Basta con alejarse unos metros de los últimos límites de Cartagena para ingresar, sin que nada lo anuncie, en otra ciudad. La geografía urbana del asfalto desaparece y se transforma, de pronto, en un páramo castigado: un desierto cruzado de hendiduras artificiales. Al fondo, hacia el horizonte del polígono industrial Cabezo Beaza, la tierra de nadie se extiende infinita y se mancha de colores que no parecen pertenecer a los propios de la naturaleza. Amarillos del azufre, verdes intensos de ácidos, blancos de los sulfatos secos. No es tierra: son metales pesados y reactivos químicos abandonados durante décadas al aire libre, junto a las poblaciones más próximas que rodean los terrenos y los sumen en un paisaje como de película de ciencia ficción.
Cartagena va quedando atrás, pero el desierto contaminado no parece acabarse nunca. Lo atraviesa por la mitad una carretera estrecha por la que apenas circulan vehículos. Hace poco más de veinte años se levantaban en toda su extensión -más de 160 hectáreas- chimeneas colosales, naves industriales y edificios provisionales y baratos que albergaban oficinas.
La fábrica de fertilizantes Potasas y Derivados cesó su actividad en la diputación cartagenera de El Hondón en el 2001. Un año después vendió sus propiedades al Ayuntamiento. La metalúrgica Española del Zinc, ubicada en el pequeño pueblo de Torreciega, cerró en 2008. Entonces compró su finca una promotora del ladrillo, Quorum. Pero acabó quebrando. Ahora pertenece al magnate cartagenero Tomás Olivo. Ambas llegaron a la ciudad portuaria con la industrialización del franquismo. Sus clausuras estuvieron propiciadas por el fin del negocio de la minería en la sierra de La Unión en la década de los noventa.
Nadie ha tocado los terrenos desde entonces, y sus residuos tóxicos, dejados a la intemperie sin protección ni previsión, llegan a la ciudad en los días ventosos. Pero en Cartagena no hay día en que no haga viento. Tanto tiempo después, aunque la luz del sol castigue sin descanso las llanuras, gravita sobre ellas una doble sombra: la de un inmenso proyecto inmobiliario y la de la dejadez de la Administración regional.
“No hay voluntad política, solo la intención de pegar un pelotazo urbanístico”
A sus 70 años, Fulgencio Sánchez lleva toda la vida teniendo delante la misma estampa: antes, con las fábricas funcionando a pleno rendimiento; ahora, con los residuos que nunca nadie ha venido a limpiar. Antiguamente, recuerda, no era preciso ver las chimeneas para sentir su presencia. “Pasear por Cartagena era irrespirable. La nube de humo inundaba la ciudad. Cada día, cuando subíamos las persianas, nos encontrábamos en medio de una neblina muy turbia. La fábrica no paraba de tirar mierda”, cuenta. A día de hoy, de un simple vistazo, nada de aquello existe. Pero el suelo es delator: la tierra en El Hondón tiene un rojo dramático como el de la sangre coagulada. Apenas hay nada, ni un árbol, ni un animal, ni una persona.
La casa de Fulgencio Sánchez, donde vive desde hace 43 años, está pegada a la estación de tren, cuyas vías discurren muy cerca de los terrenos rojizos. Habla, como si hubiese sucedido hace apenas unas horas, de cuando sacaba a pasear al perro y tenía que recogerse enseguida, porque comenzaban a picarle los ojos y la garganta y notaba un extraño sabor a dulce o a metal oxidado en la boca. Es portavoz de la plataforma por la descontaminación de Cartagena, y recibe a elDiario.es en el pequeño despacho de la Asociación de Vecinos del Sector Estación. “Llevamos trabajando en esto desde que cerró Potasas”, explica, y busca en los cajones de la mesa de madera y agarra una pila inacabable de documentos. “Y aquí estamos todavía, prácticamente igual”.
Todo ese desierto de más de 100 hectáreas, explica Fulgencio Sánchez, lo compró el Ayuntamiento en 2002. En 1998, cuando aún se prolongaba la actividad industrial, la empresa Emgrisa ya había elaborado un estudio sobre los terrenos y había determinado que estaban “potencialmente contaminados”. El Ayuntamiento, a sabiendas, los adquirió a un precio irrisorio. Lo hizo en conjunción con la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia, constituyendo una sociedad, Podecasa, bajo la cual pretendían, comenta Sánchez, comenzar un proyecto de desarrollo urbano de Cartagena con la construcción de unas 5.000 viviendas.
Desde entonces, la situación está atascada. Lo aclara: “Había dos opciones. Y sigue habiéndolas. O retirar los residuos para dejar el terreno limpio, como si no hubiese habido fábrica alguna, o sellarlos. La única opción viable para edificar es la primera. Pero, de momento, solo hay proyecto para la segunda, presentado por Ercros, la empresa dueña de Potasas, en 2020, aunque a ellos -Ayuntamiento y Comunidad- no les vale”.
Fulgencio Sánchez pasa uno a uno los documentos y abre carpetas colmadas de papeles. Los lee por encima como descifrando en ellos el mensaje oculto de un desastre consentido. “Aquí está toda la cronología. Llevamos 20 años denunciando a la Fiscalía y al Defensor del Pueblo, porque creemos que tenemos derecho a no envenenarnos con unos residuos que llegan aquí a cada minuto, por el aire. Desde el principio no hay voluntad política. Solo la intención de pegar un pelotazo urbanístico. Los políticos juegan su propio futuro, pero no les importa el de los vecinos”.
“He dicho que en 1998 ya había informes que apuntaban a la evidente contaminación del suelo. Pues la Región de Murcia, que es la única que tiene las competencias, no lo declaró oficialmente contaminado hasta el 2019. Todo porque no les interesaba para construir. Nos hemos reunido con todas las alcaldesas, con seis o siete directores generales de Medio Ambiente, con los técnicos, y nadie ha hecho nada. Cuando cerraron la fábrica nos sentimos aliviados de no tener que volver a respirar mierda. Pero no nos llegamos a imaginar que en 2024 todo seguiría igual. Lo que quieren es ganar dinero por la construcción de edificios y no pagar un duro por descontaminar unos terrenos que son suyos desde hace más de veinte años”, manifiesta el vecino.
33.000 camiones llenos de residuos
El pasado 15 de marzo el Gobierno regional dictó una resolución que es también una última oportunidad para Ercros: un plazo de tres meses para presentar un proyecto válido. En caso de no hacerlo, la propia Comunidad acometerá la descontaminación total con un proyecto propio que no existe y en un tiempo que todavía no está calculado, y pasarán, dicen, la factura a la empresa como responsable subsidiaria. Se mueven bajo el principio de quien contamina paga. Pero quien contaminó tuvo en todo momento el beneplácito de las administraciones que ahora lo exigen.
La Región de Murcia estima que el tiempo necesario para elaborar un nuevo plan será de cuatro años. Fulgencio Sánchez se ríe. Ha perdido la cuenta de cuántas veces ha visto suceder lo mismo. “Ercros presentó un plan de remediación, de sellado, a la Administración regional hace cuatro años. La Comunidad, al principio, lo remitió a la Universidad Politécnica de Cartagena (UPCT), para que diera su visto bueno. Cuando lo dio, se lo envió al Consejo de Seguridad Nuclear (CSN). Éste lo avaló. Después el plan obtuvo el respaldo de la Universidad de Barcelona y de la de Limoges, en Francia, y de otras tres consultoras de ingeniería acreditadas. Pero ni a pesar de ello les pareció válido, porque no les dejaría edificar”, relata.
Pese a la negativa de la Administración, los científicos que reafirmaron el proyecto de la compañía propietaria de la fábrica de Potasas coinciden en que el sellado es la mejor opción, pues la descontaminación completa supondría un coste -decenas de millones de euros, cifran, de forma general- y un riesgo ambiental inasumibles.
Preguntado por este periódico sobre la manera adecuada de incidir en la finca, el técnico en recuperación de suelos de la UPCT, Ángel Faz, que estudió a fondo el plan de Ercros, afirma que llevar a cabo una retirada de materiales sería “una verdadera burrada”. “Hemos calculado que se necesitarían en torno a 33.000 camiones con bañeras de 21 metros cúbicos repletas para sacar todos los contaminantes de ahí”, enumera Faz. “Si el Ayuntamiento y el Gobierno quieren hacer una zona urbanística habría que estudiar esa alternativa. Pero la veo inviable”, explica. En la parcela hay más de 700.000 metros cúbicos de residuos, entre lodos fosfatados y piritas.
“El metal entra en el cuerpo y se bioacumula”
Por su parte, José Matías Peñas, investigador de la Universidad de Limoges, edafólogo y doctor en minería y desarrollo sostenible, matiza que el proyecto de sellado presentado por Ercros ofrece “una seguridad por un período de 1.000 años”. “Ese suelo, una vez sellado, sería compatible con la actividad industrial, o con la renaturalización. Pero nunca con la vivienda”. Peñas lleva más de una década analizando pormenorizadamente los suelos de El Hondón y denunciando, junto a los vecinos, la parálisis administrativa. “No puedes pretender remover tantos residuos, tantos pantanos de lodos fosfatados y de cenizas de pirita”.
El investigador revisa sus estudios, y hace números: “En las balsas de ceniza de pirita, que son las que mayor concentración tienen de arsénico, unos 200 miligramos por kilo de terreno, hay concentraciones también de cromo, cadmio, plomo, zinc y mercurio. Son las que están más pegadas a las primeras calles de Cartagena”.
“En las balsas de lodos fosfatados”, continúa, “hay valores elevados de todos esos metales, pero también de uranio, un isótopo que emite radiactividad. Hace unos meses el CSN se llevó los residuos de las zonas donde ese isótopo emitía valores por encima del umbral de seguridad. Todo supone un riesgo para la salud de los vecinos, porque el metal, que llega a la ciudad convertido en polvo tras la erosión del viento, entra en el cuerpo al respirar y se queda, se bioacumula”, cuenta.
En la sesión plenaria de la Asamblea Regional del miércoles 20 de marzo, la diputada del Partido Popular María Luisa Casajús vindicaba, en un corto debate, el “compromiso” del Gobierno de López Miras con la descontaminación de El Hondón. “¿Cuánto dinero ha puesto el presidente de la Región para la descontaminación aquí en Cartagena?”, se pregunta Fulgencio Sánchez. “Ni un euro. En ningunos presupuestos. En ninguna legislatura. Y van diciendo eso, cada pocos años. Venden humo y justifican lo injustificable. Llevamos más de dos décadas tragando, y así seguiremos. No entiendo cómo los científicos de tantas instituciones apoyan el sellado y la Comunidad no. Al final harán lo que les dé la gana. A mí ya no me importa, porque ya estoy mayor. Pero tengo que buscarle a mis hijos y a mis nietos un futuro mejor”, exclama.
Cuando la fábrica la envenenaba con nubes tóxicas, Cartagena era algo así como un infierno muy oscuro. “Pero daban mucho trabajo. La gente tenía dos opciones: o morirse de hambre, o de contaminación. De contaminación uno se muere poco a poco. De hambre siempre es peor”. Lo mismo sucedía unos metros más hacia el norte, cuenta Fulgencio Sánchez, en la fábrica de la Española del Zinc. Ambas situaciones están desgraciadamente vinculadas. Si descontaminaran o sellaran El Hondón, pero no la finca de Torreciega, no serviría de nada. “Toda la mierda de allí, viene también hacia aquí”, explica Fulgencio Sánchez. José Matías Peñas lo corrobora: “Es como un efecto cóctel entre Española del Zinc y Potasas. Todo el metal que hay en la primera llega a la segunda. Hay que actuar por igual en las dos. Y con urgencia. La Española del Zinc es una bomba de relojería”.
Un pueblo junto a balsas de ácido sulfúrico
“El cadmio impacta en el interior de las viviendas. Es el metal predominante, pero no el único. Hay concentraciones inadmisibles en las calles, en las casas, en los espacios públicos. Es un elemento catalogado por la Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer como carcinogénico humano tras exposiciones crónicas. Los vecinos de Torreciega están expuestos los 365 días del año”, relata José Matías Peñas.
Muy cerca de los mismos terrenos de El Hondón se adivina el comienzo, en perpendicular a las avenidas financieras de Cartagena, de una estrecha carretera en mal estado que atraviesa el barrio de San Ginés y que recala, tras un puente elevado que sortea las vías del tren, en la pequeña localidad de Torreciega. El límite último de la primera tierra contaminada señala el comienzo de otra mucho peor.
Pedro Gálvez, vecino de 75 años, espera a elDiario.es sentado en una mesa del local social del pueblo, que está situado enfrente de la torre romana del siglo I que le otorga el nombre y el sentido. Hay vecinos sentados en las mesas de alrededor y conversaciones muy sonoras en las que de vez en cuando se habla de la fábrica. En las paredes hay fotografías en blanco y negro del pueblo, de sus lugares más característicos. Ninguna de la Española del Zinc.
Con los brazos apoyados sobre la tabla, Pedro Gálvez va conectando unas frases con otras como si las uniera un hilo invisible de rencor y dignidad: “Vivíamos con las puertas y las ventanas cerradas. Por las mañanas nos levantábamos y nos encontrábamos con las plantas de las macetas muertas. Aprovechaban las noches para contaminar lo máximo posible. No llegaba el oxígeno: llegaba el ácido sulfúrico. En seguida te picaba la lengua y te lloraban los ojos. Continuamente se derramaba polvo que obstruía los tejados y las canalizaciones. Hemos visto salir de las chimeneas nubes amarillas que ocupaban todo el pueblo. El colegio prohibía a los niños salir al patio en los días más malos”.
“Lo soportábamos porque no había dinero para irnos a otro sitio”, interrumpe Úrsula Martín, que desayuna en la mesa contigua. “Si hubiésemos podido, lo habríamos hecho. Vivir aquí, durante aquella época, afectó a nuestra salud. Mi marido murió hace 13 años de cáncer de pulmón. A los 20 meses de que se muriera, a mí me tuvieron que operar de uno de pecho. A otros vecinos, y no pocos, que trabajaron en la fábrica les detectaron un cáncer y también se los llevó por delante”, dice, seria, apurando un vaso de descafeinado.
El actual presidente de la Asociación de Vecinos de Torreciega, que prefiere mantener su nombre en el anonimato y acaba de llegar y de sentarse al lado de Pedro Gálvez, fue conductor de vehículos en la Española del Zinc. Recuerda llevar camiones dentro de la fábrica, en ese espacio ahora desolado, transportando materias primas de un lugar a otro, mientras las torres de la fundición tiraban humos letales al barrio.
También recuerda a los trabajadores, como lo fue su padre, los estragos del esfuerzo físico en sus rostros, las ropas maltratadas y cubiertas de polvo. Un día, todavía unos años antes de que la factoría cerrase para siempre, se encontraba haciendo obras en su casa, y al tirar el techo falso de cañizo descubrió que se habían acumulado encima más de tres dedos de polvo. Pero no de un polvo cualquiera. Era como una ceniza gris y pesadísima, tan densa que era muy difícil de barrer. “Nadie que no haya estado aquí puede hacerse una idea de la suciedad, de los metales pesados que llegó a haber en todo el pueblo”, asevera.
Tanto él como Pedro Gálvez llevan, en conjunto, 16 años luchando por la descontaminación de los terrenos. “En 2008, cuando todo terminó, parecía inminente”, explica Gálvez. “Pero tenemos una administración incompetente”. “El Gobierno regional instó a la Española del Zinc a recoger y limpiar todos los residuos una vez cerrara. Cuando la empresa cierra, en 2008, se declara en suspensión de pagos. En ese momento le vende la finca a Quorum, una promotora. La Región de Murcia, al no haberse producido la limpieza, va al juzgado a pedir responsabilidades ambientales. Pero la jueza dictamina que la Española del Zinc es inocente, porque entiende que toda su actividad fue permitida por los gobiernos. Esa resolución no se llegó a recurrir nunca, y se declaró en firme”, relata. “La Comunidad se dejó ir por dejadez. Está claro que el problema no es urgente para quien no lo sufre”, incide.
Casas junto a 20.0000 miligramos de cadmio y cobre por kilo de tierra
Cuenta Pedro Gálvez que la Asociación de Vecinos ha interpuesto numerosas denuncias a la Región y que está personada en los juzgados. Unos años después de su adquisición, Quorum entró en bancarrota y los terrenos pasaron a un concurso público que se adjudicó el empresario Tomás Olivo. A día de hoy, los litigios legales por ver quién tiene que acometer la descontaminación siguen en marcha, y no parece que vayan a acabarse. Pero el tiempo apremia. “Es un veneno invisible. Antes veías las nubes amarillas, el polvo en suspensión. Ahora no te enteras. Y eso es peor”, explica Gálvez.
Torreciega es un pueblo de calles pequeñas y estrechas y esquinas con coches aparcados entre las que se perfila el alto muro de una nave industrial o los árboles y los columpios de un parque infantil. En un costado, tres calles sin salida dan a parar a una verja levantada sobre una tapia de hormigón. Gálvez la señala: son los terrenos de la fábrica. Se encuentran a apenas veinte metros de las primeras casas. Desde la misma valla es posible distinguir, entre la maleza, restos de vidrios reventados y montañas artificiales de escorias de la metalurgia del zinc, con concentraciones que alcanzan, según José Matías Peñas, los 20.0000 miligramos de cadmio y de cobre por kilo de tierra.
Agachado junto a la ventana enrejada de la última casa de la calle, la más próxima a la verja, Antonio Romero, de 62 años, limpia los cristales y los aleros con un paño muy sucio. “Esta es la joya del barrio”, dice, irónico. “Hay que limpiar cada día. Lo mismo sucede dentro, con los muebles. Es una suciedad como incolora, pero que cuando se acumula se vuelve negra”, explica.
Hacia el norte, el pueblo se levanta y se extiende en un reguero de rotondas y complejos industriales. En un punto elevado, entre dos naves enormes, una explanada pedregosa colinda con el solar de la Española del Zinc. Pedro Gálvez explica los pormenores del paisaje como quien al oír una música recobra una sensación olvidada: el modo en que se distribuían las chimeneas, el sinfín de trabajadores extrayendo materiales de las balsas.
Desde este punto, al tiempo que Gálvez la señala, Cartagena es un mundo áspero y devastado. Como mares de la luna, las balsas son heridas superpuestas que se multiplican en la tierra las unas sobre las otras. Cada una tiene tantas posibilidades de residuos tóxicos y tantos colores extraños que da vértigo mirarlas mucho rato. Elevaciones de colores blancos o grisáceos o de verdes muy intensos de ácido sulfúrico conforman un océano de cráteres abandonado a su suerte desde hace 16 años. “El problema es que esta Región es una mierda en todos los aspectos”, denuncia Gálvez, sobre la línea de la llanura. “Si fuera una administración seria, hace una década que tendrían que estar todos los terrenos en proceso de descontaminación”.
Como fumar 24.000 paquetes de tabaco
En Torreciega, la burocracia no se enreda solo en requerimientos y recursos que se arrojan con intención de eludir responsabilidades en la limpieza. También lo hace en el Sistema Murciano de Salud. Harto de denunciar durante más de una década que todos los vecinos sobrellevan su día a día respirando metales tóxicos, el presidente de la Asociación de Vecinos acudió hace unos años a una clínica privada y se sometió a una analítica. “Me sacaron 5,3 miligramos por decilitro de plomo -en sangre-. Envié los resultados a Salud Pública. Me repitieron la prueba y ésta dio valores más altos: 6,7. Desde entonces estoy en observación. Me dirigí por carta al director general de Salud y le pedí que se hicieran analíticas a todos los habitantes del pueblo. No me contestaron hasta casi un año después. Ahora se están llevando a cabo, todavía sin resultados”, explica.
En uno de sus estudios, José Matías Peñas examinó en los laboratorios de la Universidad de Limoges grandes cantidades de polvo recogidas de diversas zonas del pueblo, del mismo interior de las casas. Los niveles de cadmio hallados por el investigador son preocupantes.
Establece una similitud con el tabaco: “Una persona que fuma inhala, aproximadamente, un miligramo de cadmio por cada 25 paquetes -un kilo- de cigarrillos que consume. Los niveles del metal encontrados en el interior de las viviendas y en los espacios públicos de Torreciega”, sostiene, “son de 970 miligramos por cada kilo de polvo en las zonas más pegadas a la fábrica, y de 112 en las más alejadas, ya cerca de Cartagena. El cadmio de las primeras es equivalente al contenido en 24.000 paquetes de tabaco. El de las segundas, a 1.800”. “No entiendo cómo se puede permitir esto. Si tenemos en cuenta que un suelo debe declararse contaminado cuando se multiplica por 100 una concentración de cadmio de 0,5 miligramos por kilo, en este pueblo ese valor es superado con holgura. Estamos hablando, por encima de todo, de la salud de las personas”, concluye Peñas.
Consultadas al respecto, fuentes de la Consejería de Medio Ambiente de la Región de Murcia inciden a este medio en que el Ejecutivo regional tiene como objetivo “garantizar la protección de la salud de las personas”. En el caso de la Española del Zinc, las mismas fuentes confirman que, si las empresas responsables -Zinsa, la dueña de la fábrica, y la promotora de Tomás Olivo- no cumplen los plazos para presentar un proyecto, la Comunidad lo ejecutará “de forma subsidiaria”. En el caso de los terrenos de Potasas y Derivados, Medio Ambiente resalta que “nunca ha dejado de trabajar en su recuperación”. Exigen a Ercros, no obstante, “que cumpla con la legislación”, sin entrar en más detalles.
Vista desde Torreciega, Cartagena es paradójica: despliega su historia y sus edificios del casco antiguo en torno al mar y atrae al turismo, a las miradas hipnóticas que la descubren y la fotografían con un placer íntimo. Pero junto a la ciudad, como si le estuviera dando la espalda, se prolonga un desierto abierto y amenazador que nadie se atreve mirar.
“Es como buscar una aguja en un pajar. Es imposible conseguir nada”, sentencia Fulgencio Sánchez, todavía revisando papeles y atendiendo llamadas desde la mesa de su despacho en El Hondón. Pedro Gálvez regresa al local social de Torreciega después de contemplar la decadencia de la tierra y ahora camina más lento, como si llevara consigo, tanto tiempo después, los estragos feroces de la industria. “¿Quién se va a beneficiar de todo esto si alguna vez, vete a saber cuándo, descontaminan todo para levantar edificios?”, exclama. “El Ayuntamiento, la Comunidad y las empresas privadas”, se responde. “¿Quién lo va a pagar? Todos nosotros”. “Se trata de colectivizar las pérdidas y de repartirse las ganancias entre unos pocos. Se lo hemos dicho -al Gobierno de la Región- miles de veces todos estos años, pero les ha dado igual”.