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El collage de cada cual: una lectura de ‘50 Estados. 13 poetas contemporáneos de Estados Unidos’ de Ezequiel Zaidenwerg

31 de mayo de 2022 11:20 h

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Ay madre, qué libro más bonito. Sí, claro, ahora desarrollo. Pero dejadme empezar diciendo esto. Repitiéndolo. Ay. Madre. Qué libro más bonito. Una hermosura que desde luego no tiene nada de simpleza. 50 Estados es un artefacto de tecnología literaria punta: heteronimia, autoficción, cruce de géneros, traducción imperfecta, novela dispersa, crítica de obra imaginaria, roman à clef, autoría difusa… sin embargo, al desembarcar de la obra, no importa hasta qué punto sea el lector capaz de profundizar en la complejidad de los mecanismos que acaban de tener lugar. La emoción que predomina es la de querer creer. En Joe y en Amy. En Caitlin. En John 8A. En los trece. O más bien en los 14 y -sobre todo- en Rashida.

Ay-madre-qué-libro-más-bonito también, aun a riesgo de hacerme pesado, por lo que tiene de objeto, por lo que recuerda a esas cajas de tesoros en las que -de niños- guardábamos postales, dibujos, medallas de latón, alfiles perdidos. Por esa especie de cinta de Möbius y esas palabras flotantes y dispersas de la portada. Por reunir a dos de nuestras editoriales favoritas del mundo mundial: Fulgencio Pimentel y Kriller71, ahí es nada. Porque todo te dice que dentro hay aventura y porque, en efecto, la hay.

Confieso que antes de llegar a 50 Estados no conocía de nada a Ezequiel Zaidenwerg, cosa que mis amigos poetas consideran una especie de sacrilegio. Este autor, traductor, tallerista y crítico argentino se ha hecho un hueco en la literatura en español desde la blogosfera, las redes sociales y su propia e hiperactiva web. Sus traducciones de poesía contemporánea norteamericana -ha llegado a traducir y compartir un poema al día durante largas temporadas- le han ganado un nombre en nuestra literaesfera, si bien Zaidenwerg vive y trabaja en Brooklyn, enseñando letras. He llegado tarde como suelo a Ezequiel Zaidenwerg, pero creo que es una buena noticia para su libro, y responde en parte y para bien una pregunta fundamental: ¿es 50 Estados un libro exclusivamente para poetas y friquis de la poesía norteamericana contemporánea? La respuesta es un no rotundo. El amor y la curiosidad por la poesía actual no es un prerrequisito, sino una consecuencia. En gran parte, y no me importa que esto suene paradójico, 50 Estados es un libro ideal para no iniciados. Una puerta de entrada a la poesía del presente. Como una buena antología de verdad, solo que mejor.

Por varios motivos: el principal que los poemas que contiene no son solo verosímiles, sino también, casi sin excepción, maravillosos. Un prisma que da cabida a las principales tendencias de la poesía anglosajona, sus aventuras formales, sus tics ideológicos (en un sentido amplio), su mirada hacia el público, su interés por las voces de las minorías, sus filias y sus fobias. Pero sobre todo una colección de poesía excepcional y necesariamente diversa. Y hay más razones: que la nómina de poetas antologados tiene personalidades individuales y vidas posibles en las que se nos permite entrar (entrar dentrísimo, como solo la poesía puede facilitar) gracias a sus poemas y sus respuestas a las preguntas de Ezequiel, que en este punto de su obra ha diluido su autoría para compartirla con unos cuantos poetas norteamericanos de su generación (por consejo, parece, de Sergio Chejfec). Que un cuestionario muy sencillo y repetido abre la puerta, por fin, a un amplio collage lleno de vida por el que transitan personajes, poéticas, peripecias compartidas, experimentos formales y vitales, trampas y escotillas.

La palabra que, si me habéis leído hasta aquí pero aún no la obra, os ha aparecido en la mente es, seguramente, intertextualidad. Un texto es, también, la relación que establece con todos los demás. En uno de los pasajes más alucinantes de 50 Estados, el poema Declaración de Independencia, de Taylor Moore, el texto se restringe al léxico del documento fundacional de los Estados Unidos para contarnos una historia -una toma de posición- sobre el poder y la masculinidad en la era Trump. Un mecanismo que recuerda a Archivo Dickinson, de María Negroni (donde la poeta trabaja con el lexicón de Emily Dickinson), y en general a una preocupación mayor de la literatura contemporánea: la dilución del yo autor.

La raigambre literaria de 50 Estados, al menos la más obvia, incluye a los narradores interpuestos, al cervantino Caballero de los Espejos, a Fernando Pessoa y, cómo no, a Jorge Luis Borges, que ya plantea, desde el idealismo, esta porosidad del yo literario. A Menard, personaje de Borges, se le puede sumar Agustín Fernández Mallo, que con su reescritura de El hacedor consiguió poner en cuestión -secuestro de la publicación mediante- hasta las implicaciones legales de la intertextualidad. Sin embargo, creo que el trabajo de Zaidenwerg supera estos planteamientos y lleva el juego de heterónimos hasta una perspectiva incluso política. Si bien el proyecto cultural, social y hasta afectivo del capitalismo tardío se basa en elevar y ensanchar los muros del yo, espacio que se configura para el aislamiento y la productividad máximos, la literatura puede diluir estas fronteras, orientar nuestra mirada hacia lo que tenemos en común. En este sentido, nada más subversivo que erosionar la idea romántica del genio tocado por los dioses con el don sagrado de la creación, que es el mito tras el repertorio formal del neoliberalismo. Los poetas de 50 Estados suelen apoyar su trabajo en métricas reconocibles, o al menos renuncian a ese verso libre espermático y sandbox que identifica al genialismo. Para ampliar todo esto, sobre lo que no puedo (ni sé) extenderme en esta pieza, recomiendo la obra ensayística de Alberto Santamaría, siempre tan perspicaz describiendo el proyecto cultural neoliberal, o intervenciones del propio Zaidenwerg, como el taller que impartió recientemente para el Centro Cultural Kirchner, “El verso desregulado. Poesía y neoliberalismo”, que puede verse en YouTube.

En 50 Estados, por fin, lo que encontramos es una alegría, la de formar parte. Una felicidad de inicio que embellece el texto y me hace a mí abrir reseñas como esta con frases del tipo “Ay madre, qué libro más bonito”. 50 Estados consigue que te entren ganas de volver a empezar a escribir y publicar, a conocer a otros poetas jóvenes para compartir deslumbramientos, a ser bandada. Aunque la figura de Bolaño aparece aquí y allá en las entrevistas, la referencia a Los detectives salvajes está, sospecho, deliberadamente elidida. Pero es difícil que no te venga a la mente la mejor novela del escritor chileno, sobre ese grupo de poetas principiantes que fueron los infrarrealistas en el México D.F. de los 70. ¿Es Rashida Lopez la Cesárea Tinajero de la generación millenial? Cuando estudié letras, hace ya unos años, la literatura latinoamericana del siglo pasado se podía explicar con una línea que partía de Paradiso, continuaba con Rayuela e iba a morir en Los detectives salvajes: la esperanza de varias generaciones se acababa deshaciendo entre la frustración de los ideales revolucionarios y la diáspora. Tal vez la felicidad y la belleza de 50 Estados sean las de los comienzos, las de haberse liberado de una maldición, las de tener compañeros de viaje y un lenguaje en común, y las de mirar alrededor y sentir abrirse el campo de lo posible. 

Ay madre, qué libro más bonito. Sí, claro, ahora desarrollo. Pero dejadme empezar diciendo esto. Repitiéndolo. Ay. Madre. Qué libro más bonito. Una hermosura que desde luego no tiene nada de simpleza. 50 Estados es un artefacto de tecnología literaria punta: heteronimia, autoficción, cruce de géneros, traducción imperfecta, novela dispersa, crítica de obra imaginaria, roman à clef, autoría difusa… sin embargo, al desembarcar de la obra, no importa hasta qué punto sea el lector capaz de profundizar en la complejidad de los mecanismos que acaban de tener lugar. La emoción que predomina es la de querer creer. En Joe y en Amy. En Caitlin. En John 8A. En los trece. O más bien en los 14 y -sobre todo- en Rashida.

Ay-madre-qué-libro-más-bonito también, aun a riesgo de hacerme pesado, por lo que tiene de objeto, por lo que recuerda a esas cajas de tesoros en las que -de niños- guardábamos postales, dibujos, medallas de latón, alfiles perdidos. Por esa especie de cinta de Möbius y esas palabras flotantes y dispersas de la portada. Por reunir a dos de nuestras editoriales favoritas del mundo mundial: Fulgencio Pimentel y Kriller71, ahí es nada. Porque todo te dice que dentro hay aventura y porque, en efecto, la hay.