'Disidencias de género' es un blog coordinado por Lucía Barbudo y Elisa Reche en el que se reivindica la diversidad de puntos de vista feministas y del colectivo LGTBQI.
Feminista, piensa a la deriva, que vamos a llegar a tocar la verdad con las manos
Que digo que la señora Dalloway dijo que compraría las flores ella misma. No sé con seguridad si les resuena esta frase, pero me da que sí. La señora Dalloway comienza así un día en el que va a dar una fiesta, como señora burguesa de su casa que es. La intriga es que decide salir ella a comprar las flores para embellecer la casa en lugar de enviar a algunas de sus sirvientas explotadas. Es el inicio de una bellísima novela de Virginia Woolf que todo el mundo conoce aunque tal vez no haya leído. No pretendo hacerle una crítica marxista, que es muy obvia. Lo que ocurre es que llevo todo el día mirando las flores que mi madre coloca en vasos, botes, jarras, por toda la casa. La mayoría son rosas, y muchas van muriendo flotando en un agua amarillenta durante días. Siento cierto recelo, no las tiro a la basura ni les cambio el agua. A mi madre se le olvidan. Y ahí quedan como metonimia material de sus paseos solitarios. De sus derivas con el perro de las que luego no recuerda nada. Al menos nada que consiga articular en palabras.
Me he pasado la mañana mirando sin querer las que hay sobre la mesa, pensando sobre qué escribiría hoy. Y en mi cabeza la voz inicial de Mrs Dalloway volvía una y otra vez. Pensaba en cómo las flores eran signo de una deriva, de esa señora burguesa que sale a la ciudad a perderse en el pensamiento de su vida y el mundo; y de mi madre, esa señora que pierde la memoria y, quién sabe, encuentra algo en esos pocos momentos que pasa sola: unas flores, un placer, una alegría. Sentimientos y seres efímeros que vemos apagarse sobre la mesa. Tan bellas son las flores frescas y vivas en la huerta, como las flores que van muriendo en ese vaso. Las personas hacemos cosas terribles como cortar las flores y robarles lo que son en sí, las convertimos en otra cosa, en un amuleto, en un signo que encierra todo un mundo. Las hacemos artificiales.
Kant también pensaba con flores. Con flores secas, decía Derrida, se ponía a pensar en la belleza salvaje y libre. Derrida se reía de Kant con muy mala leche, y yo, sinceramente, no tengo ganas de seguirle la ironía a Derrida. Porque mirando las flores de mi madre, pensando en ese apropiacionismo humano de quedarse las flores para sí, de ir a buscar las flores para dejarlas morir, comprendo profundamente lo brutal y necesario de la belleza. Lo humanas que somos porque encerramos la belleza en algo que puede parecer brutal, y es al mismo tiempo tan delicado. Las rosas tienen espinas, y a pesar de las heridas que mi madre se hace en las manos al cortarlas, las trae a casa con cuidado y deleite. Y como una granuja también. Las hace morir junto a nosotras. Las extrae de su ciclo para llevárselas a la deriva de nuestras vidas.
Esto es fundamental, pienso desde hace algún tiempo, en algunas mujeres escritoras, tan diferentes entre sí, y que hacen comunidad silenciosa de un siglo para otro. Las derivas: pensar desde, en y hacia la deriva el pensamiento de las vidas. No escribo este galimatías sin querer, por descuido; me parece justo. Justo un galimatías. El galimatías de las vidas de cualquiera, que es lo más importante y rico para pensar. Lo más fascinante. No la vida de este hombre, de este cualquier hombre, de este personaje con su narrador. No, las derivas vidas pensamiento de cualquiera. Si esto no es pensar lo universal, que venga Kant y me lo diga. Y, sinceramente, creo que Kant estaría de acuerdo conmigo. Aquí les dejo con lo universal y singular de las vidas derivas cualquiera con Vivian Gornick, una escritora que mi amiga Lucía me presentó esta semana:
-Que tú ¿qué? -me detuve en seco.
-Se la compré, se la compré. Ya sabes, los judíos creíamos que si una persona a quien querías estaba en peligro, la vendías y así espantabas el mal de ojo. -Se ríe-. Si no eran tuyos, ¿qué les podía pasar?
Le clavo una mirada dura. Ella no hace ningún caso.
-Roseman se me plantó en la puerta y me dijo: “Mi hija se muere. ¿Me la compras?” Así que se la compré. Creo que le di a Roseman diez dólares.
-Mamá -le recrimino-, sabías que era una superstición de pueblerinos, un cuento de viejas, ¿y aun así te prestaste a ello? ¿Aceptaste comprarla?
-Pues claro que sí.
-Pero ¡mamá! Las dos erais comunistas.
-Escúchame bien -me contesta-: había que salvarle la vida.
Apegos feroces
Ahí tenemos, amiga, date cuenta, la aventura, el siglo XX, el comunismo, las derivas, ese humor del demonio tan a reivindicar (te hago una lista, tantas escritoras muertas de la risa, como tu abuela en 'esos momentos suyos'), lo brutal y apasionante de las vidas derivas de cualquiera, la belleza tan íntima que nunca hacemos lo suficiente por airear, es decir, escribir, pensar. Gracias, Lucía, gracias Vivian Gornick. Gracias, mamá, por seguir derivando.
Que digo que la señora Dalloway dijo que compraría las flores ella misma. No sé con seguridad si les resuena esta frase, pero me da que sí. La señora Dalloway comienza así un día en el que va a dar una fiesta, como señora burguesa de su casa que es. La intriga es que decide salir ella a comprar las flores para embellecer la casa en lugar de enviar a algunas de sus sirvientas explotadas. Es el inicio de una bellísima novela de Virginia Woolf que todo el mundo conoce aunque tal vez no haya leído. No pretendo hacerle una crítica marxista, que es muy obvia. Lo que ocurre es que llevo todo el día mirando las flores que mi madre coloca en vasos, botes, jarras, por toda la casa. La mayoría son rosas, y muchas van muriendo flotando en un agua amarillenta durante días. Siento cierto recelo, no las tiro a la basura ni les cambio el agua. A mi madre se le olvidan. Y ahí quedan como metonimia material de sus paseos solitarios. De sus derivas con el perro de las que luego no recuerda nada. Al menos nada que consiga articular en palabras.
Me he pasado la mañana mirando sin querer las que hay sobre la mesa, pensando sobre qué escribiría hoy. Y en mi cabeza la voz inicial de Mrs Dalloway volvía una y otra vez. Pensaba en cómo las flores eran signo de una deriva, de esa señora burguesa que sale a la ciudad a perderse en el pensamiento de su vida y el mundo; y de mi madre, esa señora que pierde la memoria y, quién sabe, encuentra algo en esos pocos momentos que pasa sola: unas flores, un placer, una alegría. Sentimientos y seres efímeros que vemos apagarse sobre la mesa. Tan bellas son las flores frescas y vivas en la huerta, como las flores que van muriendo en ese vaso. Las personas hacemos cosas terribles como cortar las flores y robarles lo que son en sí, las convertimos en otra cosa, en un amuleto, en un signo que encierra todo un mundo. Las hacemos artificiales.