'Disidencias de género' es un blog coordinado por Lucía Barbudo y Elisa Reche en el que se reivindica la diversidad de puntos de vista feministas y del colectivo LGTBQI.
Todes contra el machismo genérico
El mes pasado cené en un restaurante donde trabajaba hace años y, después del postre, entré al back end para saludar a varias personas de las que tengo un recuerdo particularmente especial. Una a una fueron mapeando mi vida a través de preguntas, hasta que llegué a María: una cocinera que pasará los 70 años fácilmente. Le pregunté si se acordaba de mí, y me respondió que no. Al ver mi cara de decepción, me ofreció afablemente unos buñuelos que están riquísimos, y continúo su vida sin darle mayor importancia al suceso.
La primera sensación cuando alguien no sabe quién eres es parecida a cuando confunden tu nombre con el de otra persona (sobre todo si sostienes cierta rivalidad con ella): te cruje en todo el orgullo y atraviesa lo más profundo del ego. En ambos casos, lo que está en juego es la propia existencia, la identidad: por omisión o por confusión, si la persona con la que hablamos no recuerda nuestro nombre es como si fuésemos invisibles de tan insignificantes.
En el caso de las mujeres, las personas trans y los géneros no binarios, la omisión de nuestros nombres ha borrado durante mucho tiempo nuestra existencia, creando una espiral del silencio en la que la proporción de científicas, escritoras, filósofas o artistas con respecto a los hombres ha sido mínima en la historia.
Lo que no se nombra no existe, y la lengua tiene un papel de constructora y deconstructora de la realidad fundamental. No solo aborda la tarea pasiva de reflejar qué pasa a nuestro alrededor; sino que con lo que decimos y cómo lo decimos moldeamos la realidad.
Masculino genérico: es el patriarcado, amigues
El español en concreto es una lengua experta en silenciar existencias: según la normativa vigente y el uso cotidiano, para referirnos a cualquier grupo mixto de mujeres y hombres (expected: la Real Académia Española no tiene en cuenta los géneros no binarios o no marcados) debemos utilizar el masculino genérico. Aunque ellas sean mayoría:
- Si estamos en un aula con 29 chicas y un chico, masculino genérico: los alumnos.
- Si hablamos de las personas que viven en Murcia, masculino genérico: los murcianos.
- Si nuestro parlamento está compuesto por un 47,4% de mujeres, masculino genérico: los diputados.
- Si tres mujeres se disputan la final de Operación Triunfo, masculino genérico: el ganador.
Pronombres, artículos, sustantivos y adjetivos: con esta manera aparentemente inocente de formar los plurales, llamamos a la mitad de la población (mínimo) por un género con el que no se identifica, y que además la ha maltratado sistemáticamente.
Así, el masculino genérico no es más (ni menos) que la práctica lingüística de una de las características más evidentes del sistema patriarcal: el hombre como representación de toda la humanidad. Y si estamos bastante de acuerdo en que es injusto que la minoría privilegiada del hombre blanco heterosexual cisgénero y occidental sea el paradigma de todos los seres humanos, ¿por qué no cuestionamos eso mismo cuando hablamos o escribimos?
Lenguaje inclusivo, antídoto contra el sexismo del lenguaje
No basta con cambiar la realidad, también tenemos que llamarla de otra forma. Si nuestras aspiraciones no caben en las normativas anacrónicas de la RAE y los usos y costumbres manchados de machismo, tendremos que inventar otras. Por mucho que le pese a la intelectualidad paleolítica de La Academia.
Cuando Toni Morrison recogió el Nobel de Literatura en 1993, reflexionó que “una lengua muerta no es solo aquella que no se habla o no se escribe, sino la obstinada lengua que se contenta con la admiración de su propia parálisis. Una lengua estática, censurada y censuradora. Despiadada en su actividad policial, que no tiene deseos ni otro propósito que mantener el campo abierto de su propio narcisismo narcótico, su exclusividad y dominio” .
En 1995, la Comisión Asesora sobre el Lenguaje del Instituto de la Mujer publicó NOMBRA, uno de los primeros ensayos sobre el sexismo en el castellano, donde defienden que “son necesarios cambios en el lenguaje para nombrar a las mujeres; y, por tanto, debemos realizarlos: los prejuicios, la inercia, o el peso de las reglas gramaticales, que, por otra parte, siempre han sido susceptibles de cambio, no pueden ni deben impedirlo”.
En 2002 y después de años de investigación y activismo, la filóloga Teresa Meana publicó Porque las palabras no se las lleva el viento… , un manual sobre el uso del lenguaje inclusivo, que incluye entre los textos que preceden al primer capítulo, esta breve anécdota escolar:
“-Señora maestra: ¿cómo se forma el femenino?
+Partiendo del masculino: la “o”final se sustituye por la “a”
-Sra Maestra: ¿y el masculino cómo se forma?
+El masculino no se forma; existe“
Nada justifica que sigamos haciendo algo que está mal solo por costumbre. Si sabemos que algunos ejes de nuestra lengua son excluyentes, producto de siglos y siglos de machismo, resistirse a cambiarlos sería tan irresponsable como saber que una escalera está defectuosa y permitir que la gente siga subiendo.
Estrategias para un lenguaje inclusivo, el melón de la e
Hablar, escribir y pensar en lenguaje inclusivo es más que una posición política. Especialmente para quienes nos dedicamos profesionalmente a la comunicación, es una responsabilidad.
Para romper la rueda del sexismo en el lenguaje existen varias opciones, desde la sútil escritura que evita el masculino genérico (el cuerpo de este artículo está escrito en ese formato), el desdoblamiento (ellas y ellos), la formación de plurales en femenino (nosotras) o la alteración de los sufijos (nosotres / nosotrxs / nosotr@s).
De ellos, la formación de los plurales con la e (todes, amigues, nosotres, hijes) es la única de todas las opciones que podemos pronunciar, que no discrimina positivamente y que además mantiene el principio de economía del lenguaje. En definitiva es la forma más eficiente y más creativa de terminar con la construcción androcéntrica de la realidad. Pero también la más incendiaria, porque a veces para que florezca el jardín primero tenemos que prender la maleza; y cuando la tirania es ley, la revolución es orden.
El mes pasado cené en un restaurante donde trabajaba hace años y, después del postre, entré al back end para saludar a varias personas de las que tengo un recuerdo particularmente especial. Una a una fueron mapeando mi vida a través de preguntas, hasta que llegué a María: una cocinera que pasará los 70 años fácilmente. Le pregunté si se acordaba de mí, y me respondió que no. Al ver mi cara de decepción, me ofreció afablemente unos buñuelos que están riquísimos, y continúo su vida sin darle mayor importancia al suceso.
La primera sensación cuando alguien no sabe quién eres es parecida a cuando confunden tu nombre con el de otra persona (sobre todo si sostienes cierta rivalidad con ella): te cruje en todo el orgullo y atraviesa lo más profundo del ego. En ambos casos, lo que está en juego es la propia existencia, la identidad: por omisión o por confusión, si la persona con la que hablamos no recuerda nuestro nombre es como si fuésemos invisibles de tan insignificantes.