Esta historia comienza un soleado día de la semana pasada en que iba yo quejándome por toda la casa de cuánto me dolían las tetas. Me las agarraba para potenciar el estremecimiento en un lamento infructuoso y reivindicativo que protestaba por, y desde, mi condición de mujer que ovula.
—A ver si estás embarazada —sentenció mi madre con sabiduría de octogenaria rural sin diplomas a la vista—. No hay posibilidad, ¿no? —interrogó mi madre con destreza de FBI sin remangarse la camisa—. Mira que ahora es muy peligroso.
Me quedé pensando si lo peligroso era el acto de fornicar y, en ese caso, si lo era por a) el eventual embarazo, que en una cuasi treintañera no resultaba tan dramático como en una adolescente, o sí, porque a saber qué hacías con eso; b) las enfermedades de transmisión sexual, que para una mujer en monogamia exclusiva durante cuarenta años son un mal acechante en cualquier esquina, y quizá también para las de mi edad y condición; c) el COVID.
En cualquier caso, era indiferente.
Ahora las relaciones sexuales son un peligro.
Me pregunté, a continuación, cómo afectaba eso a la estirpe que, según cuenta Tamara Tenenbaum en su libro El fin del amor, no existía hasta hace bien poco: las solteras como categoría hábil y funcional, emancipadas de la figura del pelele o eterna adolescente bajo la tutela de los padres. Máxime cuando los tiempos que corren aconsejan hacerse fuerte en la pareja para asegurar un refugio de necesidades básicas cubiertas. ¡Fuera hay carestía, señoronas!
La autora las clasifica en 'solteronas', 'desesperadas' y 'orgullosas'. En este último subtipo se encierra el cliché de la Cool girl que aparece en el famoso monólogo de la película Perdida: la mujer con cuerpo de escándalo que come hamburguesas, eructa, se presta a los gang bangs y jamás se queja ni pide nada a un hombre, sumida en la esperanza cincelada por la cultura cinematográfica de ganar puntos frente a sus rivales en el hipercompetitivo mercado de la carne.
—Me están robando los años mozos para conocer al hombre que me insemine —protestaba mi amiga L., recién treintañera, por videollamada. La imagen se pixeló.
—¿O los de descuento? —discutí yo.
Si somos honestas, esta historia comienza, para todas, antes de que a mí me bajara la regla. Comienza mucho antes porque hay un legado que nos susurra bajito que la soltería es ese ínterin, una pausa, un “mientras tanto” y “ya aparecerá” y “ya lo verás” y “no pierdas la esperanza”. Y el reloj biológico sigue en marcha, tic tac, y nadie nos va a devolver este lapso. Porque seguimos dándonos palmaditas en el hombro las unas a las otras y sosteniendo muy dignas que estamos aprovechando este tiempo “para conocernos a nosotras mismas”, como si la soledad —sin pareja— tuviera que legitimarse o rentabilizarse o justificarse públicamente en algún modo.
Voy más lejos con vosotras, si me lo permitís: ni siquiera contemplamos la realidad objetiva, pues lo más probable es que hayamos tenido muchas oportunidades de formar una pareja… y no nos haya dado la gana de hacerlo.
¿De verdad creemos que somos defectuosas si nadie nos compra?
¿Quién compra a quién? ¿Cuánto de verdad hay aquí?
Repasando con algo de honestidad la narrativa personal, a menudo percibimos que esa sensación de prenda con tara solo es un rastro impreciso que se basa en datos. A saber, una edad: 'casi treinta', y un estado civil: 'soltera'. La sociedad pre-COVID, dejadme deciros, no era mejor que esta: pasábamos a menudo de una relación a otra en práctica del 'amor gratis', que no 'libre'. O sea, contemplando poco o nada la humanidad ajena, convirtiendo al sujeto en categoría, en 'otro capullo más' y 'es de esos que'. En ese 'líquido' incorpóreo del que habla Bauman Zygmunt y que no tiene nada que ver con los versos de Neruda:
Pero este amor, amor, no ha terminado,
y así como no tuvo nacimiento
no tiene muerte, es como un largo río,
solo cambia de tierras y de labios.
En efecto, el amor universal poco se parece a la doctrina de las relaciones sexoafectivas de usar y tirar típicas del capitalismo que incita al Día de la Marmota en la búsqueda de la saciedad del deseo.
Ahora, en cambio, follar es peligroso. Ergo, el desconocido lo es. Esto supone una contraofensiva tremenda a la mentalidad imperante. Habíamos adquirido a base de rutina una deformación profesional propia de Recursos Humanos de multinacional. Nos convertimos en pitonisas capaces de predecir el devenir de una relación con apenas dos o tres descripciones que el pobre mortal de turno mascullaba con la boca llena de cerve y pincho de tortilla. “Este no me vale”, narrábamos en huida a través de audios a las amigas solteronas solitarias treintañeras, de las orgullosas o de las desesperadas, recolocándonos las bragas en el ascensor. “Ha soltado un par de comentarios que pa qué contarte…”.
Ahora, insisto, follar es peligroso.
Los círculos de contactos se van cerrando en lo que denominamos 'burbujas' y ahí no queda otra que apechugar con lo que hay. “Se me ha regenerado el himen”, decía M; y D, uno de mis mejores amigos que también es mi ex, se sorprendía: “pa qué sigues depilándote”. La realidad se va pareciendo a esa peli que encabeza el post. Es una distopía donde la pareja conforma la unidad nuclear y en torno a ella se van disponiendo múltiples ventajas y beneficios de ser dos en lugar de uno.
—Piénsalo —seguía L. en su discurso—. Para pedir una hipoteca, para mudarte a una casa decente, para reservar habitaciones en hoteles…
Los 'millennials' a los que nos despunta ya alguna cana no tenemos más remedio que someternos al juego de Pies Quietos. Porque la realidad se ha convertido en una peli de ficción. Ahora follar —por si no lo había comentado antes— es peligroso.
¿Qué va a ser de nosotras?
Lo mismo hasta nos enamoramos.