“Era un lugar que estaba completamente a oscuras. Habría dentro miles de personas, juntas, temblando de miedo, con mucha tensión y mucha ansiedad. Gente que lo perdía todo, a la que una bomba le destrozaba la casa o mataba a su familia”. Encarna Zamora, historiadora y responsable de programación y comunicación de Cartagena Puerto de Culturas, avanza a tientas por la penumbra velada de los refugios de los bombardeos contra Cartagena en la Guerra Civil española. Es un túnel estrecho y a veces se quiebra en esquinas muy angostas y otorga una sensación de terminante claustrofobia.
El recorrido dentro de las galerías está dispuesto con tablones lisos de madera, y las paredes y las bóvedas están recubiertas de hormigón y protegidas con una malla de hierro. Cuando se construyó, en 1937, era un cúmulo angustioso de roca y tierra horadada y humedad de filtraciones de agua. En la oscuridad del refugio el tiempo deja de existir. Parece que se suspende en el vacío, igual que los miles de vidas que se resguardaron en ella durante los tres años que duró el asedio a la ciudad portuaria. Voces desgarradas resuenan de repente en pantallas digitales. Expresan sus vivencias de entonces como un trauma que nunca han podido olvidar.
Los túneles, y el museo que cuenta su historia y les da acceso, están disueltos en la ciudad, contenidos en ella, como un caudal que transcurre invisible, dentro de la ladera del cerro de la Concepción, en la calle Gisbert. “Esta calle era conocida en Cartagena como la del terror”, explica Zamora. “Había, al pie de las aceras, una fila de 20 bocas de acceso al refugio. En lo alto de la colina, en el castillo, se alzaba el torreón de una sirena. Cuando se avistaban a lo lejos los bombarderos enemigos comenzaba a sonar con un estrépito que alertaba a toda la ciudad. La gente echaba entonces a correr hacia esta calle, muerta de miedo, y se metían como podían en las galerías. Cabían dentro 5.500 personas”.
Bajo el sonido de alerta, en la trampa repentina de las calles de Cartagena, se amplificaba una confusión de jadeos y gritos, un rumor de pasos subiendo las cuestas de tierra del refugio e internándose en él, en la tiniebla que sin embargo no amortiguaba lo que a cada minuto se hacía más evidente: primero, el rugido de los motores de las aviaciones alemana e italiana. Después, los silbidos de los misiles y las explosiones, el temblor del suelo, como en un terremoto. “La gente esperaba aquí, hacinada. Muchos morían por asfixia. Se traían sus objetos más preciados porque pensaban que no los iban a recuperar. Hemos encontrado marcos con fotos de padres y de familias. Esta situación duró toda la guerra, porque Cartagena, que era la única ciudad con base naval en la zona republicana, fue de las últimas en caer antes de Madrid”, explica Zamora.
Imágenes y voces del horror
“Es imposible calcular con precisión cuántas bombas cayeron sobre la ciudad, ni cuántos muertos dejaron a su paso realmente”, continúa Zamora. Según el recuento del catedrático en Historia Contemporánea de la Universidad de Murcia, Pedro María Egea, fueron 117 los ataques aéreos que sufrió Cartagena durante la guerra.
En las galerías del refugio hay espacios luminosos en los que se exponen fotografías en blanco y negro de la ciudad reducida a escombros, de la gente común entre ellos, de niños, contemplándolo todo con una expresión invariable de pavor y fascinación infantil.
“Cartagena fue castigada hasta el final. Fue machacada indiscriminadamente”, recalca Zamora, delante de una fotografía muy grande en la que dos niñas se asoman a la boca del refugio, entre los despojos de la destrucción, con los ojos medio cerrados por el tránsito de la oscuridad hacia la luz del exterior. Miran asustadas al cielo para comprobar si había cesado el ataque.
Las personas que soportaron el espanto de la guerra en Cartagena están en realidad aquí, en el refugio. Surgen en fotografías como un recordatorio de que siguen presentes, no solo en el recuerdo o en la imaginación de los vivos, de los visitantes del museo, sino también en el espacio y en la materia, en el instante infinitesimal de luz capturado por una cámara y en los objetos físicos, las botas, las camisas, las mesas de madera, los restos de una columna de hormigón, tan perdurables todos como las huellas fosilizadas de la hoja de un árbol que ya no existe en el mundo.
Junto a las imágenes, una pantalla recostada y oscura contiene las voces del horror. “Son testimonios recogidos en el año 2004, cuando abrió el museo, de personas de Cartagena que sobrevivieron a la guerra y conocieron la realidad de estos túneles y salvaron su vida gracias a ellos”, señala Zamora.
Hablar en el interior de esta cueva era como hablar en el abismo de oscuridad de un pozo: un espejismo de conversaciones que podría disiparse cuando sonara una detonación muy cercana y la metralla o el fuego alcanzara las galerías.
“Era una sensación muy extraña, pero nos acabamos acostumbrando. Estar a oscuras, escuchar cómo el rosario de las bombas se iba acercando. Soportar la descarga, que podía durar horas”, dice un hombre, y sus ojos se humedecen a medida que recuerda sin esfuerzo algo que sucedió hace setenta años. “Cuando todo terminaba, sin darme cuenta, estaba apoyando las manos en la piedra de las paredes del refugio, y al quitarlas siempre tenía los dedos agarrotados por el pánico”.
“Las bombas caían constantemente, en cualquier barrio, sobre todo por las tardes. Eran de todos los tamaños. Las más grandes de 250 kilos. Tiraban a matar con una apariencia desconcertante de tranquilidad, de tarea diaria. He visto morir a mucha gente. A un padre, una madre y su hija les cayó una encima. Todo eso pasó en mi ciudad”, cuenta otro hombre, ligeramente más joven que el anterior. Apenas era un niño cuando estalló la guerra. Se vio obligado a interrumpir el colegio y ya no pudo reanudarlo nunca.
Una mujer hace referencia al miedo, pero no al del 36, sino al que todavía permanece incrustado en ella incluso en aquel presente de 2004. Recuerda cómo estaba en la tranquilidad de su casa, que tenía todas las ventanas tapiadas, y cómo nada más escuchar la sirena se ponía la ropa, se calzaba los botines y salía corriendo hacia el refugio. Dice que, a lo largo de su vida, nunca dejaron de asustarla enormemente los estruendos, y que, en los días de tormenta, décadas después del final de la guerra, temblaba de miedo porque pensaba que los truenos eran bombas que otra vez iban a arrasar su barrio.
Con sus gafas de montura y su jersey de cuello alto otra mujer cuenta que, al estar todos los hombres en el frente, luchando, eran las mujeres, como su madre, las que se encargaban de las tareas necesarias para mantener el día a día de la ciudad. Que todas ellas tuvieron un papel imprescindible en la supervivencia de la matanza en Cartagena.
El trabajo bajo las bombas, el papel de las mujeres
“Si llegaban barcos repletos de combustible, de embutidos, de latas de conserva, de lo que fuera, ellas lo organizaban todo. Los descargaban y almacenaban los productos y disponían ordenadamente su suministro. Las mujeres trabajaban mucho. Sin ellas, la resistencia no habría sido posible”, continúa el testimonio de la mujer ante la cámara del museo. Zamora lo escucha, y corrobora: “Las mujeres organizaron las milicias, la denominada Junta de Defensa Pasiva. Se ocupaban de la cultura, de la educación y de las medidas de protección ante los ataques”.
Había mujeres en cualquier rincón de la ciudad, juntas y fuertes, haciéndose cargo no solo de su casa, de soportar el espanto y sobreponerse a él, sino de asegurarse de que la ciudad siguiera funcionando y las personas que permanecieran en ella estuvieran protegidas y no sucumbieran al enemigo, al franquismo y a la colaboración cómplice de las potencias europeas. En la base de su trabajo organizado estuvo la clave de la tenacidad cartagenera en el tiempo voraz de la guerra. Hubo mujeres, prosigue Zamora, que también cavaban sin descanso en las trincheras para avanzar en la construcción de los refugios.
“Eran una obra de la ingeniería”, relata la historiadora, “un prodigio de túneles entre montañas que se hicieron con muy pocos medios, en una situación de presión máxima”. Aprovechando el conocimiento propio de un enclave repleto de minas, los mineros diseñaron la construcción de las galerías a través de todas las colinas y los subsuelos de la ciudad. Se han contabilizado en Cartagena decenas de refugios, de todos los tamaños, y todavía faltan muchos por descubrir. “Pensamos”, dice Zamora, “que estaban conectados entre sí”. Huyendo de las explosiones, la gente podía internarse en un refugio en pleno centro y salir de él, cruzando la extensión penumbrosa de los laberintos, por la otra punta de la ciudad.
Una gran parte de las casas también disponía de trampillas camufladas que se hundían bajo el piso en un cubículo diminuto. A ello instaban algunos manuales de supervivencia conservados en el museo, folletines de papel descolorido, hilos de tinta impresa, de pocas palabras y mensajes muy cortos y muy precisos. A su lado, una serie de carteles de propaganda diseñados por el Gobierno de Madrid o por el de Valencia, con letras elocuentes y furiosas, con colores vivos, de marcado carácter soviético, con hoces y martillos y tanques enemigos avanzando por desiertos de muladares y descampados arrasados. “Los manuales de supervivencia se repartían a los ciudadanos, y los carteles se pegaban en cualquier pared, o los llevaba la gente, colgados de la ropa. Había mucho analfabetismo, de modo que se utilizaban mensajes que todo el mundo pudiese comprender”, explica Zamora.
Así sobrevivió la ciudad portuaria a una situación que quebró el curso normal de miles de vidas. Hubo episodios demasiado excesivos y violentos, sobre todo al principio: el denominado ‘Bombardeo de las cuatro horas’, la tarde del 25 de noviembre de 1936, dejó un total de 58 víctimas y casi la totalidad de los edificios del casco urbano devastada. Hoy en día hay fachadas que conservan los estragos y las mordeduras de los misiles, como la de la catedral de Santa María la Vieja. El ejército franquista vio en Cartagena un punto crucial para la entrada de ayuda soviética y la subsistencia de las tropas republicanas. En ningún momento tuvo piedad.
Cartagena desvanecida
Hacia el tramo final del itinerario del museo resalta contra una concavidad de piedra un proyector blanco como un lienzo. A la derecha, una secuencia de dibujos de niños cartageneros que, en colonias escolares, huyeron de las bombas hacia otras zonas más tranquilas del país. Dibujos de imágenes grabadas en su subconsciente infantil, de ciudades o pueblos en el campo o en la playa desolados por el fuego y el humo. Cartagena, Toledo, Oropesa, Benicassim, un lugar perdido en la huerta de Alicante.
La pantalla blanca del proyector se vuelve negra y comienza a emitir una música que transmite serenidad. Aparecen imágenes de la vida normal de Cartagena, ya en los tiempos de la guerra, antes de los bombardeos, entre julio y octubre del 36. Tareas agrícolas; hombres vestidos con monos azules de trabajo que pasean por la calle Mayor sosteniendo fusiles con bayonetas; escuelas repletas de niños rapados y niñas con el pelo muy corto que atienden concentrados a la clase y escriben con lápices sobre cuadernos de papel; mujeres descargando comida; grupos de amigos pescando. La bahía de la ciudad al atardecer, deportistas navegando sobre las aguas, compitiendo en carreras de regatas.
Sin conexión aparente, un instante muy breve de silencio: fotogramas sucesivos de los campos o de las calles en los que se intuye una vida habitual, desgarrada de pronto, sin embargo, por la alerta de una sirena. Entonces la música cambia y es asfixiante y es más difícil seguir mirando la pantalla. Caen bombas sobre Cartagena. Los aviones surcan el cielo y dibujan en las calles contornos temibles de sombra. La gente corre y se interna en los refugios.
Al otro lado de los muros de los túneles estaba la misma ciudad que habían mirado los ojos de todas las personas que se ocultaron ellos, y las calles de los tiempos anteriores a la guerra habían permanecido en su recuerdo agudizado por las tinieblas como un paraíso vengativo durante los largos años en que persistieron los bombardeos. La ciudad nunca sería igual: había sido aniquilada, y la libertad era un privilegio tan remoto que ya nadie sabía imaginarla.
Cartagena cayó en manos franquistas a principios de 1939 e ingresó en el tiempo estático de la posguerra y la dictadura. En este museo se revive, tantos años después, la extraña lógica de la memoria y el dolor. Dentro, aún perdura el miedo y las voces y los gritos de pánico de los habitantes de aquella ciudad, pero también, si se presta atención, los intervalos de silencio interrumpidos por los silbidos y la resonancia de las bombas. Y, envolviéndolo todo, la oscuridad irremediable.