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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Provinciana a la fuga

Hoy voy a hablar de mí y de Murcia a la vez: llevo cinco años interrumpidamente, viviendo fuera de ella y como una especie de viaje astral, voy a hacer un análisis simultáneo de mi cuerpo inerte y la huerta europea de dónde vengo.

Entre el segundo y el tercer año de emigración, volví uno entero a la ciudad. Estuve saliendo nueve meses con lo que posiblemente sea el chico más relevante en mi vida hasta la fecha. Se lo presenté a mis padres, le adoraban, íbamos por las calles de El Carmen cogidos de la mano, nos dábamos algún que otro beso y abrazo largo en los momentos de espera a que el semáforo nos cediera el paso. No tuve ningún episodio de homofobia más allá de las miradas de desaprobación y alguna que otra señora aun cuestionándose por qué aberraciones como nosotros podían andar por el mundo tan libres y plácidos – porque caímos del cielo y tenemos alas, estúpida-.

El miedo siempre estaba en nuestras nucas, soplando palabras como “mariquita” “no- hombre”, “error humano”… etc. Ambos sabíamos que esas cosas, más que una amenaza, era algo que nos configuraba desde bien pequeños, en la familia y en la escuela, con los iguales y superiores. Desde temprana edad he sufrido 'bullying' por no haber sido tan macho como los demás y lo llevo encima como una mochila llena de piedras y lágrimas vendidas a litro por cualquier idiota que me decía: “No vales nada, maricón”, como quien hace una confesión entre líneas, o llega a un juicio acusando al abogado de defender su propio crimen.

Para eso Juan, nombre de la criatura, era un maestro de mi ciencia no escrita: arrancaba todas las bolas de hierro y cadenas que me oprimían antes de empotrarme contra la pared. Lo hacía cada vez que necesitaba que alguien me quisiera por quién yo era, no por lo que se esperaba de mí o el 'maybe' de Proyecto hombre fallido, yonki de la masculinidad tóxica.

Él se fue a Valencia y yo a Barcelona, donde actualmente resido. Él necesitaba estar en casa y yo buscar un nuevo horizonte donde tal vez, vivir en paz. 'C'est la vie', “tienes tanta luz en la mirada, tienes tanto que contarle al mundo” canta Andrés Lewin en su Bola de Pop.

Tras un drama y una resaca de ocho meses, pude digerir que agarré mi ropa, al gato, mis ansias de libertad, la mochila llena de piedras y lágrimas y hacer las cosas sólo: romperme la espalda trabajando, gestionar una ciudad grande, una psicosis colectiva, una opresión continua ejercida por los maricones oprimidos, un problema de vivienda continuo y por último y no menos importante, mi propia historia, que no es bonita ni simpática como yo, si no un síntoma total de un mundo enfermo lleno de desigualdad e ira homicida. Repito, sólo con mi gato, sin nadie que me empotre contra la pared y me diga que tengo tanta luz en la mirada, o que tengo tanto que contarle al mundo.

¿Sabéis? Visto desde fuera, la expresión de asco de esa señora, el cementerio del Mar Menor donde alguna vez fui feliz cuando veraneaba en Los Urrutias y Vox como primera fuerza, para mí, son lo mismo. Es la misma disidía de un síntoma, llámalo fascismo, neocapitalismo, avaricia, falta de valores… es el mismo mono con distinto traje de seda.

Por eso, Murcia, mi amor, eres preciosa, pero te falta agua, agua para limpiarte la cantidad de porquería que tienes encima, que escapa del entendimiento colectivo, que no es esa agua para la explotación agromercantil que nos hiciste creer como necesaria. Lo único que te falta es tirar de la cadena y llevarte a todos por delante, pero llévate a los que te hacen daño: los que te pegan collejas para que seas algo que no eres y te odian cuando no respondes a sus expectativas. A quien te envenena y te dice “puta” como si fuera un insulto. A quien te quiere construir una autovía encima de tus verdes pastos, a la Bahía de Portman como error inconmensurable y a todo el sector servicios que paga una miseria por dejarte la piel en él.

Llévate por delante a quien tira una bomba de gas lacrimógena en el Temperatura Ambiente y hace parar de bailar a Patri, a la idiota que le dijo a Ariel que era mujer, cuando él le repitió mil veces que es y será un hombre hasta que lo deje de ser por voluntad propia, a todos los imperdonables que me hicieron una adolescencia imposible y todos los profesores que hicieron la vista gorda con ello. Visto desde fuera, escapando de semejante escenario, Murcia y yo somos lo mismo: somos un vergel, llenos de mierda y atacada por los desastres que se consideran naturales y, no, no lo son, aunque te digan que sí.

Para terminar, quiero contar que me emociona cuando Isis pilla una escoba y va a echar una mano con las inundaciones de Los Alcázeres, a la Jessy salvando vidas desde Cruz Roja. Cuando Malvadisco, madre de las huérfanas fuera de toda norma, hace alguna mamarrachada cargada de mensaje político en espacios públicos, o la propia coordinación antirepresión contra toda seña de heteropatriarcalismo descarado. Visto desde fuera, ese es el auténtico verde de la autonomía, donde aún crecen limones que hay que dejar crecer para que toda la lucha no caiga en saco roto. A los demás psicópatas que quieren destruir nuestro diverso campo, cortarlos por lo sano.

Hoy voy a hablar de mí y de Murcia a la vez: llevo cinco años interrumpidamente, viviendo fuera de ella y como una especie de viaje astral, voy a hacer un análisis simultáneo de mi cuerpo inerte y la huerta europea de dónde vengo.

Entre el segundo y el tercer año de emigración, volví uno entero a la ciudad. Estuve saliendo nueve meses con lo que posiblemente sea el chico más relevante en mi vida hasta la fecha. Se lo presenté a mis padres, le adoraban, íbamos por las calles de El Carmen cogidos de la mano, nos dábamos algún que otro beso y abrazo largo en los momentos de espera a que el semáforo nos cediera el paso. No tuve ningún episodio de homofobia más allá de las miradas de desaprobación y alguna que otra señora aun cuestionándose por qué aberraciones como nosotros podían andar por el mundo tan libres y plácidos – porque caímos del cielo y tenemos alas, estúpida-.