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La vida, pese a todo: una lectura de 'La ciudad que el diablo se llevó'

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La ciudad que el diablo se llevó de David Toscana es una novela-lazo. La abres y percibes enseguida su grandeza por la capacidad que tiene de contraer vínculos y conexiones con otras literaturas, autores, libros o movimientos literarios. Pero lo hace con personalidad propia, desde una autenticidad que logra un temperamento distintivo sin que, finalmente y pese a los lazos, se parezca a nada ni a nadie. Es lo que se llama en literatura tener voz propia: aunque nada invente su autor a los lectores nos llega a los adentros como algo nuevo que acaba apreciándose como insólito. Esta novela es pura e inagotable literatura, brindada por un autor puramente “toscaniano”, es decir: único e incomparable. 

Insólita es la manera de David Toscana de retratar la vida. La vida que surge después de la DESGRACIA (así, en mayúsculas), la vida que se nutre de lo bueno y de lo malo, de la amistad y de la catástrofe, de la fragilidad y de la ternura, del despeñadero y de la supervivencia, de la amenaza de muerte y del miedo. Hay mucha devastación vital entre las páginas y, no obstante, cada párrafo parece tener como objetivo exponernos que, aunque la vida es un instante, ese momento hay que apurarlo al máximo. Y aquí surge la magia, el portento, la emoción tras las lágrimas y la risa constantes: La ciudad que el diablo se llevó es una auténtica oda a la alegría de vivir (sobrevivir, en este caso), una abundancia de entusiasmos dialécticos entre la inmundicia del dolor. Hay belleza (de esa que estalla de pronto en el centro de una página que narra situaciones tremendas) en la vitalidad de unos personajes que zozobran sin hundirse en los alrededores del sufrimiento insoportable. 

Insólitos son los personajes que pueblan esta novela. Son supervivientes de un espantoso pasado reciente y continúan sobreviviendo en el presente sin futuro concreto. Tienen algo en común todos ellos y es que, como don Quijote, como Werther o como Emma Bovary, son idealistas desplazados en constante lucha contra el entorno. “No se puede vivir como se sueña”, afirma Eloy Tizón en su “Herido leve”, pero aquí Feliks, Kazimierz, Eugeniusz y Ludwick conviven (junto a otros personajes o entre ellos cuando edifican cuadrilla a raíz de una circunstancia fortuita) soñando cómo quieren vivir,  sin pensar en el batacazo que la realidad les depara una y otra vez. David Toscana usa oído de escuchador glorioso para deleitarnos con un juego de voces que acaban siendo un retrato variopinto y muy entrañable. 

Estos cuatro personajes llegan a vivir situaciones tan surrealistas y extraordinarias que el realismo mágico sudamericano de siempre cobra en  esta novela nuevos bríos y una energía que mama de Cervantes (claro, cómo no), pero también de Onetti o de Kafka o de Bioy (por poner sólo unos ilustres ejemplos). Todos los personajes son, en realidad, un relato de lo que somos, de lo que nos mentimos cuando nos decimos lo que somos, de lo que soñamos y fantaseamos. Pura humanidad en plena búsqueda de un destino fracturado, de una redención que indaga la posibilidad de ser otra cosa diferente a lo que en realidad uno ha llegado a ser. En este sentido, la ficción parece que responde todo el rato a las preguntas: ¿por qué no podemos ser otro y por qué no podemos volver a empezar?

La ciudad que el diablo se llevó es una novela que aguijonea, pero también conforta. Es una novela que apuesta por la prosa sencilla, que no alardea de presunciones o ínfulas. Es una novela que bucea en el lirismo de lo insospechado y por ello la poesía aparece donde menos te la esperas y siempre como música de fondo, de cortejo armonioso. Es una novela con un tsunami de situaciones, con una fuerza narrativa que convierte lo vulgar en fantasía y júbilo estéticos. Es una novela con aroma que persigue captar lo que las grietas de la realidad (sobre todo, la más siniestra e injusta) abren y reabren una y otra vez. Es una novela que bucea en la tristeza, la sinrazón o la maldad como despertadores de nuestras ilusiones más triviales y no por ello menos auténticas. Es una novela en la que lo inadmisible y lo absurdo levantan la voz y… donde brota la vida, pese a todo.

La ciudad que el diablo se llevó de David Toscana es una novela-lazo. La abres y percibes enseguida su grandeza por la capacidad que tiene de contraer vínculos y conexiones con otras literaturas, autores, libros o movimientos literarios. Pero lo hace con personalidad propia, desde una autenticidad que logra un temperamento distintivo sin que, finalmente y pese a los lazos, se parezca a nada ni a nadie. Es lo que se llama en literatura tener voz propia: aunque nada invente su autor a los lectores nos llega a los adentros como algo nuevo que acaba apreciándose como insólito. Esta novela es pura e inagotable literatura, brindada por un autor puramente “toscaniano”, es decir: único e incomparable. 

Insólita es la manera de David Toscana de retratar la vida. La vida que surge después de la DESGRACIA (así, en mayúsculas), la vida que se nutre de lo bueno y de lo malo, de la amistad y de la catástrofe, de la fragilidad y de la ternura, del despeñadero y de la supervivencia, de la amenaza de muerte y del miedo. Hay mucha devastación vital entre las páginas y, no obstante, cada párrafo parece tener como objetivo exponernos que, aunque la vida es un instante, ese momento hay que apurarlo al máximo. Y aquí surge la magia, el portento, la emoción tras las lágrimas y la risa constantes: La ciudad que el diablo se llevó es una auténtica oda a la alegría de vivir (sobrevivir, en este caso), una abundancia de entusiasmos dialécticos entre la inmundicia del dolor. Hay belleza (de esa que estalla de pronto en el centro de una página que narra situaciones tremendas) en la vitalidad de unos personajes que zozobran sin hundirse en los alrededores del sufrimiento insoportable.