Decir en Cartagena o fuera de ella que La Algameca Chica es un rincón pintoresco es tirar por lo fácil, un lugar común, un comodín de escritor sin imaginación. Pero es que, además, es la puñetera verdad. No hay sitios como ese en todo el Mediterráneo español. La Algameca Chica tiene el olor, el sabor, el sonido y la imagen de otra época, es una cápsula del pasado, una máquina del tiempo, el vestigio de nuestro pretérito imperfecto. Así veraneaban nuestros bisabuelos de clase obrera hace cien años y así ha quedado aquello. Un territorio que había que pintar, y Alberto Márquez lo ha sabido hacer con maestría.
Un poblado junto al mar en ambas márgenes de la desembocadura de la rambla de Benipila, que nadie sabe si es legal o ilegal o alegal, habitado por 110 barracas que no son chabolas pues allí no hay indigencia ni delincuencia ni prostitución ni exclusión social, donde puedes comer lo que un árabe errante en el lado derecho y lo que una vasca transterrada en el lado izquierdo, un caos de casetas abigarradas con colores, materiales y formas tan fascinantes como repelentes, un jaleo visual tan desordenado como pacífico, una locura administrativa que ninguna institución sabe, quiere o puede gobernar, un ámbito insólito e inexplicable donde conviven belleza y fealdad pegadas la una a la otra sin que tú estés seguro de ninguna de las dos y que dispara o ametralla imágenes sin parar, todo eso había que pintarlo.
Un día el pintor Alberto Márquez, residente en Pilar de la Horadada, se dejó caer por Cartagena porque le habían dicho que entre las montañas y el mar había oculto un pueblo extraño que a todos llamaba la atención y en cuanto lo vio supo que debía poner a trabajar a los pinceles. Hizo amistad con sus hospitalarios habitantes que le dejaron una barraca para un veraneo y en una quincena de septiembre se ventiló trece lienzos y tablas atrapando el espíritu y la atmósfera de un espacio premoderno y precapitalista que nadie sabe cómo ha podido llegar intacto desde el pasado, permanecer en el presente y desafiar al futuro, y que no parece ni europeo ni actual, sino de otro continente y de otra era.
Por La Algameca Chica han pasado en los últimos diez años historiadores, sociólogos, fotógrafos (“tío, aquí las fotos te saltan a los pies por todos lados”, me dijo un integrante de un safari fotográfico que vino de Alicante en un autobús lleno), arquitectos que estudian esas viviendas, toda la prensa nacional y alguna internacional, todas las teles y las radios, miles de asistentes en las visitas guiadas periódicas que organiza la Asociación de Vecinos, cineastas que están haciendo documentales y comensales de los cinco continentes (doy fe) atraídos por el halo y el aroma y los platos cocinados en este rincón milagroso. También había venido algún célebre pintor antes (Ángel Mateo Charris tiene al menos un par de obras algamequeras), pero faltaba que otro pintor hiciera una serie entera de estampas de La Algameca Chica que completara una colección y eso sí que lo ha hecho por primera vez Alberto Márquez.
En la sala Bisel de Cartagena se exponen desde el 17 de enero hasta el 28 de febrero de 2025 trece obras en técnica mixta cuya pintura hace honor al lugar con el título “Algameca Chica, una utopía, una realidad”. Con luz mañanera, acuarelas, acrílicos, óleos y collages estalla en los ojos del espectador todo el cromatismo, toda la inarmonía, todo el ejercicio de perspectiva que nuestra mirada aficionada es capaz de ver. Pero yo le pregunto a Alberto Márquez qué ve él con su ojo de pintor que no sepamos ver los demás y me dice una palabra directa: ritmo. La Algameca Chica tiene ritmo pictórico. Yo no lo sabía y me ha encantado enterarme ahora. Era eso lo que se nos escapaba a los demás ojos no expertos. Ritmo. Y el artista ha sabido atrapar ese ritmo entre los colores, las texturas, las líneas y los volúmenes imposibles de un poblado construido sin planeamiento alguno y por acumulación de materiales, de ilusiones y de necesidades de sus habitantes que a cualquier visitante occidental y racional le descoloca pero también le enternece. Entra uno en La Algameca Chica y, le guste o no el lugar, se hace las mismas preguntas: ¿esto qué es?, ¿dónde estoy?, ¿cuándo es?, ¿cómo viven así?, ¿por qué no puedo dejar de mirarlo?, ¿por qué no entiendo lo que veo?, ¿por qué me gusta tanto? ¿por qué me voy siempre contento de aquí? Las respuestas a todo eso las da Alberto con pinceles.
Saber pintar eso es muy difícil, y quienes amamos La Algameca Chica os decimos que os acerquéis a la galería Bisel a contemplar estos cuadros de Alberto Márquez que os harán disfrutar, sonreír, pensar, evocar y desear volver a pasear allí una y otra vez antes de que, ojalá y no pase nunca y sepamos mantenerlo, el milagro se desvanezca y la racionalidad o la irracionalidad acaben con aquello.