Bernat Castany (Barcelona, 1977) es profesor de Literatura Hispanoamericana y Estudios Literarios en la Universidad de Barcelona. Es licenciado con premio extraordinario en Filosofía y en Filología Hispánica por dicha universidad. Su obra literaria incluye las dos novelas de intriga juvenil Piedras de carne (Editorial Progreso, 2007) y Estado crítico (Editorial Progreso, 2013), el libro de cuentos en verso Cuentos cruentos (Thule, 2007), a partir del cual la compañía Teatro Calánime realizó el musical Cuentos cruentos (Barcelona, 2012), y el cómic Materia dispersa (Dibbuks, 2014), junto con el dibujante Daniel Montero Galán. Aprovechando su paso por Murcia este jueves -en Libros Traperos, a las 19h.- para presentar su última obra, Más fácil todavía (Maclein y Parker, 2019) , charlamos con él sobre lo divino, lo humano, lo freak y lo gótico naïf.
Al vértigo existencial a través de imágenes naïf, estética decadente y poesía popular… ¿Se parece tu Más fácil todavía al tobogán de Estepona y, en caso afirmativo, qué nos va a pasar si nos tiramos por él?Más fácil todavía
Más fácil todavía es un libro que busca arrojar perspectivas inusitadas sobre nuestra propia existencia. Cada uno de los relatos en verso, o poemas narrativos, que componen este libro da un paso atrás para permitirnos ver mejor aquello que solemos obviar, por estar demasiado cerca. Valga como ejemplo el primer poema, “Más fácil todavía”, que le da título al libro, y que, invirtiendo el lema circense “más difícil todavía”, muestra lo fáciles que son, en el fondo, las cosas, y lo muy difíciles que las hacemos, esto es, lo muy a mano que está la simple felicidad, y lo muy incapaces que somos de alcanzarla. El protagonista del poema es un acróbata, equilibrista o payaso, que realiza con total facilidad gestos cotidianos, como sentarse en una silla o echarse a dormir. Ahora que lo pienso, se trata de una especie de anti-payaso que, en vez de pisar rastrillos o caerse de las sillas, realiza feliz y fácilmente el mero hecho de vivir, ante un público que tiende a enredarse en los problemas más triviales y en las infelicidades más prescindibles. Podríamos decir, incluso, que el hombre de la pista es un virtuoso, ya que, como dijo Aristóteles, la virtud es hacer fácil lo difícil. Parece fácil tocar el piano cuando lo hace un virtuoso, pero cuando somos nosotros los que lo hacemos, parece una tarea imposible. Lo mismo sucede con ese hombre feliz, que lo hace todo fácil. Lo cierto es que el problema que tiene el público que asiste a este primer número no reside siquiera en que no sabe hacer fácil lo difícil, sino en que no es capaz siquiera de hacer fácilmente lo fácil, que es, simplemente, vivir; y es que los seres humanos tendemos a dificultar el mero hecho de vivir con todo tipo de problemas ficticios y sobre interpretaciones equivocadas, haciéndonos la vida mucho más difícil e infeliz de lo que en verdad podría ser.
Todos los poemas de Más fácil todavía intentan despertar en el lector (de una forma más intuitiva y estética de lo que acabo de hacer yo aquí) este tipo de reflexiones, a la vez filosóficas y humorísticas. Eso es lo que pasa, por ejemplo, con “El truco”, donde un conejo que acaba de ser extraído de la chistera de un mago se queja de haber sido arrojado a la existencia sin que nadie le pidiese permiso; con “El león”, que recoge los pensamientos de un león de circo que se pregunta, mientras alberga la cabeza de su domador dentro de su boca, por qué no es capaz de cerrarla, liberándose así de tanta indignidad; con “El funambulista”, que evoca los pensamientos de un funambulista con déficit de atención, que pone su vida en riesgo, por no poder concentrarse en lo que está haciendo; o con “El equilibrista”, que narra la frustración de un equilibrista que no logra ahorcarse, porque, por deformación profesional, no es capaz de caerse de la silla sobre la que está subido.
En todas estas historias, además de la sonrisa mental que puede despertar el hecho de romper las expectativas y ofrecer una visión inédita de las cosas, se busca hacer pensar, o simplemente nombrar, algunos problemas filosóficos, como el sentido de la existencia (“El truco”), la domesticación espiritual (“El león”), la imposibilidad de estar presentes en nuestra propia vida (“El funambulista”) o la incapacidad para romper con lo que se es, o se cree ser (“El equilibrista”).
Álbum, libro-objeto, cuaderno ilustrado… ¿cómo denominas tú a esta ambigua maravilla?
Como si fuera un funambulista, este libro camina alegremente por la cuerda floja de la ambigüedad literaria. Algunos de los límites que este libro violenta (no tanto por provocar, como porque no le provocan) son aquellos que separan la literatura “seria” de la “humorística”; aquellos que dividen la literatura “para adultos” de la “infantil”, que C. S. Lewis definió como aquella literatuar que también puede ser leída por niños; aquellos que diferencian la “alta cultura”, en general, y la poesía “culta”, en particular, dominada por la convención del verso libre y una cierta vaguedad etérea, de la poesía “popular” (dentro de la cual entran también las letras de tangos, milongas, raps, cumbias, corridos o canciones infantiles), a la que suele asociarse la rima, el ritmo y una cierta sugerencia narrativa; y aquellos que distinguen el libro “a secas” del libro “ilustrado”.
Todas esas divisiones son artificiales, y no hacen más que empobrecer la literatura. Podríamos decir, incluso, que el realismo no es posible sin este tipo de ambigüedad, por la sencilla razón de que en el mundo todo está entremezclado: la muerte y la vida, el amor y el odio, la libertad y la servidumbre. Deberíamos, pues, ser capaces de declinar nuestra lengua de una forma más ambigua, o por lo menos compleja. ¿Por qué hablamos sólo de “libertad” y de “servidumbre”, y no también de “libredumbre”, tal y como propuso Miguel Ángel Asturias? No se trata, claro está, de ir creando neologismos a cada verso, pero sí, al menos, de declinar y disponer las viejas palabras de tal manera que queden lo suficientemente abiertas para que den cuenta del mayor número de experiencias y de perspectivas.
Pero no sólo las palabras, sino también las obras deben ser hospitalarias con la ambigüedad del mundo. Es artificial separar lo infantil de lo adulto, puesto que todo niño sufre y goza experiencias que consideramos propias de los adultos, como el amor, la ira, el miedo o el paso del tiempo, y todo adulto dialoga constantemente con el niño que fue, o por lo menos con el que se imaginó que era. También es artificial, y empobrecedor separar la seriedad y el humor, ya que ambas perspectivas y experiencias se entremezclan constantemente, desde la evaluación general de la existencia como tragicomedia, hasta los chistes que suelen contarse en los entierros. Tampoco tiene sentido separar la poesía de la ilustración (aunque tampoco es obligatorio mezclarlas), porque a los palacios adyacentes del arte y el pensamiento se puede entrar por muchas puertas, y no podemos decir que conozcamos esos laberintos si no hemos recorrido sus múltiples caminos.
Lo cierto es que existen otras tradiciones en las que estas separaciones han sido felizmente desatendidas, como, por ejemplo, la literatura inglesa, donde autores como Swift, Chesterton, Stevenson, Carroll, o incluso Borges (que se consideraba un escritor inglés en lengua española), no tuvieron problemas en mezclar el humor y la disquisición metafísica; el interés infantil por la aventura iniciática y la reflexión sobre la muerte; la alta cultura y la subliteratura; y la poesía y la narración.
Finalmente, la ambigüedad es también un acto de resistencia frente a la mercantilización de la literatura, que busca etiquetar y clasificar todos los “productos”, con el único objetivo de racionalizar y aumentar los beneficios. Esto puede ser, claro está, un problema para la difusión del libro, que muchos libreros no sabrán donde ubicarlo, pero no hay aventura sin riesgo. Si tuviese que resignarme a clasificar este libro extraño, diría que es un libro ilustrado de relatos en verso o de poemas narrativos.
¿Cómo habéis organizado el trabajo Pere Ginard y tú para correlacionar texto e ilustración?
Pere Ginard y yo (que firmaba en aquel entonces con el seudónimo Dino Lanti) ya colaboramos en la composición e ilustración del libro Cuentos cruentos, publicado por la editorial Thule, en el año 2007, y que fue la base del músical homónimo que estrenó la compañía Teatro Calánime, en el 2014, y que desde entonces hasta la actualidad se ha ido reestrenando en diversos teatros de Barcelona y Madrid. En Cuentos cruentos, Pere Ginard utilizó otro registro de dibujo, que imita el trazo infantil, y que nos pareció también muy adecuado para captar esta especie de reflexión acerca de las relaciones entre la infancia y la vida adulta, que no deja de ser una reflexión acerca del tiempo, y sus efectos.
Lo cierto es que la coautoría es otra de las ambigüedad que practica este libro, porque los textos y las ilustraciones están al mismo nivel, aunque hablen desde lugares diferentes, como dos indios mandándose señales de humo desde dos montañas separadas.
Por otra parte, algo que sorprende en nuestros días, en el mundo del álbum ilustrado es la gran desproporción que suele existir entre el altísimo nivel de las ilustraciones y el de los textos, muchas veces reducidos a meros pretextos para un alarde gráfico. En este caso, ni yo he hecho las ilustraciones, ni Pere ha hecho los textos, sino que cada uno de los dos hemos tratado de dar lo mejor en nuestros respectivos campos, tratando, al mismo tiempo, de preservar cada uno su autonomía. Me parece que ese difícil equilibrio es uno de los méritos de este libro.
¿Por qué sigue siendo tan poderoso, el mundo del circo, en nuestro imaginario popular?
Todos los poemas que componen este libro giran en torno al mundo del circo. Lo cierto es que este mundo tiene un gran potencial literario, que ha sido frecuentado, a lo largo de la historia, por diversos autores. Me atrevería a afirmar, incluso, que existe una tradición literaria circense, en la que este libro se inscribe. ¿A qué responde la potencialidad literaria (o fílmica) del mundo del circo? Probablemente a muchas razones, algunas de las cuales no soy capaz de imaginar. Con todo, trataré de decir unas palabras sobre aquellas que creo haber intuido.
En primer lugar, el circo es un espacio en el que coinciden niños y adultos. De un lado, los niños no sólo miran, ríen, temen o contemplan, en tanto que niños, sino que también tienen vislumbres de la vida adulta, ya que ven los cuerpos musculosos de los acróbatas, los cuerpos casi desnudos de las trapecistas, el humor a veces negro de los payasos, un ambiente seductoramente melancólico... Del otro lado, los adultos no sólo miran, ríen, temen o contemplan, en tanto que adultos, sino que también tienen vislumbres de los niños que fueron, mirando de reojo a los niños que acompañan. Por eso podemos afirmar que todo circo es de doble pista, independientemente de lo grande que sea, ya que goza de una ambigua profundidad que lo dota de una gran densidad filosófico-literaria.
En segundo lugar, el circo es un mundo ambiguo, a la vez alegre y melancólico, decadente y eterno, lleno de personajes sobrehumanos e impotentes, atractivos y siniestros... Todo lo cual favorece la condensación de un gran número de resonancias y sugerencias.
En tercer lugar, el circo armoniza con toda una serie de tópicos e imaginarios como los del “teatro del mundo (”circo social“ es una expresión que sigue plenamente vigente en nuestros días), el carnaval, la mascarada, lo mágico, lo marginal, lo fantástico o lo siniestro. Me atrevería a decir, incluso, que existe un elemento circense en el mundo de las redes sociales, donde proliferan las caídas, las anomalías, las rarezas, los portentos... hasta el punto de que podemos ver internet como una especie de circo global con el que buscamos dominar, domesticar y banalizar el miedo que nos produce lo extraño.
En cuarto lugar, el circo es un mundo cerrado y coherente, sobre el cual se puede crear un escenario literario, a la vez diverso y unitario, lo cual es beneficioso para dotar de coherencia y libertad un libro; construir con unas pocas referencias, un ambiente o un personaje, lo cual es necesario para la composición de poemas narrativos; y jugar con las expectativas de los lectores, lo cual facilita efectos sorpresivos, a la vez cómicos y metafísicos.
Finalmente, el circo es un lugar propicio para la reflexión filosófica, ya que los números que suelen componer un espectáculo circense constituyen una reflexión o problematización de todos nuestros gestos cotidianos (andar, saltar, sentarse, saludar, aplaudir...), lo cual permite todo tipo de reflexiones (explícitas o implícitas) acerca del carácter limitado, pasajero, contingente o milagroso de nuestra existencia.
De un lado, algunos de esos gestos cotidianos aparecen potenciados, como, por ejemplo, saltar, en el caso de los acróbatas; caminar, en el caso de los equilibristas; levantar, en el caso de los forzudos; o manipular, en el caso de los malabaristas. Ver a esos artistas realizar en su máxima potencia los gestos que nosotros apenas esbozamos en nuestro día a día, nos produce una alegre sensación de admiración, puesto que, como afirmaba Aristóteles, y desarrolló luego Spinoza, la alegría surge del mayor o menor cumplimento de una determinada capacidad.
Del otro lado, en el circo no sólo se potencian los gestos cotidianos, sino que también se los dificulta, que es, precisamente, lo que promete el lema circense “Más difícil todavía”. En efecto, muchos números de circo consisten en la obstaculización de uno u otro gesto cotidiano, como en el caso del equilibrista, que camina sobre una cuerda floja; del acróbata que salta con los ojos vendados; del malabarista, que prende fuego a los objetos que manipula; o de los payasos, esos grandes dificultadores, que tropiezan al caminar, se equivocan al saludar, y no son capaces de sentarse, sin grandes complicaciones, en una silla plegable.
De forma general, los dos movimientos que acabo de describir –facilitar y dificultar-, suelen combinarse y potenciarse en un mismo número, como sucede, por ejemplo, en el caso del “Funambulista”, que potencia el andar, al realizarlo sobre en las alturas, y, a la vez, lo dificulta, vendándose los ojos. De ese modo, el espectador siente, a la vez, alegría y asombro, angustia y reconciliación. Muchos de los poemas de este libro juegan con ese tipo de ideas y sensaciones.
Tim Burton, Henry Selick, Edward Gorey, Maurice Sendak o Neil Gaiman vienen a la mente al leer este “Más fácil todavía”... ¿Te identificas con esa particular mezcla entre lo enfermizo, lo infantil y lo freak?
Me identifico con esa tradición, en general, aunque no con todos esos nombres, en particular. Además de Edward Gorey, Tim Burton, Tomi Ungerer o Neil Gaiman, que he leído a menudo, también sigo otras tradiciones que comparten esa misma pulsión libertaria, unida a un interés por una poesía narrativa, más accesible y anticonvencional, como sería la antipoesía de Nicanor Parra, la poesía goliardesca, el romancero, los corridos, la “chanson” francesa, de Brel a Renaud, las nursery rhymes o el rap. En este libro no pienso directamente en ningún poeta canónico (salvo Nicanor Parra, quizás), no porque no me interesen, sino, simplemente, porque prefiero cambiar de juego, y empezar desde otro lado.
Pero este libro no sólo ha recibido influencias literarias, sino también vivenciales. El hecho de haber tenido tres hijos en los últimos diez años me ha llevado a volver a tener contacto con algunos de los imaginarios infantiles más frecuentados por esos “locos bajitos”, lo cual me ha habituado a releerlos desde una óptica más adulta e irónica. El niño es, quizás, el último avatar del “buen salvaje”. Después de la desaparición o corrupción del “buen salvaje” americano o polinesio, no nos quedan lugares exteriores a la civilización moderna sobre los cuales proyectar nuestras fantasías escapatorias. Eso ha puesto en marcha toda una serie de nostalgias pasadistas (la era nacional para el nacionalismo o la época primitiva para la paleodieta), esperanzas futuristas (la técnica, ciertas fantasías post-apocalípticas) o atemporales (la infancia, la locura). Eso hace que el niño, ya como personaje, ya como perspectiva, sea un tema tan habitual en nuestra época. Este libro explora esa vía, pero no idealiza a la infancia (ni la demoniza), sino que la usa como una perspectiva exterior para tratar de comprender mejor algunos de los problemas, y soluciones, existenciales con los que los seres humanos estamos obligados a tratar: el miedo, el valor, el tiempo, la sumisión, la solidaridad, el absurdo o el pensamiento.
Finalmente, si tuviese que inventarme un subgénero diría que este libro practica una especie de “gótico naïf”, ya que, de un lado, adopta una perspectiva o imaginario infantil, y, del otro, reflexiona sobre temas que, aunque nos afectan a todos, sólo los adultos suelen tematizar. Es gótico también porque el adulto es presentado como la sombra o la deformación de aquello que prometía, o se prometía, el niño. Pienso, por ejemplo, en aquel refrán árabe que dice: “que el adulto que eres no decepcione al niño que fuiste”. Podríamos hablar, incluso, de un “zombi naïf”, ya que el adulto es visto como el cadáver andante del niño que fue. No se trata, en todo caso, de un libro “infantil”. Personalmente, creo que hay que preservar y alargar los mejores aspectos de la infancia (esa ingenuidad alegre consistente en pensar que todo es posible y ese culto reverencial hacia la amistad, el valor y la aventura). En todo caso, aun dirigiéndose fundamentalmente a un público adulto, este libro no sólo busca reflexionar o representar, sino también hacer sonreír y disfrutar mediante los juegos de palabras, las visiones inéditas y la creación de personajes entrañables que armonicen con nuestras propias alegrías e inquietudes.