso del tiempo: la mirada, en la ciudad, es un recorrido por la historia. Encima del anfiteatro, como vigilándolo, el castillo medieval de la Concepción se alza en la cima del cerro, y las plantas trepadoras crecen como geometrías vegetales sobre la rectitud de sus murallas. Un poco más abajo, a la misma altura de las gradas, un ascensor de hierro activa su mecanismo, y las personas que suben en el interior de la cabina se internarán, al cabo de unos segundos, en la penumbra y la angustia de los refugios contra los bombardeos de la Guerra Civil.

Bajo los cimientos de la plaza de toros, pisando la arena del anfiteatro, arqueólogos e historiadores excavan en la memoria de la antigua Cartago Nova. A cada cepillado, las paredes de piedra añaden a su historia y a su presencia el rastro de todas las miradas que se han detenido a contemplarlas.