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Entrevista

David López Sandoval, escritor: “Los niños tendrían que ir al cementerio el Día de Todos los Santos y no disfrazarse de mamarrachos la noche de antes”

David López Sandoval (Córdoba, 1975) es Doctor en Filología Hispánica, profesor de Lengua Castellana y Literatura y una de las mejores y más distinguidas voces poéticas de nuestra lengua. Desde 1999 ha firmado una tempranísima novela, seis poemarios y una obra de teatro. Lo quieren los premios. Además, publica artículos con asiduidad en su blog: Los 400 golpes. Este lunes, 20 de junio, acude al Club de Lectura de San Basilio para charlar sobre Cuenta atrás (Hiperión, 2018), con el que ganó el XXXIV Premio Jaén De Poesía.

Cuenta atrás consta de 51 poemas numerados desde el 50 al 0. La idea que sobrevuela el poemario tiene que ver con la conciencia de que hemos cruzado el ecuador de nuestra existencia.

Y cuando lo cruzamos, empieza lo bueno. Dante escribe su Commedia «nel mezzo del cammin», Shakespeare sus grandes tragedias cuando ya pinta canas… Las mejores obras (y no solo las literarias o artísticas, sino las vitales) son propias de la madurez. Cada vez estoy más convencido de que lo que está a este lado del ecuador es mucho más interesante. A este lado se ama mejor, se folla mejor, se piensa mejor, se siente mejor. Todo tiene un aura que lo mejora, que lo dignifica. ¿Y sabes por qué? Porque cuantos más años cumples, más recuerdos tienes, y los recuerdos son el alimento de la inspiración. Creo…, no, creo no; afirmo que la juventud está sobrevalorada, y si es en poesía, mucho más. Salvo honrosas y escasas excepciones, un libro de poemas escrito por un autor joven no me suele llamar la atención. Lo que escribe me sabe a poco. Me dan ganas de decirle: criatura, tus desengaños amorosos son tan pequeños, y tu visión del mundo tan limitada que me dan ganas de invitarte a una cerveza y contarte un poco qué es la vida; vive un poco más, llena tu futura poesía de experiencias y luego ponte a escribir. El poeta niño, el Rimbaud de diecisiete años, insolente y lenguaraz, que se tira al viejo Verlaine, es un mito que encumbran los mismos franceses (expertos en crear mitos de la nada) y que casa muy bien con los tiempos que vivimos, donde todo lo que no sea de los noventa en adelante es un trasto.

El resultado es en ocasiones un luminoso canto a la vida y en otras un divertido y vibrante viaje hacia la oscuridad. ¿Es la propia muerte la que engrandece y da sentido a esta inexplicable locura?

La muerte es el único tema que me interesa porque de él derivan todos los demás temas. Freud habló de Eros y Tánatos, de una pulsión de vida y otra de muerte, pero, para mí, solo existe la segunda, y la primera es una consecuencia de ella. En realidad, la sombra de la muerte, la conciencia de que no somos infinitos, es lo que explica el mundo, las sociedades, nuestra especie incluso. Toda evolución, toda mutación en el devenir de nuestra historia es un intento de escapar de la muerte o de entenderla. Sin la muerte no habría ciencia, filosofía, arte, literatura y, en general, búsqueda de respuestas. La muerte es la gran pregunta. Por eso me parece una necedad que a los niños se les aparte de ella. Los niños tendrían que ir a los entierros, a los cementerios el Día de Todos los Santos, y no deberían disfrazarse de mamarrachos la noche antes. Ignorar la muerte es no hacerse preguntas, no salir de los límites del infantilismo.

El despliegue métrico en Cuenta atrás es magnífico; sin embargo, la palabra fluye por esos metros con asombrosa naturalidad. ¿Qué importancia tienen los clásicos en tu literatura?

Decía Borges que era la lealtad de los lectores lo que hacía al clásico, una lealtad fundamentada en la capacidad que este atesora de ser profundo y ofrecer muchas interpretaciones a lo largo de la historia. Pero un clásico también posee una extraña unanimidad. Cuando yo, un lector cualquiera de una época cualquiera, leo un soneto de Lope de Vega, estoy repitiendo en mi mente las mismas secuencias oracionales que repitieron en la suya miles de personas antes que yo. Es como cuando te pones debajo de la cúpula del Panteón de Agripa, por ejemplo, cuya sombra ha amparado de la misma manera a multitud de humanos desde que Adriano lo mandara construir, y entras en contacto con la eternidad. No sé, quizá esta unanimidad sea uno de los rasgos que nos hace humanos y conscientes de que lo que sobrevive al tiempo es la obra y no el autor. Se me ocurre que un clásico, en estos tiempos de narcisismo literario y autobombo, es una buena lección de humildad. Muchos de nosotros deberíamos hacernos la siguiente pregunta de vez en cuando: ¿tú quién coño te crees que eres para hablar así de ti mismo?

La métrica es otro tema. Para mí, la métrica es un límite necesario en mi expresión, una brida que impide que me desboque. Medir un verso me permite limpiar la pepita de oro, sacarle brillo. En poesía es muy fácil caer en la verborrea, y más ahora, cuando parece que la poesía verborreica es la que más se publicita y más premios prestigiosos gana. La verborrea te hace caer, o en el hermetismo “yomímeconmigo” de los versos que no entiende ni dios, o en la frase hecha que todo el mundo comprende pero que no dice absolutamente nada.

El paraíso perdido del amor juvenil, la vida que está siempre en el otro lado de las cosas… ¿Aún te sientes imbuido por cierto idealismo platónico, por un anhelo incurable?

¿Cómo que aún? ¿Es que hay otra manera distinta de sentirse? No concibo la escritura sin ese anhelo. Pero es que incluso, como lector de poesía, lo busco, y la obra que es capaz de despertármelo es la que me suele gustar. Voy a decirte una verdad como un templo: en todo, siempre hay algo que se nos escapa; puedes vivir sin planteártelo, pero entonces jamás entenderás el significado de un verso.

Dedicas un poema al fallecido José Perona, profesor de la Universidad de Murcia, ¿qué significó el maestro para ti?

Pepe Perona fue uno de los pocos profesores buenos que me encontré en la carrera. Ignoro cómo estará ahora el panorama, pero en aquel tiempo recuerdo que la Facultad de Letras de la Universidad de Murcia era bastante desastrosa. Pepe Perona, y algunos otros (no muchos) me hicieron sentir algo que sí había sentido cuando era alumno del instituto: esa curiosidad, ese asombro, esas ganas de aprender. Concretamente, Pepe Perona (sus libros, sus clases y su conversación) me puso delante de la hipocresía del pensamiento políticamente correcto. En el poema que le dedico lo trato como si fuera Ulises porque me descubrió la valentía. A él no le importó nunca atravesar el proceloso mar del debate, ni pasar por el desfiladero de esa Escila y de ese Caribdis que siguen siendo el tabú social y la autocensura. Si aún siguiera vivo, Pepe Perona estaría marcado por el calificativo de facha o de algo peor, como, por otra parte, en más de una ocasión nos hemos visto etiquetados más de uno. Vivimos tiempos extraños, y Pepe fue uno de los primeros en profetizar que llegarían.

En el poema Tintín contra Astérix contrapones a los dos grandes personajes del cómic francés para fallar en favor del joven aventurero. ¿Europa siempre vence a la aldea?

Ahora, viendo el devenir de Europa, no escribiría ese poema; aunque, por supuesto, me siga gustando mucho más Tintín que Astérix. No lo escribiría porque cada vez estoy más convencido de que es al revés: la aldea siempre acaba derrotando a Europa. La aldea (y que me perdonen Goscinny y Uderzo) es la irracionalidad de la ideología, el dogmatismo del supuestamente antidogmático relativismo, la falsa impresión de modernidad, la barbarie de lo aparentemente civilizado y la tiranía del consenso. Todo esto es el abono para que crezcan nacionalismos y globalismos, que en realidad son las dos caras de una misma moneda, la del afán de dominio social. Europa ha sido, y continúa siendo, un campo de batalla porque lo más hermoso de la clasicidad, el cristianismo y el iluminismo (que son las tres patas que la sostienen) siempre ha terminado ensuciándose con la mierda de alguno de estos atributos de la aldea.

De Europa a Japón: la obra contiene cuatro haikús deliciosamente compuestos y un homenaje a Kobayashi Issa.

El haikú, para mí, es lo más puro que se puede hacer en poesía. Es la depuración de la pureza. Yo entré en el haikú por la puerta de Basho y Buson, pero fue Issa el que me mostró la insondable profundidad de esas diecisiete sílabas. Kobayashi Issa tuvo una vida bastante complicada, y sus últimos años fueron muy trágicos. En Issa veo un dolor, un pesimismo que se alza a veces muy por encima de la contemplación budista. Por eso es mi haijin preferido.

En el poema Informe Mishima detallas el ceremonioso suicidio del escritor japonés. Este se refleja en un número considerable de poemas. Parafraseándote: ¿te parece el suicidio una imagen contundente de la más poderosa voluntad de vivir?

Recientemente tuve una conversación con un amigo que me decía que el suicidio era uno de los rasgos que nos separaba de los animales. Yo, que soy un poco tocapelotas, se lo discutía aduciendo los casos de animales que aparentemente se quitan la vida, aunque desde el principio estaba de acuerdo con él. Sé que es un pensamiento bastante extremo, pero el ser humano está en la cúspide de la evolución porque siempre tiene la posibilidad en el horizonte de ingerir un cóctel de barbitúricos o de cortarse las venas. El suicidio es la manera más civilizada de morir porque nos hace dueños de nuestra propia vida y, a la postre, nutre nuestra voluntad de vivir. Del suicidio considerado como una de las bellas artes sería un libro interesante.

Ahora bien, lo que lleva a alguien a consumar el suicidio es otro tema. Quizá, como diría Camus, el tema filosófico por excelencia. 

No mucho antes de la pandemia realizaste tu primera incursión en teatro con El escritorio (Paralelo Sur Ediciones, 2019; Amazon, 2021). Con ella recibiste tu cuarto premio literario. ¿Qué sentiste al verla representada?

Soy un recién llegado a esto del teatro, y, por lo tanto, un intruso. Así que, si lo que estoy a punto de decir parece demasiado ingenuo, me da igual. Cuando vi a mis tres hermanas protagonistas encarnadas en esas tres magníficas actrices que son Antonia Castillo, Ana Cano y Carme Piqueras, comprendí que lo de la autoría es un cuento chino. Tal vez el género que mejor lo constate sea el teatral, donde el director de escena, el trabajo de los actores y la recepción del público (todo a la vez) pueden cambiar tu obra de arriba abajo. Con El escritorio siento lo que estoy sintiendo ahora que mi hija se va de erasmus a Palermo: que vuela libre y que tú no puedes hacer nada por impedirlo.

En Lírica cuántica (Tres Fronteras, 2021) retomas el haikú y cuentas con cuatro ilustradores: Fernando Muñoz Ubiña, Isidro Martínez Sánchez, Remedios Pérez Juan y Juana Fernández Amor.

Cuatro amigos y cuatro artistas enormes. Estar a su sombra me ha permitido enterarme de qué es eso de la creatividad. El proceso del libro fue interesante, porque ellos lo ilustraron sin que yo les diera ninguna interpretación de los poemas. El resultado está ahí, lo considero mi mejor libro, no por la calidad de los haikús, sino por la belleza de las ilustraciones, que completan los textos ampliando su significado e incluso contradiciéndolo. Lírica cuántica es un libro que, en sí mismo, es un todo: la forma, el material de las páginas, la tinta, la tipografía… Todo se ha cuidado a conciencia, y el trabajo de Juan Cosme y Producciones Z (diseñadores) ha sido excepcional. He dicho que es “mi” mejor libro, pero no es mío solamente.

Tu último poemario es En carne vivo (Reino de Cordelia, 2021), una colección de sonetos sobre lo que realmente importa.

Importa amar. Amar solamente ser amado, que diría Quevedo. Escribir sobre el amor es lo más difícil en poesía. Primero, porque tiene que haber habido experiencias lo suficientemente intensas como para que las brasas humeen en el alma toda la vida y te permitan, cuando ha pasado la tormenta, escribir sobre ellas. Segundo, porque es el tema más habitual y, por lo tanto, más lleno de trampas. Estoy orgulloso de este libro, creo que he conseguido escribir lo que quiero leer: algo que me cuente lo mismo de siempre (la originalidad es otro mito) pero como si fuera la primera vez que lo hace. ¿No es esa la meta del escritor?