Durante los oscuros comienzos del franquismo, la colonia militar de La Savina, en Formentera, fue un centro penitenciario que llegó a albergar a 2.000 reclusos procedentes de toda España. Vivían hacinados, enfermos, maltratados y hambrientos. Eran obligados a trabajar forzosamente, sin descanso. De entre todas aquellas personas condenadas por la sinrazón, el cartagenero Francisco Solano Vera fue la primera víctima mortal de las 58 que se contabilizaron. Murió en enero de 1942 y fue enterrado en una fosa común. Hoy, más de ocho décadas después, sus restos, cuyo merecido descanso fue terminantemente arrebatado por la dictadura, han sido traídos de vuelta a su ciudad natal.
En el cementerio de San Antonio Abad, muy cerca del núcleo urbano de la ciudad portuaria, las hijas, los nietos, los descendientes de Francisco Solano esperan pacientemente la llegada de sus restos, con la tensa expectativa de quien tanto tiempo después ve restituida, dignificada, la atrocidad que fue cometida. El Ayuntamiento de Cartagena y el Govern de las Islas Baleares han organizado un acto solemne en homenaje al fallecido, y toda la familia se ha reunido previamente en la puerta del cementerio, conversando, en voz muy baja, casi en silencio. Algunos de ellos han venido desde Tarragona, donde reside una de las hijas.
Al acto han acudido Jesús Jurado y Marc Andreu Herrera, Secretario Autonómico y Director General del Govern, respectivamente, y Alejandra Gutiérrez, Presidenta de la Comisión de Memoria Histórica del Ayuntamiento de Cartagena. También ha querido estar presente la Asociación de Memoria Histórica de la ciudad. Fuentes cercanas al ejecutivo balear han asegurado a este medio que sus representantes comunicaron al Gobierno autonómico de Murcia la celebración del acto. Sin embargo, ningún representante regional se ha personado. Es la primera vez que se entregan los restos de una víctima de la prisión de Formentera fuera de las Islas.
Atanasio es uno de sus nietos. Vive en Cartagena. Antes de coger, junto a uno de sus primos, la caja de madera en la que están depositados los restos de su abuelo, dice: “Es la única pieza de la familia que faltaba por estar donde debe estar, de donde nunca debía de haber salido”. En la caja de madera hay una inscripción pequeña, metálica, oxidada: “Francisco Solano Vera”. Ambos la transportan a una mesa dispuesta con una tela roja, rodeada de flores y dedicatorias. A la derecha, apoyado sobre un caballete, destaca un lienzo con la pintura de una fotografía de la víctima. Todos guardan un minuto de silencio. Al mismo tiempo, una mujer toca un violonchelo.
“Hoy se cumplen 81 años desde que nos arrebataron a nuestro abuelo y se lo llevaron a Formentera, donde murió a los 39. Después de todo el sufrimiento, a la familia nos queda el consuelo de recuperar sus restos”, dice Anastasio, leyendo un papel que había preparado, sobre un atril. “Hoy sus hijas, aquí presentes, Dolores y Francisca, ven recobrados los restos de su padre, al que ya no volvieron a ver desde niñas”. Francisco Solano era panadero y residía en Los Dolores, una pequeña localidad de Cartagena. Estaba casado con Dolores Fernández y tuvo seis hijos. Fue detenido en abril de 1939. Lo acusaron de crímenes basados en rumores que nadie atestiguó. Lo condenaron a 20 años de prisión y lo trasladaron a Formentera. Murió el 6 de enero de 1942, y en el parte de defunción aparecen escritas las causas: tuberculosis pulmonar y caquexia, una enfermedad relacionada con una extrema falta de alimento.
Antes de que Atanasio tomara la palabra, Jesús Jurado ha expresado sus condolencias a la familia, asegurando que es “demasiado tarde”, pese que al final se hayan recuperado los restos de Francisco Solano. “Formentera fue un infierno para miles de personas inocentes y hoy estamos viviendo reparación y justicia”, ha añadido del secretario. En la misma línea, Alejandra Gutiérrez ha asegurado que, después de tantos años de “luchar por la verdad”, de “no desfallecer hasta encontrar a su querido familiar”, el final “ha sido feliz, dentro del sufrimiento que supone ser una víctima del franquismo”.
La familia entera se dirige a continuación hacia la tumba preparada para su abuelo. Dos operarios del cementerio transportan cuidadosamente la caja con los restos. Cuando llegan al sepulcro abierto, antes de enterrar la caja y volver a cubrirla con la lápida de mármol, las hijas tocan por última vez la madera, la placa metálica con el nombre grabado. Los operarios colocan la lápida y depositan sobre ella las flores que un momento antes, en el acto, estaban junto a la mesa. Se produce de nuevo un silencio solemne y sentido, aunque más profundo. Tanto como el que la familia ha vivido durante ocho décadas hasta encontrar los restos de su abuelo que, por fin, ahora, descansan en su tierra.