Se trata de una de las apuestas más llamativas de la “rentrée” literaria de este año. ‘Los que escuchan’, la segunda novela del escritor cartagenero -aunque afincado en Londres- Diego Sánchez Aguilar en el prestigioso sello barcelonés Candaya, promete atrapar, remover e incluso cuestionar al público con un texto al mismo tiempo ambicioso y adictivo, comprometido y rico, inteligente y emocionante. En un futuro inmediato en que las soluciones tecnológicas al cambio climático ya no surten efecto, la incertidumbre y el miedo al colapso empiezan a generar consecuencias sociales, psicológicas y políticas en un Occidente sin rumbo que baila con el caos. ‘Los que escuchan’ da para debates infinitamente enriquecedores pero trataré de ajustarme a los tiempos en esta charla, con la que aprovechamos su paso por el Levante en la gira de presentación: martes 12 en Alicante (80 Mundos, 19h.), miércoles 13 en Cartagena (Museo Teatro Romano, 19h.) y jueves 14 en Murcia (Libros Traperos, 19h).
En ‘Los que escuchan’ todos los personajes, desde la más cínica asesora de imagen política hasta el activista pureta, se ven afectados por el cambio climático y la lógica cultural del colapso. ¿Por qué crees que estos asuntos están tardando tanto en llegar a la literatura? El arte contemporáneo los aborda con mucha más naturalidad y frecuencia.
Creo que cuestiones como el cambio climático han tardado mucho en entrar en la novela porque esta se concibe hoy día y, al menos, desde el siglo XIX, como el territorio de lo íntimo y lo emocional. Lo habitual es que en el centro de una obra narrativa se sitúe siempre el personaje, su psicología, su intimidad y sus emociones. Yo mismo, en esta novela, pongo en el centro a un personaje que sufre ansiedad climática, aunque luego intento abrir el foco para entretejer los conflictos emocionales de los personajes con las estructuras lingüísticas, sociales y políticas que determinan sus sentimientos.
El arte contemporáneo ha seguido mucho más apegado a la ruptura con la sentimentalidad que introdujeron las vanguardias de principios del XX y esto ha favorecido que las cuestiones políticas (y entre ellas la ambiental, pues es una cuestión política) tengan mucho más peso. La narrativa contemporánea, por el contrario, está inmersa en una tendencia mucho más reaccionaria. Mi impresión es que el lector del siglo XXI quiere historias sencillas y realistas protagonizadas por personajes “muy humanos” que experimentan conflictos sentimentales o familiares. Creo que narradores como Ferlosio, Martín-Santos, Miguel Espinosa, Augusto Roa Bastos o José Donoso, por citar los primeros nombres que me vienen a la cabeza del ámbito hispánico, lo tendrían realmente complicado para encontrar lectores hoy. Tengo que agradecer a Candaya que se atreva con autores como Gustavo Faverón, Eduardo Ruíz Sosa, Fernanda García Lao y tantos otros que abren la novela contemporánea a nuevos y ambiciosos territorios tanto en lo emocional como en lo político e histórico.
¿Cómo se construye una obra tan radicalmente política (en el buen sentido, el amplio) pero al mismo tiempo tan escrupulosamente no panfletaria?
En primer lugar, no tengo nada contra los panfletos. El adjetivo “panfletario” me parece, de hecho, una de esas evidencias lingüísticas de hasta qué punto es complicado poner en primer plano la cuestión política en la novela actual. Ese adjetivo valorativo suele usarse como arma arrojadiza desde las filas de cierta “pureza narrativa”, que no es más que la asunción acrítica de un canon reaccionario del concepto de novela realista-intimista. Si el “panfleto” es sincero, funciona, y es coherente con la construcción que el autor pretende, bienvenido sea. Véase Cristina Morales, por poner un ejemplo cercano.
Yo, cuando escribo, lo que busco es ser “escrupulosamente” fiel a la verdad. Por supuesto, no sé qué es la “verdad”. Pero sí sé qué es la mentira, y cuándo el lenguaje quiere arrastrarme al tópico y al imperio del “sentido común”. Y eso es lo que intento evitar, ese es mi mayor compromiso. No mentirme, no mentir al lector, mantenerme cerca de la verdad.
Y, para acercarme a esa utópica “verdad”, lo que pretendo, cuando escribo, es desaparecer, alejarme de mí, de la “realidad” y de los personajes. Quiero ser fiel a la verdad de ese mundo que nace a cada segundo en la página en blanco, y para eso el primer paso es borrarme, no manipular a los personajes ni el mundo que habitan, dejarlos enfrentar su propia verdad.
También es cierto que, en general, desconfío de quienes “tienen las ideas muy claras”. Yo dudo inmensamente, me debato en contradicciones infinitas, y escribo desde esa perplejidad y esos conflictos. Por eso es muy difícil que sea “panfletario”.
Por otro lado, en textos como este, en entrevistas y presentaciones, sí tengo que ser yo quien habla, y son mis ideas (sobre la escritura, pero también sobre la sociedad) las que quedan plasmadas. Eso hace que luego mis libros sean leídos desde mis opiniones, que no dejan de ser cháchara de tertuliano, que es justo lo que intento evitar mientras escribo. La entrevista es lo contrario de la desaparición y el aislamiento total que hay en el momento de la escritura; son la publicidad y el marketing de mí mismo y, por lo tanto, un atentado contra lo que ha quedado escrito en mis libros. Esto es tremendamente irónico, por supuesto, y me hace retorcerme en contradicciones, culpas y autodesprecios que algunos de mis personajes envidiarían morbosamente.
Al leer la novela he pensado en J. G. Ballard, en Ursula K. LeGuin y en Mariana Enríquez, ¿qué función tienen en tu obra lo distópico y lo sobrenatural?
Creo que es una forma de huir de ese concepto de intimidad del que hablaba antes, y de evitar lo que Fisher llamaba el “realismo capitalista”: esa sensación de que el mundo es como es y no puede ser de otra manera. Lo distópico, la ciencia ficción de corte social, lo que hace es inventar un mundo y, en ese proceso de creación “desde cero”, obliga al lector a mirar su propia realidad y a repensar esas estructuras sociales, políticas y económicas que damos por supuestas, que parecen “naturaleza” y no ideología.
Por otro lado, lo sobrenatural es una forma (fracasada, por supuesto, paradójicamente contraproducente desde el momento en que existe el adjetivo “sobrenatural”) de escapar al pensamiento técnico dominador del mundo del que hablaba Heidegger; lo sobrenatural implica una humildad de lo humano, una renuncia del sujeto al dominio absoluto de la realidad y la naturaleza.
Mi intención inicial no pretendía incluir lo “fantástico” como elemento narrativo: es algo que se impuso durante la escritura. El hecho de que lo fantástico hiciera su aparición como respuesta a esa pregunta por el futuro que es continuamente planteada a lo largo de la novela me parece una señal de hasta qué punto es difícil pensar alternativas a la lógica del colapso que nuestro lenguaje nos presenta como única opción paradójicamente racional. Es como si lo humano, para pensar el futuro, necesitara dar un paso atrás, desaparecer o borrarse, dejando así espacio para algo que solo llamaríamos “no-humano” por la asociación entre “humano” y “sujeto-racional-dominador-capitalista” que parece hoy inevitable en nuestro lenguaje. No es que yo plantee en la novela un posthumanismo o un transhumanismo al estilo de Donna Haraway, pero sí hay un intento de redefinir “lo humano” como única vía de salvación.
Por otro lado, no ha de pensarse que hay un elemento fantástico “clásico” o “gótico”. Me siento más cerca del frágil elemento fantástico de “Ruido de fondo” de Don DeLillo, o de la difusa distopía de “La broma infinita” de David Foster Wallace. La idea es ejercer una “desviación” del realismo canónico que permite una perspectiva diferente y enriquecedora sobre la realidad cotidiana de una época y una sociedad muy concretas.
Al igual que en tu anterior novela, Factbook. El libro de los hechos (Candaya, 2019), uno de los grandes temas presentes en tu texto es la dificultad contemporánea para comprometerse, para funcionar en clave colectiva. Muchos de tus personajes encuentran problemas para salir de sí mismos, de su propia burbuja hiperanalítica. ¿Es este uno de los males de la época?
Así lo veo yo, así aparece, casi sin que yo pueda evitarlo, en mis personajes. Ellos sufren esa contradicción inherente a nuestras sociedades occidentales que están fundadas sobre “textos sagrados” como la Constitución y las Declaraciones de Derechos, en los que nos decimos a nosotros mismos que son el altruismo, el colectivismo, la igualdad, la libertad y la fraternidad lo que nos constituye; mientras que, por otro lado, funcionamos día a día con un sistema económico, político e ideológico en el que predomina el individualismo, la lógica económica del beneficio personal y la competitividad extrema.
El roce entre estos dos “sistemas”, uno textual-teórico, y otro ideológico-práctico produce ese “ruido de fondo” en la psicología de los personajes. Y también, por supuesto, la certeza silenciosa de que esa espiral de crecimiento infinito y productividad sin límites es incompatible con los recursos naturales por un lado, y con la salud mental de los trabajadores sometidos a ese régimen económico-laboral por otro.
Por eso en mis personajes suele aflorar esa sensación de culpa, de saber que están “traicionando”, de forma inevitable y casi trágica, algo que habían aprendido y que parecía bueno. Y también viven en esa sensación de tobogán, de cuesta abajo que los empuja hacia un destino que no quieren y que, sin embargo, no pueden dejar de hacer, siguiendo una lógica de adicto; pero más terrible aún, porque no hay centros de desintoxicación para escapar del capitalismo, es decir, del lenguaje, de ese “sentido común” que condena cualquier alternativa al territorio de lo ingenuo, lo “idealista” (insulto cotidiano en la política actual) o lo “utópico”. El “sentido común” es, en cierto modo, el arma definitiva que destruirá el mundo.
Y, sí; la colectividad como solución está ahí, se puede entender sin demasiado esfuerzo, igual que los cálculos irrebatibles sobre el cambio climático. Y, sin embargo, como el hecho de reducir las emisiones para ralentizar el calentamiento global, resulta casi irrealizable. Del mismo modo que nuestra economía solo concibe el beneficio exponencial infinito, nuestra ideología solo concibe el éxito personal, la satisfacción íntima, la realización, el “cuídate a ti mismo”, hasta el punto de que llegamos a pensar que tanto nuestros problemas de ansiedad y estrés como nuestra felicidad dependen exclusivamente de nosotros mismos, son nuestra culpa o nuestra “conquista personal”, como si no existiera nada ahí fuera. El intimismo es el opio del pueblo.
En los últimos años, un buen número de autores regionales están cosechando éxitos de público y crítica en la literatura nacional. Pienso en ti mismo, en Miguel Ángel Hernández, Lola López Mondéjar, Ginés Sánchez, Ilu Ros, Manuel Moyano o Cristina Morano. ¿Hasta qué punto te sientes parte de un grupo generacional o territorial?
Las “generaciones” son, o bien una cuestión de la Historia de la Literatura, por lo que es necesario un lapso temporal para que queden fijadas y correctamente estudiadas, o bien un mecanismo de marketing para dar publicidad en los suplementos culturales a determinados autores. No me corresponde a mí opinar sobre ninguna de estas dos posibilidades de “grupo generacional”.
Por otro lado, de la geografía y el territorio, a mí, lo que me interesa, es la cercanía física a estos autores y las relaciones personales. Antes me has preguntado por el problema “para funcionar el clave colectiva”; pues bien, eso es lo que a mí me gusta de los autores murcianos que has nombrado, más allá de su éxito. He de agradecerle públicamente a Miguel Ángel Hernández, a Javier Moreno y a José Óscar López su ayuda para hacer que esta novela tenga su forma definitiva. La literatura es un oficio extremadamente solitario, y mi situación ahora mismo, literalmente “aislado” en Gran Bretaña, acentúa aún más esa sensación de soledad. Llegar a Murcia, y poder charlar y tomar cervezas con gran parte de esos autores que has nombrado es un placer que va mucho más allá de lo literario: es un sentimiento de comunidad, de colectividad, de ayuda mutua. El hecho de que algunos de ellos estén teniendo ese “éxito” que mencionas es un motivo de alegría, por supuesto, pero, para mi, es secundario. Intento desterrar la idea de “éxito” del hecho literario (bien difícil que es, por supuesto, mi lenguaje me empuja continuamente a ese callejón), pues al fin y al cabo, nuestro lenguaje siempre traduce “éxito” a números, a ventas y, en última instancia, a dinero. Lo que me gusta de ese grupo de autores es que no se vive un ambiente competitivo, o al menos yo no lo experimento así: para mí es camaradería y apoyo mutuo. Y, por supuesto, es un placer leerlos, tanto a los que has mencionado, como a otros narradores que han hecho y están haciendo una obra interesantísima, como Leonardo Cano, Alfonso García-Villalba, José Óscar López, y más que ahora mismo se me estarán olvidando. Y eso, sin entrar en la poesía, claro, lo que haría que esta entrevista excediera los límites de lo razonable, dado el inmenso talento que hay en la lírica murciana ahora mismo.