Daniela Alcívar, escritora: “Creer que los hijos son sólo el producto de sus padres es no creer en la capacidad de la naturaleza para renovarse”
La escritora Daniela Alcívar Bellolio (Ecuador, 1982) sufrió la pérdida de su hijo nada más nacer. Todo el crudo dolor de esta experiencia lo ha vuelto literatura en 'Siberia, un año después' (Candaya, 2019), una novela de sinceridad apabullante y con pasajes verdaderamente escalofriantes que, sin embargo, se abre paso hasta la luz desde la poesía. Daniela dirige en Quito el Centro Cultural Benjamín Carrión, es editora general de la editorial Turbina y es miembro del comité editorial de la revista Sycorax. 'Siberia, un año después', su primera novela, la ha consagrado como una de las voces principales de la generación de escritoras nacidas en los 80 que están renovando la literatura de su país.
¿Cómo se sobrevive a semejante experiencia?
La única respuesta que puedo darte es que no es que yo haya sobrevivido, sino que la vida, esta fuerza impersonal, ni buena ni mala, estaba empecinada en que mi cuerpo viviera, a pesar de todo. Y ya luego, con el tiempo, con terapia y medicinas, empiezo a ver un poco más de claridad. Empiezo a agarrarme de los afectos: las amigas, los amigos, mi marido… Quiero decir que la sobrevivencia no depende de la voluntad en absoluto: En mi caso no había ninguna, sino de esta fuerza a la que llamo la vida y que no relaciono con nada moral, ni con Dios, sino con la energía incomprensible que lo habita todo. Así que no veo nada heroico en haber sobrevivido, pero sí bello.
¿Ayuda la escritura a renacer?
Cuando empecé 'Siberia, un año después' no estaba escribiendo una novela. No sabía qué hacía. Simplemente creaba pequeños fragmentos. Era una forma en que, por un segundo, conseguía ordenar el mundo, porque mi mundo estaba sumido en el más completo caos. La escritura fue mi modo de darle orden por breves momentos a esa oscuridad. Toda esta carga insoportable que yo llevaba se traspasaba de mi cuerpo al papel de manera realmente física y eso me dejaba respirar un ratito. Y esos ratos se hicieron cada vez más largos, hasta que logré escribir de manera más continuada. A eso se debe la estructura de la novela.
¿Cómo empezaste a ver la luz?
En un momento así me ayudaba mucho ponerme proyectos a corto plazo, a un mes máximo, porque mi mente iba mucho hacia la desgracia. Pensaba que estaba maldita por la vida… Cosas así. Pero al ponerme objetivos con la novela empezó un trabajo más cerebral, de dar un sentido, de pensar más literariamente.
En el libro, las existencias incompletas y desgraciadas de los personajes contrastan con la naturaleza, siempre armónica y en equilibrio. ¿Fue para ti volverte hacia ella un modo de hallar paz?
El personaje protagonista, que soy yo y no soy yo al mismo tiempo, encuentra un solaz en esta permanencia del paisaje. Es así como me sucedía a mí: de piel adentro todo era caos, gritos. Pero afuera había paz. Pasé mucho tiempo en un campo muy alejado de la ciudad, en Ecuador. La naturaleza no contaba historias, no decía nada, no condenaba ni salvaba. Simplemente estaba ahí. Recurría a ella, a su mudez, para salir de mi griterío interior.
Hay también en la novela una mirada al pasado familiar. ¿Es éste una herencia de la que una no puede librarse?
He sido criada en una ideología muy cristiana, que te mete en la cabeza el pecado original. Que los pecados de los padres los pagan los hijos… Todo eso. Mi madre me volvió medio loca de muy chica diciéndome que yo tenía que deshacerme de estas ataduras porque, si no, aunque no fueran mi culpa, esos pecados los terminaría pagando yo. Una crece, se hace más ilustrada y comprendes que eso no es cierto, pero en algún modo esas cosas no se van nunca.
La protagonista ve en el nacimiento de su hijo la oportunidad de romper con la historia familiar.
En la novela aparece esta genealogía marcada por el horror. Durante el embarazo te viene el miedo de qué podemos estar legando al hijo. Pero la idea de que los hijos son producto de sus padres es horrorosa. Es no creer en la capacidad de la vida para renovarse. Fue necesario conocer al mío para darme cuenta de que eso no era cierto, aunque cuando lo tuve delante ya estuviera muerto. Fue comprender que todo estuvo siempre bien. Por eso el final de la novela es luminoso. Es un viaje no de autosuperación ni mucho menos, pero sí de evolución a una visión de la vida que rompe con el pensamiento lineal, con la causa y el efecto. Que todo es causa y efecto es una idea horrible. La vida es otra cosa, pero no nos lo enseñaron.
Junto a autoras como María Auxiliadora Balladares, Gabriela Ponce, Sandra Araya o Mónica Ojeda, formas parte de una generación de escritoras, todas de los 80, que está renovando la literatura de vuestro país.
Algunas de las que nombras son íntimas amigas y tenemos juntas la revista Sycorax. Hay muchas escritoras ecuatorianas mayores, de otras generaciones, como Alicia Yanes Cossío o Lupe Rumazo, lo que pasa es que fueron siempre invisibilizadas por el campo cultural nuestro que, como en toda Latinoamérica, es muy machista. Ahora, estos mismos que toda la vida las invisibilizaron dicen: “Esas sí eran escritoras y no las de ahora. Hay que rescatarlas…” Son las estrategias del machismo, muy malintencionadas. Obviamente, no digo que todo lo que escriben las mujeres sea bueno, pero sí hay una emergencia de autoras que trabajan la literatura desde la ruptura de los cánones, muy masculinos, que se nos habían impuesto.
¿Las cosas están cambiando?
Lo que ocurre es que el movimiento feminista nos ha permitido acceder a espacios que antes nos estaban prohibidos: Ahora somos profesoras universitarias, yo dirijo el Centro Cultural Benjamín Carrión en Quito, nos entrevistan, nos preguntan, nos hablan. Todo lo que ellos nunca hicieron. Las vacas sagradas del campo cultural en Ecuador, no diré que todos, pero sí el 90%, no nos consideran interlocutoras válidas. Hablan de nosotras, pero nunca nos hablan a nosotras. Lo que pasa es que afuera el mundo ya superó ese machismo y nos leen en otros países. Ya no dependemos de ellos, que se editaban y daban palmaditas entre sí.
¿De qué otros modos se manifiesta ese machismo?
El centro cultural donde trabajo tiene un fondo editorial con más de veinte libros, publicados a lo largo de quince años. Entre ellos no hay uno solo escrito por una mujer. Y hace unos años el centro alojó un encuentro internacional con invitados de otros países… todos hombres. Y de hecho hubo una mesa sobre cómo se construye el cuerpo femenino en la literatura y la única mujer que había… era la moderadora. El hecho de que me hayan puesto a mí como directora, que soy mujer feminista, que nunca he ocultado mis posturas políticas, me dice que algo está cambiando.
Volviendo a 'Siberia, un año después', transcurrido el tiempo, ¿cómo percibes el libro, todo lo que viviste?
Pese a que la novela hable de una intrusión de la muerte tan brutal, me gusta cuando se asienta esa emoción y se puede ver que también hay una textura de vida bien fuerte. Eso para mí es importante: Que 'Siberia' no sea el relato oscuro de una tragedia sino, de algún modo, un pedazo de vida, aunque sea rota y escindida… pero vida. Si la novela fuera sólo un lamento sería bastante plana. En cambio, vista con distancia y con el tiempo que ha pasado, siento que es un pedazo de mí.
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