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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El «porno ético», o la Ética en el porno

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El ser humano tiende a clasificar en contraste: blanco, negro; bueno, malo. No lo hace por gusto —que también—, sino por una razón básica de orden, de pragmatismo rutinario. Fruto de esta etiquetación perpetua surge la Ética como disciplina que estudia las polaridades.

Este moralismo descarga con particular dureza en el ámbito sexual, sobre todo desde que vino San Agustín y la corriente de maniqueos. Históricamente, la libido se ha reprimido y se ha practicado con vergüenza y culpa, de tapadillo.

Por eso es llamativo que se asocien dos palabras tan aparentemente aisladas: «porno» y «ético».

Sinónimo de virtud es la Virgen María, y sobre esto no hace falta mayor comentario. Sin embargo, hemos seguido reproduciéndonos. Es más: hemos seguido desarrollando el sexo por el mero gusto de hacerlo, sin fines de perpetuar la especie. Con impunidad o con latigazo, el sexo es un hecho.

El porno también.

La cuestión es qué tipo de porno se consume, y en torno a esto, qué tipo de porno se produce.

La industria, en general, se basa en un patrón bien objetivo: la pela. Se produce más cantidad de aquello que se consume. Sin duda, podríamos poner en entredicho con facilidad los parámetros que sirven de base al sistema democrático al analizar los porcentajes de share de Telecinco, algunos best sellers o el éxito de los Big Mac. La incidencia del consumidor es extensa en cadena de eslabones, incluso al adquirir productos con los que no se concuerda plenamente a nivel ideológico.

Y si hay una industria hipócrita por definición, es la del porno. El porno es esa industria silenciosa que todos necesitamos de puertas para dentro y nadie reconoce necesitar de puertas para fuera; parecido a una crema para hemorroides que se sufren en silencio —en este caso, gozamos en silencio—.

Con la entrada en el escenario de las plataformas gratis, la accesibilidad de la pornografía es total y ejerce una influencia innegable en la inexistente educación sexual de los jóvenes. Problema de las familias, de los coles y del gobierno, sí; pero los niños y las niñas reciben la información que se provee en los «Tubes».

Ese es el motivo de que resulte tan necesario que el porno mainstream, clásico y tradicional, encuentre un contrincante en el llamado «porno ético» que valientemente aúna estas polaridades.

También conocido como «porno feminista» o, como el actor Sylvan Gavroche (Twitter: @whoissylvan / IG: @sylvan.g) prefiere llamarlo: «porno alternativo». En toda industria, por suerte, hay excepciones de calidad.

El hecho de que este actor de metro noventa, complexión fuerte, inteligencia aguda y principios sólidos abandere su profesión como eso: una profesión; desde su subjetividad particular y buscando solidificar una concepción más amplia en cuanto a sexualidad y cuerpos normativos es, per se, digno de celebración. «Para los del mainstream soy un “planchabragas”; para las feministas evolucionistas soy un “macho opresor”. Es lo que tiene vivir en los grises», comenta.

La verdad es que no hay muchos hombres que comulguen con los principios que abanderan. Es decir, que prediquen con el ejemplo, como el Mesías en su día.

La diferencia fundamental del porno ético es que propone un mayor cuidado del guion, la historia y el formato que rebasan el terreno de lo puramente técnico. Al mimar el contexto audiovisual —vestuario, escenografía, construcción de trama y personaje…— se resaltan otros factores indispensables para una sexualidad sana: la empatía, la humanización del otro, la comunicación y el vínculo de las emociones.

«En el porno mainstream», cuenta Sylvan, «no hay que fingir vínculo; no hay que actuar. Es mecánico, requiere de menos acting. Las escenas se graban según el script del director; no según la coreografía natural que prefieran los actores». Desde esa posición se perpetúan los roles de género clásicos: el hombre reducido a una figura fálica que taladra un agujero; la mujer como sujeto pasivo que recibe, extasiada, los empellones.

Es complicado, según él, que haya punto de encuentro entre estos dos mundos. Al hombre se le instruye en ser ese macho alfa incorruptible, poco sensible, que da placer. A la mujer, en cambio, se le enseña que el sexo es algo íntimo, que ella tiene en su poder algo parecido a una flor que debe entregar.

Como deberes para las partes, Sylvan considera acuciante que el hombre aprenda a recibir, a comunicarse, a soltar y relajarse. Por su parte, la mujer debe favorecer su propia comunicación respecto a gustos y preferencias.

 Este porno ético de directoras como Erika Lust abre filones de experiencia nuevas. Igual que un burger de carne de Kobe. Así, en la coexistencia de un amplio abanico de filias y experimentos —más cuando la industria de porno es «de mínimos», o sea, que un video casero ya puede funcionar para recibir miles de visitas—; podemos poner un poco de cabeza y disfrutar también del mainstream como quien picotea grasas trans para darse el gusto, no como dieta base.

Y, con un poco de suerte, es posible que acabemos prefiriendo el porno de calidad, depurado, al habitual minuto de machaque explícito para desfogar ardores.

El ser humano tiende a clasificar en contraste: blanco, negro; bueno, malo. No lo hace por gusto —que también—, sino por una razón básica de orden, de pragmatismo rutinario. Fruto de esta etiquetación perpetua surge la Ética como disciplina que estudia las polaridades.

Este moralismo descarga con particular dureza en el ámbito sexual, sobre todo desde que vino San Agustín y la corriente de maniqueos. Históricamente, la libido se ha reprimido y se ha practicado con vergüenza y culpa, de tapadillo.