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Solo estoy tratando de correr

Boston, un día de abril de 1967. La ciudad va a acoger una nueva edición de la maratón que celebra desde finales del siglo anterior. A pesar del frío, son cientos los velocistas que se agolpan en la línea de salida a la espera de una señal para empezar a correr. Entre ellos se encuentra K.V. Switzer, con el dorsal 261, que calienta músculos a sabiendas de que no puede estar allí. ¿El motivo? Ser mujer.

Un amigo se acerca a ella y le aconseja: “Kathrine, quítate el labial”. Ella desoye la petición y se mantiene concentrada. Tiene 20 años y ha dedicado mucho tiempo a formarse para una carrera así. Está a punto de participar en algo que le encanta y, sin saberlo, de hacer historia.

Los corredores comienzan a moverse y Switzer hace lo propio, como uno más. No tarda en llamar la atención de los fotógrafos allí apostados. Ella lo toma como un juego gracioso hasta que nota que algo, de verdad, no va bien: el director de la maratón, Jock Semple, le está agarrando con fuerza de los hombros y empujando mientras grita “¡Fuera de mi carrera!”. Kathrine, que intenta zafarse de las manos de aquel señor con la ayuda de su pareja y de unos amigos, le contesta: “Solo estoy tratando de correr”.

La de Switzer no es la historia puntual de alguien, ni siquiera la historia de una sola mujer, como tampoco lo fue la de Elizabeth Cady Stanton, Emily W. Davison, Sojourner Truth, Flora Tristán, Alejandra Kollontai o Clara Campoamor, por citar a algunas que de forma muy consciente lucharon, cada una a su manera y en diferentes espacios temporales y geográficos, por el reconocimiento de los derechos de la mitad de la población.

Durante siglos se ha vetado la participación de la mujer en los espacios públicos.  En el caso de la maratón, si bien los organizadores no ofrecían una justificación expresa para que ellas no pudieran concurrir (directamente no se les citaba como posibles participantes), sí que había excusas “invitando” a las mujeres a no hacer ese tipo de ejercicio, algunas tan variopintas como que podían quedar estériles. En otros casos (hay una infinidad, tantos como grande es el mundo) los argumentos eran y son diferentes, pero casi siempre hay un denominador común: el hombre (no todos, no seamos zoquetes) se encarga de situar a la mujer únicamente en el plano reproductivo y de madre cuidadora. Este sistema obedece a unos parámetros similares al de clases, porque hay uno o unos que deciden sobre otro u otros, creyéndose beneficiarios de una “condición de gracia”.

Han pasado muchos años desde que Switzer se convirtiera en la primera mujer en correr una maratón con un dorsal. Cruzó la línea de meta tras cuatro horas y veinte minutos gracias a su fuerza física y mental. Para hacerlo recibió el apoyo de varios hombres que discernían, como ella, del sinsentido de no dejar participar a una mujer en una carrera. Menos de una década después, en 1975, la velocista ganó la maratón de Nueva York, pero ella ya había alcanzado la victoria real: avanzar en la carrera de la igualdad dando una lección al mundo.

Boston, un día de abril de 1967. La ciudad va a acoger una nueva edición de la maratón que celebra desde finales del siglo anterior. A pesar del frío, son cientos los velocistas que se agolpan en la línea de salida a la espera de una señal para empezar a correr. Entre ellos se encuentra K.V. Switzer, con el dorsal 261, que calienta músculos a sabiendas de que no puede estar allí. ¿El motivo? Ser mujer.

Un amigo se acerca a ella y le aconseja: “Kathrine, quítate el labial”. Ella desoye la petición y se mantiene concentrada. Tiene 20 años y ha dedicado mucho tiempo a formarse para una carrera así. Está a punto de participar en algo que le encanta y, sin saberlo, de hacer historia.