Vivir en una ciudad de provincias con una raquítica oferta de cine copada por grandes superproducciones, hace que recibamos la llegada de la última película de Jim Jarmusch con gran entusiasmo y mayores expectativas.
Una ristra de fervorosas críticas la preceden, gran acogida en Cannes y algunos premios de los serios. Un contexto perfecto para que el día de navidad, 25 de diciembre, con el cuerpo asustado por tanta glotonería y la certeza de que la cosa no ha hecho más que empezar, corramos a refugiarnos a uno de los dos cines que aún sobrevive en el centro de Murcia para disfrutar de esa película hipnótica y perturbadora, según unos; una cinta perfecta, según otros.
Ingenuas. Cómo se nos puede olvidar que ser feminista es, muchas veces, una gran putada. Te da súper poderes para moverte en la oscuridad y esquivar las trampas del patriarcado, sí; en cierto modo es como caminar por un terreno minado con un mapa que muestra la ubicación exacta de cada mina -lo que no nos exime de ser idiotas y no hacer caso al mapa, pero lo tienes a mano si quieres usarlo.
Pero la cara oculta es que pagas el precio de perder la inocencia. Una inocencia fraudulenta y peligrosa por supuesto, pero que cuando se va se lleva con ella un cúmulo de disfrutes: series, libros, películas, que antes deglutíamos con deleite, ahora nos hacen bola a la mínima de cambio. Y nos atragantamos y terminamos con un corte de digestión.
La cosa comienza antes de que empiece la peli: justo en la fila de atrás se sienta una troupe de chicos que rondan la treintena, con barbas hípster, gafapasta y buen humor. En principio, no parecen un peligro, no llevan palomitas y emplear el día de navidad en ir al cine a ver una de Jarmusch hace que nos caigan bien de entrada.
Infelices… Comienzan a intercambiar impresiones sobre la noche anterior y se ceban con una ex de uno del grupo que es una “guarra” -palabra que entrará en los anales de los vocablos más usados en nuestra época-, una “pobre infeliz”, “¿Con cuántos ha estado después de ti?” pregunta uno, “Como para llevar la cuenta” responde otro…
Antes de que podamos reaccionar empiezan los anuncios de relojes, urbanizaciones y restaurantes para celebrar la boda de tu vida. Con suerte, tras quince minutos de publicidad deprimente ponen algún tráiler.
Y por fin, “el mejor Jarmusch” se despliega en la pantalla. Adam Driver, más sosegado que en Girls y menos oscuro que en Star Wars, se levanta cada mañana, se despide de su amada, conduce un autobús, y encuentra la belleza en lo más ínfimo de la vida: lo minúsculo de la existencia, la repetición constante de la cotidianidad anodina, se vuelve grandiosa a los ojos de este sereno poeta que no le pide más a la vida de lo que ya es.
Aparentemente todo va bastante bien, pero hay algo que no cuadra, y es que aunque queramos engañarnos, sabemos que ya está aquí, ya llegó: la bola que anuncia el corte de digestión. La amada de Paterson es una florecilla silvestre que duerme como una niña y se reinventa cada mañana, igual que él, con el mismo empeño y pasión y, a diferencia de él, lo exterioriza. Una artista soñadora, bella y cariñosa que -aquí está la bola- no trabaja, vive mantenida por él, pinta cortinas, paredes y ropa, de blanco y negro cada día, sueña con ser cantante country, se encapricha de una guitarra que Paterson paga a su pesar y le habla a su perro mientras Paterson pone los ojos en blanco.
Nos removemos inquietas en la butaca y echamos de menos a la Tilda Swinton de quinientos años con rastas blancas cayéndole por la cintura en `Sólo los amantes sobreviven´, esa “obra menor” de Jarmusch.
La guinda del pastel -el de la indigestión- la ponen los alegres hípsters de la fila de atrás cuando, tras otra jornada de renovación de la decoración textil hogareña por parte de ella, Paterson llega a casa y mira con una sutil resignación los nuevos dibujos de las cortinas. El público, cómplice de Paterson (y de Jarmusch), reconoce la graciosa excentricidad de la amada y ríe al unísono. Entonces, uno de los hípsters susurra al resto: “Lo mismo de siempre: al final, todas locas”.
No hay nada que hacer y lo sabemos: por mucho que tratemos de concentrarnos en la belleza del mundo de Jarmusch, los palíndromos, la ternura de los secundarios, los paisajes serenos de `Paterson´, la repetición perfecta de las minúsculas diferencias de los minutos… Cágoenla, la florecilla silvestre se nos ha metido en el ojo. Y molesta.
“Un gran poder conlleva una gran responsabilidad” le dijo Tío Ben a Spiderman.
Pues con las gafas lilas sucede algo parecido: la mirada se vuelve tan nítida que la mierda resalta enseguida y mancha los cristales.
Aun así, jamás añoramos la inocencia suicida de cuando no las llevábamos. Con las gafas lilas las florecillas silvestres te joden la película, pero sin las gafas lilas corres más riesgo de convertirte en una de ellas.