'Disidencias de género' es un blog coordinado por Lucía Barbudo y Elisa Reche en el que se reivindica la diversidad de puntos de vista feministas y del colectivo LGTBQI.
Malasmadres
Fuimos niñas que no sabían no podían no querían.
Jugábamos a deformarnos. A ser el bicho. Arrastrábamos
el uniforme por las paredes recién encaladas,
las palmas, las mejillas por las paredes recién
encaladas, como lagartos, para volver a la fila
ropas blancas, manos blancas, caras blancas, para
escucharlas escupir mira, es el bicho, mira.
Las niñas niñas nos miraban de reojo.
Que no te roce, que no te toque.
Que no
te contagie.
«Ser el bicho». Carmen Juan
Llevo muchos años dándole vueltas al tema de la maternidá. Creo que la primera vez fue cuando alguien escuchó mi reloj biológico hacer tic tac más fuerte que yo y muy generosamente me lo señaló. Aunque por aquel entonces yo no hubiese tocado un niñx ni con un puntero láser, hoy tengo que confesar que mi hijo me cae bastante bien. Pero no ha sido fácil.
Me costó más de dos años reconciliarme con su existencia y crear mi propio modelo de maternidad; desarrollar una relación propia y genuina con él lejos de lo esperable por todxs lxs demás, lejos del bombardeo cursi y ñoño. Fue muy costoso emocionalmente, y más teniendo en cuenta la pegatina que me identifica como divorciada, mi trabajo asalariado fuera de casa, mi tiempo y dedicación a jornada completa al activismo político y el hecho de que no me ha dado nunca la gana de renunciar a mi vida fuera del universo niñx. Me paraliza con qué naturalidad se asume que las madres dejen de tener una vida propia, cómo está socialmente normalizada nuestra pérdida de identidad, nuestra anorexia de intereses y estímulos.
Vuelvo a pensar en la maternidá cada vez que alguien me dice «no tienes pinta de madre». Me imagino la escena de La invasión de los ultracuerpos cuando los humanos parasitados por aliens señalan al humano-todavía-sin-parasitar. Me encanta no estar parasitada, no tener pinta de madre, de Buenamadre quiero decir, no ser madre de look hegemónico, no pertenecer al modelo de maternidá dominante, madre con olor a merienda y con hijx de fondo de pantalla.
Siempre me ha horrorizado el Día de la Madre y ese engranaje que pone en marcha el capitalismo para hacer caja con todos esos libros de estética cupcake, todas esas tazas con mensajes que parecen hashtags sacados de alguna sesión cutre de couching, todos esos himnos y homenajes provenientes de una sociedad cheerleaderesca permanentemente entusiasmada con la maternidá.
Pero, ¿qué maternidad venden? El cartel de este año del balneario de Archena decía: «Mamá: no quiero que me faltes nunca. Cuídate» ¿Perdona? No sé qué tipo de maternidá enferma se promociona con estas líneas, qué suerte de mensaje contra-natura se pretende, qué maligno chantaje emocional resulta de sumar dependencia lloricosa con la salud de las mujeres.
Me parece que hay un algo perverso en el entusiasmo permanente y un mucho hipócrita en torno a la Maternidá-que-siempre-sonríe. Alguien debería empezar a decir que no es real, que todo ese ultra-happismo del imaginario mami-contenta-todo-el-rato es dogmático, insultante y tremendamente imbécil.
Alguien tiene que empezar a decir que ser madre no tiene nada que ver con sacarse unas oposiciones para ser per fec ta, nada que ver con ser azafata, ni con ser la imagen wachi de ninguna empresa patrocinadora de noséqué, ni significa llevar un marco alrededor de la cabeza como si fuésemos una ventanilla de cara al público: siempre guapas, siempre radiantes, siempre con fuerza y alegría, siempre preocupadas por canjear puntos para entrar en El Cielo de las Madres.
Simplemente, hay días que ni siquiera lxs hijxs te evitan que sean una puta mierda. Y no pasa nada. Hay días que hasta son más mierda todavía con lxs hijxs. Y no pasa nada. Las madres también tenemos derecho a nuestra legítima tristeza, nuestro legítimo cansancio y nuestra legítima apatía. Y no pasa nada. El ideal de feminidad (mujercita, esposita y mamaíta) inspirado en la Virgen María se lleva imponiendo desde que Dios mandó la Biblia a imprenta.
Sí, 21 siglos haciendo vallas publicitarias con el arquetipo de la Virgen me parece, por decirlo suave, preocupante. Y a lo largo de la historia ha habido picos en las reventas; por citar sólo un ejemplo, en 1854 un onvre escribió un poema dedicado a su Caricari a la que idolatraba y creía la churri perfecta. Lo tituló The angel in the house, como no podía ser de otra manera, porque así son las mujeres perfectas: angelitos del hogar. Afortunadamente, Virginia Woolf escribió la imprescindible réplica-Kalashnikov a tanto escombro y subnormalidad: «Kill the angel in the house» es uno de tantos consejos lúcidos que esta enorma escritora nos dejó como legado feminista.
Que nadie piense que es casual que a las mujeres siempre se nos haya descrito nuestra propia felicidad por los siglos de los siglos como algo externo, desde el día de nuestra boda hasta el día del nacimiento de nuestrx (primer) hijx. El día de nuestra boda indica que ya es oficial que no vivimos solas y amargadas (esto va junto), es oficial que ya hemos encontrado (porque también nos han dicho que hay que buscarlo) nuestro mayor tesoro al final del arcoíris: alguien que nos acompañe de por vida, y –preferiblemente, por supuesto- que sea un hombre.
Por otro lado, el día que nos convertimos en madres nos «completamos» (los hombres nunca estuvieron incompletos), dejamos de sentir «ese vacío» (los hombres nunca estuvieron vacíos). Tener hambre de hijx no debería ser nunca una imposición social interpretada como un deseo propio, ni ser mujer debería ser un formulario en el que ir marcando casillas. Tal vez sea esto a lo que se refería Betty Friedan cuando hablaba de «el malestar que no tiene nombre» y lo que el feminismo lleva dos siglos tratando de identificar como aquello que hace que nos vaya (nos siga yendo aunque en menor medida) mal.
Las feministas tenemos fea costumbre y larga tradición de moñearnos. Sí, he dicho moñearnos; criticar es bien, moñear es mal. La hija predilecta del Patriarcado, esa garrapata que nos parasita a todas las mujeres y que hemos convenido llamar misoginia, lleva tiempo enfrentándonos entre nosotras: hace cien años las sufragistas estadounidenses ya se peleaban con las «mujeres de vida alegre» (lo cierto y verdad es que las putas siempre andan enfrentadas con prácticamente todos los sectores del feminismo), las radfem contra las libfem, las que quieren deconstruir la feminidad contra las que defienden el empoderamiento de la hiperfeminidad, las cis contra las trans, las lesbianas contra las hetero, Camille Paglia –de ego y arrogancia tan grandes y erectos que el Patriarcado se le queda como enemigo algo flácido y esmirriado- contra todas. Por supuesto, en el moñeamiento no faltan las madres contra las no-madres y las madres de maternidá hegemónica (Buenasmadres) contra las madres disidentes y subversivas (Malasmadres).
Yo quiero desde estas líneas pegarle fuego a los carnets que van repartiendo las Buenasmadres por los parques de bolas, quiero deconstruir ese cliché Virgenmariesco que prescribe la maternidá dominante, quiero buscar una fórmula propia de querer y educar fuera de estereotipos que confundan cariño con dependencia, amor con neurosis sobreprotectora. Quiero Una Maternidad Propia (Virginia, desde aquí un beso, ¡cuánto nos has dado!) alejada de los discursos del babyboom de la posguerra: las mujeres no estamos aquí para ser máquinas paridoras que subsanen un déficit demográfico derivado del ejercicio masculino de la guerra, ni creo que proceda realzar la maternidad y los valores de la familia por encima de nuestro propio bienestar.
En definitiva, quiero reivindicar una maternidad que no sea un coñazo o que, si lo es, te deje expresarlo sin temor a sentir en la nuca las cámaras de gas de la maldita culpa, normalizar –por qué no- una imagen de madre que pueda llevar -si quiere- la falda a 5 centímetros del coño. No es posible estar trabajando fuera de casa, pringar en la casa, soportar el cuestionamiento social y el intrusismo desde el embarazo hasta el parto y luego durante la crianza, sonriendo todo el rato sin tener un colapso emocional. No es posible ni sano, por mucho que nos den un día de mierda en el calendario para homenajearnos.