Julia Navarro (Madrid, 1953) se inició tarde en la literatura, tras cuatro décadas consagradas al periodismo. Forjada en el oficio durante la Transición, llegó a la novela, afirma, “casi por casualidad”. Sin embargo, el éxito desde “La Hermandad de la Sábana Santa” (2004) fue fulminante y prosiguió con “La Biblia de barro” (2005), “Dime quién soy” (2010) o “Dispara, yo ya estoy muerto” (2013). Su última novela, “Historia de un canalla” (Plaza & Janés, 2016) llegó a las librerías con una tirada de vértigo: 300.000 ejemplares. Al hilo de este libro, la escritora conversa sobre el poder, el éxito, el dinero y las raíces del mal en el mundo actual.
Invertiste tres años en escribir las 863 páginas de “Historia de un canalla”, una novela distinta a todas tus anteriores. ¿Cómo nació esta historia?
Nació del deseo de hacer una triple reflexión: Una reflexión sobre el poder, sobre la sociedad actual y sobre el modo en que la comunicación ha cambiado nuestras vidas en los últimos veinte o treinta años. Hoy, con las nuevas herramientas tecnológicas, es mucho más fácil manipular a la opinión pública. Las estructuras de poder, tanto políticas como económicas, lo saben y por eso las utilizan. Mi novela es, también, un viaje a lo más recóndito y oscuro del ser humano.
La encarnación de esa oscuridad es Thomas Spencer. ¿Por qué elegiste retratar a este personaje?
Él es un producto de mi imaginación que me ha permitido hacer ese triple viaje. Thomas Spencer se dedica a la comunicación. Es un maestro en la manipulación de la opinión pública. Como personaje, me ha servido también para realizar una reflexión de fondo sobre el poder.
¿El poder seduce, emborracha?
Durante más de cuatro décadas me he dedicado al ejercicio del periodismo, y he conocido a personas que antes de tener poder, me parecían solventes, válidas, personas que, yo pensaba, no iban a despegar los pies del suelo. Pero lo que tiene el poder es que aísla a quienes lo ejercen. Terminan rodeados de una camarilla que les dice “sí, bwana” a todo, que les dice que lo hacen todo estupendo, que no les lleva la contraria, así que acaban cortando con la realidad, y además les molesta todo aquel que no les siga la corriente. He conocido a muchos a quienes el poder los ha perdido, porque han dejado de ser ellos mismos.
Thomas Spencer, entre otras cosas, es un ser resentido.
Yo creo que las personas somos como la cera: Todo lo que nos sucede en la vida nos va dejando una huella. No importa la edad que tengamos. Cualquier acontecimiento, positivo o negativo, imprime un rastro en lo que somos. En el caso de Thomas Spencer, desde la infancia no se siente bien dentro de su propia piel ni en su entorno familiar. Crece con resentimiento, en soledad, y eso va a dificultar sus relaciones con los demás el resto de su vida.
¿Puede el resentimiento ser el motor en la vida de una persona?
Todas las grandes pasiones que anidan en el hombre son un motor, tanto de la existencia personal como de la historia humana: El resentimiento, la ira, la venganza, la envidia, la generosidad, el amor, la piedad…
“Historia de un canalla” se desarrolla en una ciudad, Nueva York, y en una época en la que la imagen se ha apoderado de todo, en detrimento del contenido real de las cosas.
Es que vivimos en una era en la que todo transcurre de forma vertiginosa y sin darnos tiempo a reflexionar o sacar conclusiones. La imagen ha cobrado tanta importancia que, por ejemplo, a los niños les cuesta leer. Les cuesta porque eso significa prestar atención a algo y ellos están acostumbrados a permanecer delante de una pantalla y a que en ésta cada segundo salga una cosa diferente. Eso nos está transformando como sociedad. Está transformando nuestros gustos, nuestros hábitos.
¿Es cada vez más difícil sentar a alguien a leer un libro?
Desgraciadamente las cifras dicen que el índice de lectura en nuestro país es realmente bajo. Aquí nunca ha habido planes de fomento de la lectura. Ningún Gobierno del pasado ni del presente ha tenido ese amor por la cultura y, por tanto, por fomentar la lectura. Todos, de derechas y de izquierdas, han sido impermeables a la cultura, no les interesa. Y la prueba evidente es que, uno tras otro, la han ido sacando de las aulas. Las víctimas han sido todas aquellas materias que tienen que ver con las humanidades: la historia, la filosofía, el arte, la literatura… incluso la historia de las religiones, que a mí me parece imprescindible estudiar. No religión, sino historia de las religiones.
¿Ves una intencionalidad?
Es evidente. No es una decisión ni mucho menos inocente: Si nos sustraen de todas aquellas asignaturas que nos ayudan a ser ciudadanos críticos, capaces de analizar, de entender el pasado y el presente, el resultado es una sociedad mucho más fácil de manipular. La filosofía, que nos da herramientas para hacernos preguntas y buscar respuestas, simplemente se la han cargado. Como el estudio del griego y del latín, que yo no digo que haya que estudiarlos para hablarlos en profundidad, sino porque están en la base de nuestra cultura y explican de dónde venimos. A mí no me ha pasado nada por estudiar griego y latín en el bachillerato.
¿Estamos terminando por ver la cultura como algo inútil?
La cultura la clase política la ha convertido en una flor que se pone en el ojal, en un mero adorno. Se creen que cultura es hacerse de vez en cuando una foto con un actor famoso. Lo que no hacen es, por ejemplo, apoyar al cine o al teatro. La cultura genera ciudadanos críticos, y eso es lo que ellos no quieren.
¿Están la sociedad, la economía, la política dominadas por los Thomas Spencers reales?
Thomas Spencers los hay en todos los ámbitos de la vida, no sólo entre quienes dominan la sociedad. Lo que pasa es que, desde el vértice, la capacidad de hacer daño es mucho mayor. Mira los banqueros de Lehman Brothers: No les importaba que, si una operación no salía como esperaban, eso provocase una catástrofe en la vida de millones de personas, como sucedió. Esos son los Thomas Spencers del mundo real: Los que mueven los hilos del poder y no les tiembla la mano a la hora de tomar decisiones que arruinan el proyecto de vida de millones de personas, las dejan sin casa, sin trabajo.
¿Qué ha sucedido en estas últimas décadas para que se haya roto esa empatía, si es que alguna vez la hubo?
Lo que ha pasado es que la política está ahora al servicio de la economía. Y la economía ya no está al servicio de los ciudadanos. Yo creo en la economía de libre mercado, pero tiene que haber reglas que impidan catástrofes como la de 2008. Por tanto es la política quien tiene que mandar sobre la economía, y no al revés, como sucede.
La palabra economía está hoy en todas partes. ¿Era así cuando comenzaste a ejercer el periodismo?
No. En las últimas décadas el dinero se ha convertido en el nuevo becerro de oro. A la gente se le empuja a triunfar. Y ese triunfo pasa por la exhibición de la riqueza. Por tener más que nadie, por llegar más alto que nadie. No es el triunfo del conocimiento, de la reflexión, de la ciencia. El modelo no es el joven investigador, ni quien escribe un libro.
Más bien uno se hace millonario como, pongamos, futbolista y luego escribe un libro.
Me parece muy bien. Todo el mundo tiene derecho a escribir un libro, sea deportista o sea quien sea. Pero eso suelen ser más bien memorias, o reflexiones, que tienen mucho interés para sus seguidores, o para quienes los tienen como ídolos, y siempre hay detrás alguien que les ayuda. Sin embargo, escribir un libro es otra cosa, convendrás conmigo.
Sin duda. ¿Qué te movió a pasar del periodismo a la ficción?
Yo no tengo la sensación de estar haciendo algo diferente a lo que siempre hice, que es escribir. Me he pasado la vida escribiendo, de manera que toda mi carrera ha tenido un punto de coherencia, un hilo conductor. Antes de pasarme a la ficción, yo tenía otros libros publicados, libros de ensayo, de política. La primera novela que escribí, “La Hermandad de la Sábana Santa” (Plaza & Janés, 2004), surgió por casualidad. Coincidieron las circunstancias: tenía tiempo, tenía la idea… y así nació. Y me divirtió muchísimo escribirla. Yo no sabía lo que iba a pasar. Ni siquiera si la iba a publicar. Y resulta que se publicó y que gustó, así que empecé a explorar esa otra forma de llegar a la gente, porque el periodismo y la literatura son, al final, caminos paralelos.
El éxito te pilló por sorpresa.
Por supuesto. Mis libros anteriores, por su temática, tenían tiradas limitadas y llegaban a un público minoritario. Y de pronto me encuentro con una acogida y un cariño por parte de los lectores que no podía haber imaginado. El libro fue a la Feria de Frankfurt y allí lo compraron editoriales de más de treinta países… Todo eso me sorprendió muchísimo. Pero también te tengo que decir una cosa: Cuando te viene una ola de suerte tan grande, si tienes una cierta edad, lo relativizas todo. Procuras no despegar los pies de la tierra, precisamente porque mi experiencia como periodista me ha hecho ver a mucha gente un día en la cima y al siguiente en el suelo. Siempre he tenido muy presente que no quería que me pasara eso a mí. Hoy a los lectores les gustan mis libros, pero no está escrito que les tengan que gustar siempre. Por eso cada libro que escribo es como si fuera el primero y no doy nada por ganado. Cuando llega a las librerías es como si pasara un examen. Y siempre espero el veredicto de los lectores.
Practicas la meditación. ¿Qué te aporta esta práctica?
Hago yoga, sí. Durante las promociones de los libros me cuesta mucho porque no tengo apenas tiempo, pero procuro todos los días, siquiera unos minutos, meditar. Me ayuda a reencontrarme conmigo misma. Vivimos en una sociedad por completo estresante. Vamos muy deprisa, a veces digo que a ninguna parte. Por eso necesito parar y reordenarme por dentro. Recolocarme a mí misma. Eso me aporta la meditación.
¿Por qué optaste por el vegetarianismo?
Hace muchos años que soy vegetariana, pero no soy una fundamentalista ni hago proselitismo. Me horroriza el fanatismo de cualquier orden. Es una opción personal y punto. De hecho, en mi familia yo soy la única vegetariana y no pasa nada. Es mi manera de relacionarme con la naturaleza. Es amor a los animales. Entiendo que ha sido así desde el principio de los tiempos, pero no puedo sustraerme de pensar en el padecimiento de un animal que va a ser sacrificado como parte de la cadena alimenticia. Me produce sufrimiento.