Fernanda García Lao, mendocina de nacimiento, es una de las más originales y brillantes voces del panorama literario actual en español. La biografía de esta escritora argentina, que ha vivido en España muchos años, se ha desarrollado entre su país natal y el nuestro. En 1976 se exilia junto a su familia para escapar de la dictadura y vive en Madrid, con algún paréntesis, hasta 1993, fecha en que regresa a Argentina para estudiar piano, interpretación y escribir y dirigir teatro. En aquel país da comienzo su carrera literaria.
La experiencia de desarraigo, el duelo por el origen perdido y, a la vez, la libertad que ofrece saberse libre de deudas y pruritos nacionalistas, son marcas de su poética, como lo es una mirada oblicua propia de una identidad nómada y feminista, una mirada también política, en el más amplio y digno sentido del término, que se manifiesta en un estilo literario mordaz, lírico, tierno y afilado a un tiempo, anudado con frecuencia a la metáfora del cuerpo. Como poeta ha publicado los libros Carnívora, Dolorosa y Autobiografía con objetos.
Como narradora, es autora de las novelas Muerta de hambre, La perfecta otra cosa, La piel dura o Fuera de la jaula, y los libros de cuentos Cómo usar un cuchillo y El tormento más puro. En Candaya, editorial donde ocurren algunas de las cosas más interesantes de nuestro país, han aparecido los títulos Nación vacuna (2020), premonitoria ficción biopolítica que relee la historia de Malvinas como relato de ciencia ficción; Sulfuro (2022), novela entre lo fantástico y lo delirante, y Teoría del tacto (2023), libro de cuentos que viene a presentar a Murcia estos días. Actualmente reside en Barcelona.
La primera pregunta, a propósito de tu último libro de cuentos, sería ¿por qué “teoría”? ¿Por qué del “tacto”?
Cada libro que escribo es una exploración distinta. Pienso la ficción por fuera de las anécdotas, interesada más bien en carnalizar algunas ideas. En este caso, identifiqué el título al entender que los cuentos eran pura especulación en torno al tacto. En el más amplio sentido de la palabra. Cómo se toca un texto, qué provocan las palabras en la garganta al ser pronunciadas, dónde impacta la falta de amor, un duelo, la locura. Conjeturar no excluye el cuerpo. Pensamos con los sentidos. La teoría en conexión con el acto de ser vulnerable se vuelve más potente.
Teoría del tacto se abre con un paratexto, una cita de Delirio y destino (1953) de María Zambrano: “El pensamiento, por lo visto, tiende a hacerse sangre”. En alguna entrevista has hablado del cuerpo como “el primer mapa que tenemos”: “A partir de ahí, entendemos el mundo”. ¿Qué nos permite pensar el cuerpo?
No logro hacer lo contrario, la verdad. El cuerpo es esencial para decodificar el mundo. La conciencia ocurre en una forma concreta, no existe como pura abstracción. Un caparazón es la parte visible del miedo. Si vamos más allá, cada texto es un cuerpo/organismo que se mueve y respira según una gramática particular. Cada voz del libro suena distinto, o eso pretendía. La forma dispara el discurso y viceversa, se pervierten entre sí.
Leerte hace pensar en el manejo de un cuchillo, en una lengua hecha de tajos inesperados, de iluminaciones líricas o aforísticas. Los cuentos de Teoría del tacto están llenos de poesía. ¿Qué te ofrece el lenguaje de la poesía a la hora de escribir narrativa? ¿Crees que hay una progresión lírica en tus novelas y cuentos que funciona en paralelo a otras estructuras narrativas?
Gracias por la observación. Me atrae la contaminación de géneros. La narrativa sin la poesía es una máquina expendedora de acciones. Sube, baja, abre, cierra. Necesito que ocurran cosas en el lenguaje. Que haya variación, salto, torcedura. Capas de sentido que se toquen, discutan entre ellas. Busco la tensión entre la lírica y la física. Las frases son anzuelos. Por otro lado, la puesta en página es un concepto que se practica más en la poesía y que yo preciso siempre. Qué vacíos habrá, cómo es el cuerpo del relato. ¿Apretado, líquido?
En en el cuento “La gracia del mundo”, señalas “cuántas veces puede matar un libro, siendo que algunos no logran siquiera provocar un buen dolor de estómago. pasan lisa y llanamente por el cuerpo y son olvidados antes de encontrar su estante en la biblioteca”. ¿Sería este un deseo para tu literatura? ¿Cómo debe “matarnos” un libro hoy?
Hay mucho cover, la verdad. Textos que imitan a otros textos, sin el alma original. Producción industrial de contenido. Me gustan los libros que dialogan con su propio delirio. Como lectora busco lo raro. Es decir, lo que esquiva el lugar común. Lo que está de moda lo postergo, a ver qué queda cuando baja la espuma. En general, queda poco. Una baba que se borra. Matar lo que te rodea, eso provoca un buen libro. Qué te olvides del tiempo, de la cafetera al fuego, de vos. Creo que hay que alternar lo contemporáneo con lecturas sin tiempo, para enriquecerse. Quedamos si no muy atravesadas por lo periodístico. Lo real es repetición temática. El futuro sucede en reversa.
En Teoría del tacto hay una red semántica que vincula literatura y cuerpo, y estos dos elementos, con otros conceptos, como la comida. Se diría que es un asunto central de tu poética. Muerta de hambre, Nación Vacuna, son dos títulos de novelas tuyas, Cómo usar un cuchillo, se titula uno de tus libros de relatos, Carnívora, uno de tus poemarios. ¿Adónde nos lleva esa red de sentido a través de la presencia de lo alimenticio, de la comida, en tu obra?
Quizás sea porque lo nutricio en mi familia estaba relacionado con la creación artística y no con el estómago. Habia necesidad de literatura, de música o pintura. Y poca cosa en la heladera. Mi madre cocinaba rápido, como un trámite que no podía evitar. Era poeta. Mi padre hacía asado, sólo los domingos. Entonces, escribir como quien muerde y traga. Con hambre (risas). La opción dos, que excluye esta hipótesis, sería que como leo en voz alta todo lo que escribo y es en la boca donde pruebo los materiales, la escritura queda asociada a la masticación. Se convierte en alimento. El afán por identificar el hambre con la rabia sucedió en mi primera novela publicada, Muerta de hambre. Mi cuerpo es mi discurso, decía Maria Bernabé, allá por 2005. Y se dedicaba a deglutir como método de protesta, para desobedecer el mandato de delgadez y feminidad. En Cómo usar un cuchillo, la necesidad era lastimar afiladamente al propio lenguaje. El cuerpo en Nación vacuna se corta, se eviscera y se cabalga sexualmente para su reproducción. Las mujeres se consumen para beneficio de la Junta, de la patria.
Un tema recurrente del libro es la maternidad. En ocasiones, como en “Fruto seco”, la maternidad se intuye monstruosa: “He parido cosas del tamaño de una almendra, justo yo, que soy alérgica”. Otros relatos, desautomatizan determinadas asunciones que la sociedad proyecta sobre la misma. E incluso hay algunos cuentos que abordan fórmulas extremas o desviadas de experimentarla: “Persona en alquiler”, por ejemplo, uno de los cuentos más potentes del libro, habla sobre la maternidad subrogada desde la óptica de una madre que alquila su vientre a una pareja de hombres. ¿Qué te seduce del tema? ¿Qué quisiste contar a propósito de un problema de tanta actualidad como este?
La fecundación, la generación de vida es un tema que me apasiona. Creo que no se ha explorado lo suficiente. Si hubiera dios sería una hembra, no cabe duda. En las cosmogonías occidentales la mujer no aparece como creadora sino como creada. Es una idea que la mente masculina expulsa de su cabeza, una costilla arrancada o barro residual. La mujer como criatura siniestra y peligrosa. De ese concepto venimos. De ese miedo. La libertad del cuerpo significa una amenaza. Parir o negarse sigue siendo un asunto que genera conflicto. Por un lado, el capitalismo en su afán de producir, aspira a comerciar con nuestro cuerpo de todas las formas posibles. Por otro lado, desde la experiencia, fui madre muy joven. El cuerpo me enseñó cosas desconocidas, lo onírico y lo real ocurrian al unísono mientras era habitaba.
Otro de los temas capitales del libro es la familia, que se experimenta como un microcosmos doloroso. Tu crítica a la moral familiar judeocristiana es mordaz. Incluso, algunos de tus relatos abordan fórmulas particularmente desviadas de esos vínculos familiares. Por ejemplo, en “La cajonera”, donde la narradora afirma “Baja los tres pisos liviana. Tan huérfana, que casi resbala la felicidad” (31), o en “Yeso”, donde la protagonista, afirma “Al morir mi padre, ni una lágrima derramé. Al enviudar tampoco. Con la mami, sí. No sé por qué”. ¿Nos engañaron cuando nos dijeron que existían familias felices o perfectas?
La familia tradicional, asociada a la propiedad, la patria y la iglesia, me parece una fórmula nefasta. Un aparato represor que ha generado mucho daño. Como oveja negra de la mía de origen, suelo identificarme desde el principio con la gente disfuncional, con quienes no bajan la cabeza. La modalidad obediente es peligrosa y bastante funcional al poder de turno. Creo que poner en evidencia el absurdo a partir del que nos construimos es uno de mis motores. Un ejercicio de terrorismo poético en miniatura, si se me permite la expresión. No aspiro a modificar el sistema. Con torcer el cuello del relato a veces me alcanza.
En ese mismo cuento señalas “El pasado es un aparato que daña cuando se queda quieto. La repetición no desactiva el duelo”. ¿Qué rol crees que juega la literatura en esa ecuación entre pasado y duelo?
La literatura se nutre de la nostalgia. Escribir es fantasmal. Se recrea un pasado sin materia, a partir de algunos rastros. La muerte, además, qué gran asunto. Vivimos amenazados por su causa. Y por olvidarla, somos torpes. Cuando murió mi padre yo estaba matando personajes en una obra de teatro que escribía y luego odié. La simultaneidad de ambos asuntos ha quedado inevitablemente asociada en mi cabeza. Un texto es un cuerpo que empieza y se termina. El diálogo entre esos eventos ha de ser poderoso. Cuando murió mi madre me propuse escribir cada frase. Era un modo absurdo de trabajar contra el olvido. Muchas escenas de este libro son herencia de ese duelo. De todos los duelos. Pero la muerte también es ridícula, ninguna solemnidad ni reverencia hacia ella. Hay que bajarla de su pedestal de gran señora.
A diferencia de lo que sucede en otros textos tuyos, la tecnología digital contemporánea no parece tener una presencia marcada en este libro, salvo en algún cuento. Por ejemplo, en “No atender”, donde no llegan las comunicaciones que se desean y, sin embargo, sí lo hacen aquellas que suponen una carga para la protagonista. ¿Cómo piensas la relación entre literatura y tecnología?
La vengo esquivando todo lo posible. Se pone vieja muy rápido. Y por otro lado, me conflictua entregarle tambien el espacio de la ficción. Ya perdimos tantos objetos: relojes, cámaras, radios, mapas. Soy bastante analógica, la verdad. Me gustan los olores de las cosas, los volúmenes, los cuerpos. Las ficciones más interesantes han huido de la condición tecnológica del momento en que fueron escritas. Cuántos relatos con tv podemos recordar. Novelas fax. Lo que sí me gusta, porque hace juego con mi manera rota de ver el mundo, es la posibilidad de aprehender lo simultáneo. De abrir ventanas, de enlazar asuntos. Robarle a la tecnología su comportamiento me atrae más que incorporar lenguaje o aparatitos concretos. Pero nunca se sabe. No me cierro.
Otra de las redes que se pueden tejer a través del libro tiene que ver con el papel protagónico de animales y plantas. Seres que, en realidad, funcionan a nivel simbólico o proveen formas de metaforizar ideas abstractas, pero que no pierden por completo su otredad, su extrañeza o su lenguaje propio, incomprensible o hiératico a veces. Tu libro está lleno de presencias animales. Algunos cuentos me hicieron pensar en Bestiario, de Cortázar, o en El matrimonio de los peces rojos, de Guadalupe Nettel. En el cuento gótico “Las crueles”, las flores se convierten en unas presencias asesinas. Las moscas repugnan al protagonista del relato “Fricción”. Los abejorros permiten a ese anciano que ve escaparse sus últimos días preguntarse, en “Nido de orugas”, “Cómo será vivir sin conciencia del tiempo”. La protagonista de “Una gaviota en mi lugar” queda obsesionada con la presencia de ese animal carroñero. La pregunta que te haría sería la siguiente: ¿Qué papel juegan estas presencias animales y vegetales en el libro? ¿Qué desplazamientos psicológicos o emocionales te permiten catalizar?
Que lo humano pierda su jerarquía es otro de mis objetivos recurrentes. Una flor puede ser más seductora que cualquier galán de cine entrenado para complacer. Pensar desde el deseo vegetal o animal me resulta más inquietante que revolver en la basura de la humanidad. Lo vivo no humano me atrae y es herencia de mi fascinación adolescente por el surrealismo. Todavía practico con devoción esos otros discursos, nada previsibles.
Cierras el libro con un cuento formidable, muy autobiográfico, como es “Mis dos hemisferios”. ¿Por qué lo elegiste para cerrar el libro? ¿Qué te ha permitido conocer mejor?
Mis dos hemisferios es una especie de epílogo donde muestro algunas heridas personales. Esquivé mi historia por años. La imaginación ocupaba todo el lugar de mi escritura, en apariencia. Pero narrar el ejercicio de vivir es una escuela interesante. Ya no hago distinciones entre lo real y lo inventado, en norte y el sur, la razón o su contrario. Todo son versiones, conviven en el mismo espacio del cuerpo, el mundo, la cabeza. Terminar con ese binarismo es muy liberador.