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Creyente bajo torres de alta tensión

El cuerpo me pide decir que cualquier creación cultural, cualquiera, incluso la engendrada por la llamada industria del entretenimiento, la comercial, la que se basa en estudios sobre los gustos de las masas para generar dividendos, es digna de consideración, aunque sea la mínima consideración posible. El cuerpo me lo pide porque hay muchas, muchas otras formas de ganar dinero en sectores y actividades que provocan daño y sufrimiento, y que concentran el beneficio en pocas manos mientras expanden los costes como vertido de petróleo en el mar. También me lo pide porque la vida es corta y está suficientemente llena de dolor, odio y violencia, y las amarguras son abundantes, y no estamos como para negar o despreciar la sana diversión o el inocente disfrute de nuestros semejantes. Y no niego que todo esto que digo sea una idiotez tan grande que para medirla haya que hablar de la superficie de varios campos de fútbol. El campo de fútbol, esa estupenda unidad de medida.

El pasado 14 de julio se reunieron en Cartagena una creadora y dos creadores para participar en una de las mesas redondas de La Mar de Letras. Dicho así, parece que me refiero al encuentro de tres demiurgos, de tres seres místicos dedicados a dar forma a la materia en el universo. Pero, en cierto modo, eso es lo que son, a eso se dedican y de eso trataba precisamente la reunión. Quizá ninguno de los tres esté de acuerdo conmigo en las afirmaciones del primer párrafo, pero he reservado un espacio al final de este artículo para matizar mis palabras.

El músico, escritor y pintor Manolo García, la periodista y escritora Lara López, y el poeta y también escritor Antonio Marín, junto con el crítico Jam Albarracín como instigador de reflexiones, trataron de expresar en palabras los motivos, los anhelos y los rudimentos (en el más noble sentido de la palabra) que ponen en danza a la hora, o al minuto, o más bien al segundo de crear; de alumbrar sus canciones, su prosa, su verso o la mezcla de todo ello. Cada uno con su particular forma de ser y de comunicarse, los tres evidenciaron lo difícil que es explicar cuestiones que tienen más que ver con el sentir íntimo y con el instante que con los argumentos razonados ante un micrófono y un auditorio. Auditorio precioso, hay que decir: la sala Isaac Peral del CIM, con enormes ventanales tras los que se contempla la bahía de Cartagena.

Más acostumbrado a hablar de lo que hace, Manolo García; totalmente imbuida de los estudios de filosofía que cursa actualmente (una materia que, además, le venía muy bien para el caso), Lara López; y Antonio Marín, más tímido y parco en palabras, todos coincidieron sin embargo en describir con naturalidad y sencillez esas sensaciones tan naturales y sencillas que les invaden cuando la creación les llama, como quien afirma sin engorro que bajo la lluvia se moja. Lo hicieron aun a riesgo de caer en conceptos tan manidos como el de la belleza. Sin duda, buscarla es uno de los fines de la creación artística, aunque a veces la belleza sea como la línea inalcanzable del horizonte. La belleza también es brújula que marca el norte, de ahí que Antonio Marín dijese que sin ella, estaría perdido. Y la belleza es al mismo tiempo el motor, en palabras del mismo poeta cartagenero. Lara López, por su parte, aprovechó para precisar que cuando habla de belleza, no se refiere necesariamente al concepto típico, clásico o puramente estético, sino a ese estado en el que logra llegar al alma: al alma de las cosas, al alma de los demás o a la suya propia.

En otro de los caminos abiertos al debate, Manolo García dejó pinceladas de la filosofía que aplica a la creación, inseparable o más bien coincidente con aquella de la que se sirve para vivir: crear es “una forma de estar en el mundo, de cruzar fronteras, de huir hacia delante, de buscar la libertad del alma”. Pero una libertad de verdad, matizó, que ante la actual banalización y vaciado de esa palabra, conviene especificar. García entiende su labor desde la honesta intención de dar lo mejor de sí mismo en este viaje incierto, porque, y aquí introdujo otro factor decisivo, “al final el hacha cae”: el tiempo se agota, la vida se acaba. Así que, en su opinión, se trata “de robar buenos minutos y de restar malos momentos”. De desequilibrar esa balanza temporal del lado del bien estar, así, separado, tanto propio como de quienes nos rodean. “Hay que hacer algo por los demás, por alegrar a los demás”, insistió Manolo García.

En conexión con el tiempo y con la falsa y actual idea que nos invita a correr, como si con ello el tiempo que se nos ha dado se duplicara por arte de magia, Manolo, Lara y Antonio coincidieron también en la conveniencia de lo contrario: en la idea de parar, que más que idea es obligación. De detenerse contra viento y marea, de quedar inmóvil en mitad de la corriente de un río a la espera de una presa con la que alimentarse. Así, para crear, o para llegar a las creaciones de los demás, es imprescindible abstraerse de la prisa y del ruido, algo a lo que ayuda de manera decisiva la capacidad de concentrarse. Requiere esfuerzo.

Otro asunto que sobrevoló la charla fue la dicotomía entre creadores y creadoras como soldados o como sanadores, y aunque la línea de los tres fue más en el sentido de crear para curar o cuidar, yo defiendo que el resultado de esas creaciones, que la cultura en general, es a un tiempo defensa y ataque. Nos sana, y sanándonos, cambia el mundo. Lo mejora porque nos mejora y lo hace sin que nos demos cuenta. Aquí conecto con lo que expresaba al principio: con que incluso la industria del entretenimiento nos mejora. Quizá en un debate no podría sostener esta postura durante mucho tiempo y preferiría considerar excepciones, pero creyendo y defendiendo que la creación honesta y real es la que más y mejor llega al alma, afirmo que toda creación es útil para hacer más liviano nuestro paso por este valle de lágrimas, y eso me parece bastante. Creo en la cultura, en toda la cultura, y creo como lo que soy: como creyente bajo torres de alta tensión; como creyente en vuelo libre sin motivo ni motor.