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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Por no cortar el rollo

—Quiero que te corras en mi oficina.

Me sonó a «rey en castillo», a «mira, nena, estas son mis tierras». De pronto él no era un chico apetecible al que había ido a recoger al acabar la jornada laboral para echar un casquete y picar algo; sino un potencial mandamás putero, y yo, su fulana a domicilio. No sé, que me llamen loca. Pero supe en ese instante que no me iba a correr seguro. Y así fue.

«Mi oficina».

«Yo quiero»

«Que te corras».

No correrme fue una manera de protestar, supongo. Me cortó el rollo.

Vuelve esto a mi cabeza porque hemos sido exhortados por la encuesta quesesepa.org, que aspira a ser la más ambiciosa de la Historia en violencias sexuales, a revisar nuestras experiencias al completo. Todos los géneros invitados.

Grosso modo y peinándolas una por una, los participantes varones han podido volcar sus anecdotillas. A saber: que se sepa también que los camareros de los bares son asaltados por hordas de mujeres borrachuzas y contentonas que les meten contra su voluntad en los aseos. A más de uno le han tocado el paquete sin su consentimiento alguna vez. Yo esto lo hablo con los afectados a menudo -hablo de todo con todo el mundo-, pero suelo plantearles una hipótesis: ¿y si no fuera un caso aislado; y si te hubieran tocado el culo cada noche de fiesta de tu adolescencia? ¿Y si hubieras caminado con la mano en el trasero para retorcer muñecas conforme avanzabas por los pasillos atestados?

La encuesta no se queda ahí. Tampoco tiene solo que ver con el consentimiento explícito -que, a propósito, se manifiesta de otras maneras, no hay que decir «sí, consiento», como en una boda, ¿eh? Por ejemplo, si te comen la boca, lubrican y jadean, es un sí. «Para mí es un sí», parafraseando a Edurne en Got Talent-. Es que a veces nos ponemos un poco quisquillosos con este tema y habría que repartir manuales de excitación básica. O eso podríamos concluir al leer el voto particular de la famosa sentencia de La Manada, que apreciaba cierta implicación por parte de la mujer en la violación masiva.

La encuesta va más allá, decía, porque se plantea lo que no se dice, lo que no se manifiesta. Las disidencias internas no expresadas en pleno acto sexual. Y eso ya es más complejo todavía.

El problema lo tiene el porno, concluyo al ir respondiendo preguntas, una tras otra. Este chico quería ser rey en castillo. El juego de poder. Vale que él fue light en su jerga sucia y yo demasiado rebelde en mi propia corrida. Pero con un rápido repaso a las webs eróticas podemos apreciar fácilmente un amplio abanico de vejaciones. Para un jovencito pajero que acaba de iniciarse en los intricados mundos de la sexualidad, o para una chiquilla curiosa que quiere explorar y explorarse, resulta peligroso encontrar tal avalancha de agresividad. Aun así, parece cosa de hombres. Las mujeres por estadística rehúyen los azotes, los escupitajos, los bofetones y las asfixias, y se decantan por la pornografía suave con besitos cálidos. Esto, al menos, es lo que eligen en pantalla. Si les excita en la práctica, es cosa suya. Nadie puede juzgar las fantasías de nadie.

¿O sí?

¿Puede una persona sentir repugnancia ante lo que parece una paliza más que un polvo?

A ver, vamos a plantearnos las cosas. ¿Qué mujer, después de realizar esta encuesta, después de mirar desde fuera sus propias batallitas de alcoba, no siente que ha podido ser –o ha sido, y no lo sabía- abusada? Yo estoy segura de haber rozado la línea en varias ocasiones, pero si se lo comunicara a mis compañeros se quedarían a cuadros. Incluso tengo amigas que, habiendo sido víctimas objetivas de violencia física y sexual, no se identifican con ese papel.

Lo que quiero decir es que la mujer tiende a complacer y da por hecho cierta dosis de insistencia, de brutalidad incluso, por parte del hombre. Además, a veces lo encontramos sexy. Y esto es jodido.

Otras no, claro. A buen entendedor pocas palabras se necesitan: cuando la cosa se pone turbia, se pone turbia para los dos… si están atentos. Pero el hombre obcecado no se percata y la mujer tímida no se permite a sí misma expresarlo, detener el asunto, por miedo a cualquier clase de represalia.

Así que aquí me hallo contestando, a la pregunta: «¿Alguna vez has querido parar y no lo has hecho?»; un rotundo: «Sí». Al indagar en los motivos, no me cuadra ninguna de las opciones ofrecidas, porque no se debía a miedo físico. Simplemente anoto:

«Por no cortar el rollo».

Cierta violencia va adherida al concepto «follar». Si no, es «hacer el amor». Y esas franjas son difusas en ocasiones, vaya si son difusas.

Este mismo chico del que hablaba:

—¿Te duele?

—Sí.

—¿Quieres que pare?

—No.

Eso le excitó tanto que se corrió enseguida. Lo juro. Estuve a punto de decirle: «Quiero que te corras en mi oficina». Broma.

Puede ser agradable, el dolor. Pero también puede doler. Y aunque duela, puede que no lo digamos. Puede que nos guste, puede que no. Puede que no queramos decepcionar. Puede que finjamos que está bien, igual que fingimos continuamente todo lo demás. O puede que sí lo digamos porque hayamos llegado a ese punto de la revolución y revelación feminista en que nos permitamos decir sin miedo. Sin miedo a que si soltamos «para mí es un no», en la versión pesimista de Edurne, y no se nos escucha, automáticamente eso se convierta en esa otra cosa y salga de nuestro control.

El porno es duro, la vida es dura.

El Satisfyer, en cambio, es suave.

El éxito que está cosechando, apunta un amigo, radica en que muchas mujeres no se habían corrido tanto en la vida. «Quiero que te corras…». El Satisfyer no impone. Está a nuestro servicio, las horas que queramos.

Eso es el sexo: servicio, reciprocidad. Una lucha de poder a veces, según la visión testosterónica que puede molar como fantasía, pero más que eso es una puesta al servicio del otro. Para que mole de verdad, el sexo debe tener oídos para escuchar, ojos para ver, boca para hablar o saborear, dedos para sentir aberturas o cerrazones, líquidos o secanos. El sexo es piel, órgano vivo, y ahí no hay controversia.

Las violencias sexuales solo llegan cuando estamos ciegos, sordos, mudos, amputados. Cuando el sexo es lucha y no unión. Cuando es conflicto.

Por eso estamos a punto de descubrir los datos de algo más, por primera vez en la Historia: en general en nuestro país, cuando follamos, ¿nos unimos? ¿O nos desunimos?

—Quiero que te corras en mi oficina.

Me sonó a «rey en castillo», a «mira, nena, estas son mis tierras». De pronto él no era un chico apetecible al que había ido a recoger al acabar la jornada laboral para echar un casquete y picar algo; sino un potencial mandamás putero, y yo, su fulana a domicilio. No sé, que me llamen loca. Pero supe en ese instante que no me iba a correr seguro. Y así fue.