'Leer el presente' es un espacio que dedicamos a libros desde eldiario.es/murcia. Del mundo a la página y viceversa. Coordina José Daniel Espejo.
Y todo empezó a hacerse añicos
Alberto Chessa vuelve a demostrar en este libro que es una de las voces más importantes de la poesía contemporánea española. Desde su primer poemario (La osamenta) que fue accésit del premio Adonáis en 2011, hasta su penúltimo (La impedimenta), que fue finalista del Premio Nacional de la Crítica, Chessa se ha definido como un poeta de gran ambición, que no entiende el poema como orfebrería, sino como forma de pensamiento en la que el símbolo y la emoción se convierten en vías de conocimiento y de expresión.
Lo visceral, lo sensorial, lo simbólico y lo conceptual se enredan en la expresión poética del autor, como declaraba abiertamente en un poema de La impedimenta: “la mirada olfatea / y el gusto toca // pienso con la osamenta / y me vertebro con los pensamientos”. Esa línea de trabajo se vuelve a mostrar en este libro que es, no obstante, más variado en sus formas y motivos poéticos que los anteriores libros, caracterizados por una unidad simbólica central en torno a la que se desarrollaba el pensamiento. Esa diferencia respecto a sus libros anteriores se materializa en varios aspectos: por un lado, en una mayor presencia de los elementos biográficos asociados al “yo” lírico; por otro lado, en una variedad formal y expresiva mayor que en sus libros previos.
La abundancia de material biográfico, que incluye nombres y apellidos, así como anécdotas concretas tiene, no obstante, pese a su apariencia heterogénea y dispersa, unos focos o polos de atención temática que terminan ofreciendo un sentido, un discurso, algo parecido a un autorretrato o a una declaración de identidad. Trasluce la idea de madurez, de pacto con la vida, de asombro, pero también de asunción de lo inevitable como una especie de felicidad hecha de renuncias. Así, por ejemplo, la soledad esencial del sujeto frente a la realidad inasible de las cosas y del tiempo, origen de todo pensamiento trágico, se asume como un límite dentro del cual se intenta aprender a vivir, renunciando al mito de la unidad o del absoluto: “Todas las cosas andan esperando que empañemos su espejo tan solo de mirarlas. / Con apenas un par de versos se puede contribuir al desorden del mundo y su escalera. / Solo pretendo darles la vida a dos palabras / unas pocas palabras a la tarde. / Ya no disparo contra los relojes”.
El tiempo y la identidad son sin duda los elementos centrales que dan unidad a esa voz en primera persona que parece trazar una línea desde la que mira el pasado, el presente y el futuro para hacerse las preguntas necesarias. Y, tal vez por ello, son el espejo y sus hijas los motivos que más se repiten, y en ambos la reflexión sobre estos aspectos se confunde y entrelaza.
Sus hijas son la materialización del futuro como potencia, y son también (por su corta edad) la incógnita de la identidad. Aparecen las niñas como seres de pura potencialidad, página en blanco que espera una identidad, que revela también la ficción de la identidad y su precariedad, en comparación con la visceralidad de lo que está, y palpita, el milagro simple y rotundo de la vida que entra en el tiempo y puede ser todo y no es nada al mismo tiempo: “Todo es milagro, y lo que no / no es. // Que no solo la muerte: también la vida llega / sin avisar a cada instante. // Pero no tengáis prisa en encontrar / a todas las mujeres que ya sois / y que os entrañan / y extrañan”. Asimismo, las hijas son un espejo opaco en el que el yo poético se mira, un hito carnal-temporal que marca la mirada hacia el pasado y hacia el futuro de esa voz poética: “Tomo en brazos a Alicia y a Lucía / (acaban de cumplir un año) / y las confronto ante el espejo. / Así va dibujándose a la vida / vuestro rostro -fabulo a media voz-. /Como si devanase sin esfuerzo / un estambre cercano de futuros. / Como crece una piedra. (...) ¿Quiénes sois? ¿Qué diablos o diablesas sois vosotras / a este lado y al otro? -mascullo mientras me voy auscultando la dentadura / y un hielo me recorre el alma hasta los pies”.
Del mismo modo, el espejo es el lugar donde el yo poético se mira y cuestiona su identidad, pero es también el testigo del paso del tiempo ( “Cada verano me rasuro la barba / por ver si reconozco lo que había detrás. // ...Y para calcular qué tiempo queda / para que al fin mi padre / se adueñe de mi cara por completo”.) y del transcurrir de las identidades caducas, a veces ya paródicas, que fueron o parecieron ser inamovibles y eternas: “Pero un día -era martes- me cansé. (...) Me contrarié delante del espejo. / Y todo empezó a hacerse añicos. // Todo una ruina de cristal. // Cada mañana alguien venía a suplantarme. / Mi cuerpo era distinto cada mañana. / A ratos tenía que aprender de nuevo a andar. / Y a hablar. Siempre con miedo a encharcar el lenguaje. // De poco me sirvió pronunciar al revés todos mis nombres. / De poco componer un puzle con las teselas de mis sombras. // Ya vuelvo a ser esto y lo otro, es decir: quién sabe. / Ya vuelvo a ser lo que la muerte decide que yo sea”.
La cantidad de poemas de los que suelen llamarse “de circunstancias”, que hacen referencia a anécdotas y personajes pertenecientes al pasado de ese yo poético comparten también casi siempre esa mirada hacia atrás en las que la reflexión sobre el tiempo y sobre la identidad se superponen: quién era el yo poético entonces, en el momento de la anécdota, y quién es ahora; y qué identidad sostenían los demás personajes de la anécdota, y cómo el tiempo ha pasado por esas identidades. Una peculiar variación de este motivo que se repite varias veces en el libro es el que hacer referencia a la vida literaria, a la imagen del Escritor con mayúsculas, a la que también se renuncia, delante del espejo del tiempo y las verdades: “No, ya es difícil que seamos / esos poetas que soñamos ser. / El que no tiene hijos tiene años, / algunos los tenemos a los dos.// No seremos ni un nombre, / no cantarán ni un verso nuestro. / Nuestros libros son pasto del olvido. / Nadie sabrá qué fuimos y mucho menos quiénes”.
Pero, como avanzamos al principio, lo que caracteriza al libro y más lo aleja de su anterior poesía es la enorme variedad formal y expresiva. Por un lado, encontraremos una gran libertad genérica y formal: cuartetos clásicos, versículos, prosa poética, verso libre endecasílabo, incluso relato breve en algunas ocasiones. Pese a esa variedad, sí hay un recurso formal que se mantiene inalterado en todo el libro: el último verso de cada poema prescinde de la puntuación, dejando abierto siempre el final, haciendo que el lector reconozca el final del poema, precisamente, por esa apertura, por esa ausencia que abre el silencio donde debe habitar el poema entre la página y el lector.
Pero también en la expresión encontraremos gran variedad, desde la visceralidad telúrica y exaltada nerudiana-hernandiana (“Creo en tu cuerpo, / en la arcilla y el barro de tu vientre, / en la cavidad donde se refracta / el exterior que nos circunda, / mientras relleno el tiempo de la espera / con migajas de pan en cada verso”.), hasta el coloquialismo de los poemas de circunstancias (“¿por qué (que alguien nos lo aclare, haga el favor), / por qué cojones / sentimos ese alivio”.), la sentencia casi aforística (“No hallar la poesía tras los versos / sino los versos tras la poesía”.) pasando también por la imagen libre y surrealista: “Un violonchelo esconde -al menos- dos cadáveres. / Ya no viajo a los muertos pero vienen a mí. / El umbral se agiganta, deviene rumoroso. / Los ecos se entrearrugan como sonrisas viejas. // Con sus narices como toboganes, con sus ojos / como columpios, ¿quiénes serán esos renglones / que sigo transcribiendo día a día? // ¿Quiénes serán mis hijas, /hoy hace cuatro años que me lo llevo preguntando”.
En cualquiera de estas variaciones se mueve con gran soltura y naturalidad, sin que se perciba la previsible extrañeza que mis palabras pueden presagiar: hay una unidad profunda de tono y de actitud ante el texto, de reflexión sincera y asombrada, de expresión visceral y sin embargo cercana que hacen que la lectura fluya sin tropiezos pasando de un poema al siguiente pese a los cambios expresivos. Un libro muy recomendable que tiene, además, el honor de inaugurar una nueva aventura editorial: La estética del fracaso, nacida con la voluntad de dar cabida a textos arriesgados como este. Le deseamos mucha suerte.
Alberto Chessa vuelve a demostrar en este libro que es una de las voces más importantes de la poesía contemporánea española. Desde su primer poemario (La osamenta) que fue accésit del premio Adonáis en 2011, hasta su penúltimo (La impedimenta), que fue finalista del Premio Nacional de la Crítica, Chessa se ha definido como un poeta de gran ambición, que no entiende el poema como orfebrería, sino como forma de pensamiento en la que el símbolo y la emoción se convierten en vías de conocimiento y de expresión.
Lo visceral, lo sensorial, lo simbólico y lo conceptual se enredan en la expresión poética del autor, como declaraba abiertamente en un poema de La impedimenta: “la mirada olfatea / y el gusto toca // pienso con la osamenta / y me vertebro con los pensamientos”. Esa línea de trabajo se vuelve a mostrar en este libro que es, no obstante, más variado en sus formas y motivos poéticos que los anteriores libros, caracterizados por una unidad simbólica central en torno a la que se desarrollaba el pensamiento. Esa diferencia respecto a sus libros anteriores se materializa en varios aspectos: por un lado, en una mayor presencia de los elementos biográficos asociados al “yo” lírico; por otro lado, en una variedad formal y expresiva mayor que en sus libros previos.