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Inocencio Arias: “El mundo es hoy menos injusto que hace 40 años”

Inocencio Arias lo ha sido todo en la diplomacia española. Ocupó el cargo de portavoz de Exteriores con los gobiernos de UCD, PSOE y PP, una repetición insólita. Fue también embajador de España ante la ONU, puesto en el que le pilló el tormentoso inicio de la guerra de Irak (“Aquellos momentos me dejaron una subida de tensión que aún no se ha normalizado”, afirmó una vez). Fue testigo de excepción de la Transición española. En Lisboa vivió el asalto a la embajada de España en 1975. En sus memorias de provocador título, “Yo siempre creí que los diplomáticos eran unos mamones” (Plaza&Janés, 2016), relata estos momentos pero también otros más íntimos, personales, como su infancia en la posguerra, el idilio con los libros o sus años de estudiante en Murcia. Jubilado desde 2010 pero muy activo como colaborador de prensa, confiesa que lo que más añora de sus cuatro décadas como diplomático es el vivir de cerca la política internacional. “Pero sin lágrimas”, puntualiza.

En “Yo siempre creí que los diplomáticos eran unos mamones” habla usted de infinidad de lugares y países, pero se detecta una especial nostalgia cuando rememora la Murcia que conoció de estudiante.

Es que yo estuve aquí en años clave de mi vida, entre los quince y los veintidós, cuando estás empezando a despertar. Cuando eres aún un mozalbete pero también ya un hombrecito. No quiero quedarme en el tópico de que la gente es amable, hospitalaria, simpática, que es verdad, pero lo cierto es que aquí lo pasé muy bien, hice muchos amigos. Tengo recuerdos del teatro Romea, porque yo iba mucho al teatro; de la Condomina, que iba mucho al futbol también; de Trapería. Paseaba por esa calle todos los días. Recuerdo los bares de tapas, estupendas, nada caras. Yo vivía en el centro, al lado de la catedral. Podías ir a pie a todos los lugares de tu actividad: a la Universidad de la Merced, al cine Rex, que íbamos todos los lunes, al cine Coy, al Coliseum en el Paseo de Corvera.

Retrata los años cuarenta con realismo y detalle, pero no es la posguerra en blanco y negro de la que se suele hablar.

Yo es que en la posguerra era un niño, así que era dificil ver las cosas en blanco en negro. Había colores. Y por otra parte, aunque todos pasamos etcétera etcétera, la mía era una familia acomodada. Mi padre era notario. Las privaciones de esa época me afectaron, pero muy poco. A lo mejor me tocaba hacer la comunición con el traje de mi hermano, pero tampoco es que eso sea la muerte ni una tortura. No probábamos la ternera. Pero es que no sabíamos ni que existía. Tampoco probábamos la merluza, pero a lo mejor sí había boquerones. En fin, el mundo no era tétrico ni en blanco y negro. La gente se reía. Los mayores querían olvidar la guerra. No se pasaban todo el tiempo pensando que Franco era un hijo de puta. Bueno, algunos lo pensarían, pero no todos. Lo que la gente quería era olvidar lo que había sucedido… Unos y otros.

Los jesuitas en Orihuela le inculcaron el gusto por la lectura. Luego habla en sus memorias de los veranos en compañía de los libros. ¿Qué importancia han tenido en su vida?

Mucha. Lo primero es que te ayudan a matar al aburrimiento. Eso es importante cuando vives en un pueblo o pasas el verano en él. Y aunque en aquella época había censura, quedaban tantos autores entre los que escoger… A Stefan Zweig, por ejemplo, podías encontrarlo. Y luego, aparte, los libros te enriquecen, te disparan la imaginación, te descubren mundos que no sabías que existían, o que sabías que existían y no sabías cómo eran. La lectura es algo hermoso. Hace que no te sientas solo. Te enseña la vida. Te habla del mundo.

Después de estrenarse como diplomático en Bolivia y Argelia a finales de los sesenta, lo destinan a Lisboa donde vivió, en 1975, el asalto a la Embajada de España.

Fue el único mal momento de mi estancia en Portugal. Nos podían haber raptado o cualquier cosa para canjearnos por algunos de los que iban a ejecutar en España [los cinco últimos fusilados del franquismo, miembros de ETA y del FRAP], y daba un poco de miedo. Pero ni siquiera eso lo recuerdo en tono sombrío. Me acuerdo mucho más de todas las otras cosas que vivimos. De lo amables que eran los portugueses, de lo bonito que es el país. Y luego, para un diplomático, era apasionante informar a Madrid de hacia qué lado iba la revolución: si hacia la izquierda-izquierda, la izquierda moderada o el centro. Muy interesante. Y más para un español, por la posibilidad de contagio que existía. No sólo de contagio democrático, que lo hubo, sino de deriva a la extrema izquierda, como la que vivió Portugal en el verano del 75.

En el libro, usted habla de “estar en el lugar y el momento adecuados” cuando viaja por primera vez con Adolfo Suárez. Aquella visita a Cuba supone un giro clave en su carrera. Son los albores de la Transición.

Aquella época es la que veo hoy como más vívida, más punzante. Cuando España estaba entrando en la democracia. Era novedoso, excitante, ver la enorme curiosidad con que España, Suárez, el rey, eran recibidos en el mundo. Lo que sucedía en nuestro país tenía un gran eco en Iberoamérica. El continente estaba intentando reflejarse en España. Se quería demostrar en Chile, Argentina, Uruguay, que se podía pasar sin sangre de un régimen autocrático, dictatorial, militar a uno democrático en que imperara la voluntad del pueblo, en el que la gente opinara lo que quisiera. España era un modelo. Estuve con Adolfo Suárez en Ecuador, Brasil. Con los reyes en Argentina, México, Chile. Era apasionante. Cuando fuimos a Argentina, donde gobernaba una junta militar, el rey hizo un discurso en la universidad que escondía un canto velado a la democracia. Podías ver a señoras con los ojos casi humedecidos escuchándolo. Esa época, para un profesional joven, fuera politico, militar, periodista o diplomatico, era apasionante: El estar allí, viviendolo, aunque fuera como un actor secundario como era yo.

En un país como España, donde se dice que cada vez que entra un nuevo gobierno cambia hasta el último conserje, usted ha sido portavoz de Exteriores con la UCD, el PSOE y el PP.

Trabajar para varios gobiernos lo han hecho muchos diplomáticos. Hacemos abstracción de nuestra ideología y servimos a nuestro país. En mi caso lo curioso es que, junto con Eduardo Serra en Defensa, soy el único que trabajó para los tres en el mismo puesto, como portavoz de Exteriores. Primero estuve con la UCD y, cuando entramos en la OTAN contra la opinión publica a la que el PSOE había soliviantado, yo defendí esa entrada. Luego llegó el Partido Socialista y, como yo había defendido la OTAN, me sacaron rápidamente. Pero cuando Felipe González decidió que nos íbamos a quedar en el Tratado del Atlántico Norte, el PSOE me volvió a llamar para que defendiera esa postura. Después llegó el PP y me volvieron a llamar.

Su momento más difícil fue la guerra de Irak. Entonces era usted embajador de España ante la ONU. ¿Intuían que la situación podía derivar a lo que vivimos hoy?

No. Que la invasión de Irak derivara en lo que ha ocurrido allí y en Siria no lo creíamos. Pero aclaremos que la invasión americana no es la única causa. Eran sociedades oprimidas, regidas por autócratas, y que querían ser democráticas. Esa es otra causa. Pero la intervencion americana ha influido en lo que ha ocurrido. En todo caso, no. No era previsible. Había un convencimiento de que Saddam Hussein engañaba a la ONU en todos los terrenos y que tenía las armas de destrucción masiva. Eso hizo que los que nos juntamos en la operación lo hiciéramos menos a regañadientes de lo que lo hubiéramos hecho si creyésemos que esta era una aventura militar sin más. Pensábamos que este tío era un maleante y que tenía armas de destruccion masiva, violando lo que decía la ONU. Pero luego Estados Unidos la posguerra la llevó muy mal. No la planeó. Planearon que iban a vencer al ejército irakí. Eso era previsible porque la maquinaria de guerra americana en campo abierto era invencible. Pero no plenearon qué iba a pasar con la sociedad del país. Y lo que planearon lo hicieron mal. Por ejemplo, se purgó al ejército y a los cuadros del partido en el poder. Eso fue una auténtica barbaridad, porque creó divisiones y alimentó las filas de los que luego les ponían bombas a los americanos. La posguerra de Estados Unidos en Irak fue totalmente chapucera.

Usted se jubiló en 2010. ¿Qué es lo que más añora de sus 43 años de servicio diplomático?

El haber podido seguir la política internacional muy de cerca. Pero no lloro yo por haberme jubilado. Si me llegan a decir: “¿Quieres jubilarte voluntariamente dentro de cuatro años?”, yo hubiese dicho que sí. Pero ni lloré ni me postré de hinojos. La vida es así. Sigue. Yo había trabajado muchos años. Lo había hecho todo en la diplomacia. Sí me quedé con un lunar: Hacer Oriente. China, Japón, Vietnam, Indonesia… Me hubiese gustado hacer alguno de estos países. Pero estoy muy satisfecho.

De la infinita lista de personajes a los que ha tratado y conocido, ¿cuál le impresionó más?

Simón Peres, el líder israelí. El que más con diferencia. Un hombre experto, coherente, sensato, muy buen analista, con una postura política de centro izquieda.

¿De qué pasta están hechos los poderosos?

Hay de todo. Muchos tienen bastante ego, son soberbios. Otros son francamente tímidos. En fin, todos tienen el gusto por el poder, no en sentido peyorativo, sino por el saber que, con su conducta, influyen en el estado de los ciudadanos, en su bienestar. A veces les gusta el poder por el poder. Mandar. Decidir lo que es bueno y lo que es malo. Es una característica de muchos de ellos. Tienen eso por delante de sus otras apetencias personales.

Desde su perspectiva de cuatro décadas en la política internacional, ¿diría usted que el mundo es hoy más complicado que antes?

Sigue siendo complicado, pero es un mundo menos injusto, diga lo que diga cierta izquierda. Ahora mismo hay menos países sometidos a otros que cuando yo empecé. Así era entonces tras el telón de acero, en Rusia. Y la mitad de África eran colonias. Y aunque siga habiendo enormes bolsas de pobreza, hay menos. El porcentaje de población en esta situación es muy inferior al de hace cuarenta años. Es una vergüenza que en el siglo XXI siga existiendo esta lacra, pero se ha reducido. La desigualdad ha crecido en ciertos países, pero en el mundo, globalmente, no. En fin, tampoco es que yo crea que todo está solucionado.