Cuando llegas a Lodo (Lengua de Trapo, 2023) no sabes el grado en que, como lector, te vas a enfangar. Entras en sus páginas y ya con los primeros pasos sientes que el cieno va más allá de los tobillos, de las rodillas. Se te mete dentro: en la boca, bajo el plexo solar, en la conciencia (sobre todo ahí). Y en este completo lodazal en el que se habla de muchas y muchas cosas aparte del ecocidio del Mar Menor, poco es lo que se salva y queda en pie. Como ya sucediera en Autocienciaficción para el fin de la especie (H&O Editores, 2022), Begoña Méndez articula un discurso sugerente y evocador en el que ideas aparentemente poco afines se engarzan y tejen con el desastre medioambiental. Tal vez ésa sea una de las marcas que definen la literatura de la autora: la hiperconexión (y una dialéctica que te golpea y te hace estar despierto en cada giro, a cada paso de página). Aprovecho su visita a Murcia este sábado (12h., en Libros Traperos) para entrevistarla a propósito de este libro.
En Lodo reflexionas, entre otras cosas, en torno a la clase trabajadora alienada en vacaciones pagadas del (o por el) Imserso o sobre el exterminio diario de catorce mil cerdos en El Pozo. Sin olvidarte de hablar acerca de cuerpos ultrajados y mujeres a las que nadie habla o escucha. Y, a decir verdad, lo realmente fascinante y perturbador es el modo en que, en determinado momento, identificas todo lo anterior con La Manga y el Mar Menor. Al fin y al cabo, en tu libro, La Manga y el Mar Menor no son más que todo ese proletariado marioneta, todos esos cerdos en el matadero o esos cuerpos degradados sobre los que escribes. ¿En qué momento sientes que es inevitable para ti equiparar tales elementos con la degradación de la laguna?
Vivimos en un sistema capitalista que sienta sus bases en la acumulación, la productividad, el control de los deseos, la invención de necesidades que empujan al consumo y la explotación de cuerpos. A partir del momento en que la conciencia ecológica te revela que los territorios son entidades vivas o sistemas-cuerpo en muchos casos expoliados y relegados a una consideración meramente instrumental me parece natural establecer esos paralelismos con cualquier ecosistema dañado. Los viajes del Imserso tienen algo de obsceno o de perverso: siento que de algún modo han secuestrado a los jubilados su derecho al descanso y al ocio, entendido como una actividad creativa, liberadora y ajena a la productividad, la necesidad y el lucro. Me parece que los han instrumentalizado para seguir produciendo / alimentando la maquinaria del turismo, sobre todo el de temporada baja. Los instan a la hiperactividad y al consumo o, lo que es lo mismo, a atiborrarse de experiencias y alimentos que no necesitan (el espectáculo del bufet libre de los hoteles tiene algo de La Grande Bouffe, la película de Marco Ferreri); del mismo modo, a los campos de Cartagena y al Mar Menor los han obligado a acumular nutrientes que sus organismos no necesitan y que son incapaces de metabolizar.
Por otro lado, los cerdos sacrificados en las macrogranjas son vidas que solo importan para ser exterminadas y convertirlas en negocio cárnico, exactamente igual que ocurre con la laguna y las tierras transformadas en campos de regadío: cuerpos violentados sistemáticamente para ser servir al gran negocio alimentario. En todo caso, proletarios sometidos a un mismo programa dietético / ideológico, ahí donde proletario significa clase social cosificada, entidad colectiva definida por la disponibilidad de sus cuerpos al servicio del lucro, es decir, reducida a un activo que produce; esa es exactamente la misma reducción a que ha sido sometido el sistema lagunar y su entorno. Creo que hay una pregunta esencial que funda la posibilidad de una acción política y que es “¿Quién eres tú?”, un interrogante que supone considerar al otro como un sujeto con derecho a existir y capaz de responder; pues bien, esa voz que históricamente le ha sido negada a las mujeres y a los parias es la misma voz que le ha sido sustraída al Mar Menor y, en general, a todos los ecosistemas explotados del planeta.
En Lodo hay mucho de memoria. De recuerdos que tal vez sean pura fantasía, por ejemplo. Es curioso que el nombre científico del caballito de mar sea hipocampo. Curioso porque el hipocampo, como una de las principales estructuras del cerebro humano, desarrolla funciones muy relevantes en relación con la memoria. En determinado momento pareció obvio que el movimiento ciudadano surgido en defensa del Mar Menor se sirviera casi desde el principio del caballito de mar como símbolo, sobre todo por su presencia en la laguna (en modo fantasma y Guadiana cada vez más). ¿Crees que, tal vez, haya cierta amnesia colectiva en relación con este ecocidio, algo así como una memoria ficcional dentro de la sociedad? ¿Se ha mirado hacia otro lado durante años?
Creo que existe una suerte de conciencia ecológica también desde las derechas, pero se trata de una conciencia eminentemente nostálgica y hundida en la exaltación de la patria y del paraíso perdido que es muy peligrosa, porque desactiva nuevos modos de pensar y de ocupar el mundo. No hay pasado al que regresar, sino un futuro por habitar, un futuro que pasa por pensar otros vínculos con la tierra, nuevas formas de usar el mundo sin apropiarse de él y sin consumirlo. El caballito de mar es un símbolo hermosísimo que moviliza la conciencia de la pérdida, pero que tiene el peligro, como todo símbolo, de hacer desaparecer al animal real, una vida vulnerable y en peligro de extinción por causas antropocéntricas, un ser agonizante, un animal moribundo como moribundo es el ecosistema donde mora. No se trata de exhalar suspiros melancólicos, sino de buscar soluciones reales a problemas reales. Por supuesto que no impugno la necesidad que las personas tienen de sentirse afligidas ante un entorno ayer luminoso y hoy devastado, lo que digo es que desde ese lugar pocas cosas pueden hacerse por asegurar la supervivencia de La Manga del Mar Menor.
En algún momento del libro haces hincapié en el modo en que las tierras de secano próximas al Mar Menor, han sido en las últimas décadas transformadas en regadíos como si de un kibutz delirante y no planificado se tratara. Incides en las consecuencias que ello ha tenido en la aniquilación de la laguna. Escribes sobre la falta de sed o sobre el miedo y la codicia y las plantas desaladoras o acerca de pozos de aguas subterráneas completamente esquilmados y agotados. Hablas del “imperio humano de cálculo y consumo” y hablas, también, sobre el miedo al desierto. ¿Qué nos sucede que, como especie, parecemos no adaptarnos al territorio que habitamos?
Es cierto que hay mucho de colonialismo en el proceso de degradación de la laguna, en el sentido de que en el Mar Menor y su cuenca se ha instaurado un régimen político y económico de extracción y sobreexplotación de los suelos por parte de empresas privadas foráneas, pero también locales, que ha sido posible gracias a la connivencia de las distintas administraciones públicas tanto estatales como regionales. La transformación del secano al regadío intensivo ha sido un delirio, sí, pero un delirio, me parece, bastante bien planificado. Me resulta aberrante que en un territorio semiárido las lluvias se hayan convertido en un enemigo, y no en una bendición, a causa de su transformación a regadío intensivo. Paradójicamente, el miedo al desierto, emblema de las zonas invivibles, de territorios inhumanos y amenazantes, ha provocado una mayor desertización de los suelos y ha dado lugar a una laguna que ya no ofrece alimentos ni veranos apacibles, sino aguas putrefactas y asentamientos urbanos cada vez más degradados y poco aptos para la vida humana. Ese es “el imperio humano de cálculo y de consumo” del que hablo en Lodo: una concepción del planeta como tierra de extracción, una actividad humana que gasta, que destruye y que extingue.
Yo no soy científica ni experta en ciencias medioambientales, solo soy escritora. Y como escritora me gusta imaginar una especie humana que, como el resto de especies, usa el mundo sin agotarlo y sin apropiarse de él. El antropocentrismo, esa pulsión de ser los amos y los señores de la tierra que habitamos, es lo que Lodo pretende señalar como forma de terror y acto de violencia, una agresión que hiere a todos, incluidos a los humanos, y que no beneficia a nadie a largo plazo.
El libro crea una atmósfera desgarrada y desesperanzada. Y hablas sobre el modo en que el Mar Menor es idéntico a un cuerpo que es violentado y envenenado. Maltratado, sometido, ignorado. A lo largo del texto, tu propio cuerpo y tu conciencia o tus emociones parecen haberse contagiado por todo este martirio sistemático. ¿Has descubierto algo del género humano a lo largo de la redacción de Lodo que hasta ahora desconocieras?
El fango mancha, el lodo se agarra a la piel y a la ropa, en él se hunden los cuerpos, en él se hundieron mis pies. Es imposible sustraerse de la experiencia del barro corrompido, de su olor, de su textura, de la picazón que provoca, mientras que a tu alrededor los flamencos luchan por seguir señoreando la laguna. Claro que mi cuerpo y mi conciencia y también mis emociones se afligieron y se sintieron unidos al martirio de la laguna. La escritura del libro ha contribuido a que mi conciencia ecológica se haya hecho más honda, sobre todo gracias a mis conversaciones con personas que, desde la militancia ciudadana, trabajan no solo para dar a conocer el maltrato sistemático que sufre la albufera, sino también, sobre todo, para movilizar conciencias y cuerpos y tratar de otorgar a la laguna y a las tierras que la circundan la dignidad que merecen y mantenerlas con vida.
Salgo de este libro, pese al tono desesperanzado, con cierta fe recuperada en lo colectivo; por ejemplo, me parece un milagro que la ILP para dar al Mar Menor la consideración de persona jurídica con derecho a existir y a ser protegida se haya aprobado. Es una figura preciosa con una potencia brutal, ya que la laguna pasa de ser un mero objeto a ser un sujeto biológico, ambiental, cultural y espiritual. El salto del antropocentrismo al ecocentrismo me parece fundamental para comprender la vida en el siglo XXI. Pese a esto que te digo, sigo pensando que los humanos somos carniceros, una especie que abusa y que asesina en su propio beneficio sin ofrecer nada a cambio de esos sacrificios.
¿Y sobre ti? ¿Has experimentado, durante el trabajo de documentación del libro y tus idas y venidas a Murcia por tal motivo, algo en ti misma que aún fuera una incógnita?
Lodo es un ejercicio de indagación política, pero es además una búsqueda personal sobre qué significa para mí tener una pata murciana (mi familia paterna procede de distintos lugares de Murcia y del campo de Cartagena. Mi padre, sin ir más lejos, nació en Fuente Álamo, aunque vive en Mallorca desde niño). A lo largo de la investigación, de mis visitas a Murcia y también de mi escritura he descubierto que mi herencia murciana es sobre todo un enorme sentimiento de desarraigo. He heredado su condición migrante. No me siento de ningún lado o no, por lo menos, de un modo patrio. Sin embargo, he aprendido a amar mejor los territorios que me acogen y en los que vivo, he descubierto que se pueden establecer vínculos afectivos muy fuertes con tierras ajenas, que amar un fragmento del planeta significa interrogarlo, transitarlo y habitarlo para conocerlo mejor. Que somos con los entornos un mismo sistema-cuerpo y que es importante conocer su historia, indagar en las huellas que el tiempo inscribe en ellos. Lodo me ha servido también para sentir que he recuperado mis lazos con Mallorca, la isla que me vio nacer, en la que he residido la mayor parte de mi vida y de la que me he sentido desvinculada durante bastante tiempo.