Los zapatos limpios de Juncal
Era imposible no querer a Paco Rabal. La primera vez que lo vi en persona fue en la sede del Gobierno regional, en la avenida del Teniente Flomesta de Murcia, a comienzos de la década de los ochenta, cuando el entonces presidente, Andrés Hernández Ros, lo recibió con motivo de algún homenaje que le tributaron. No defraudó en la rueda de prensa que posteriormente nos ofreció, mezclando anécdotas y chascarrillos, con ese gracejo tan personal que tenía.
Algún tiempo después volvió a Murcia para presentar un trabajo de su hijo Benito. Recuerdo que cogí mi magnetófono en la radio y fui a los cines Centrofama. Allí estaba él, campechano y dicharachero. Eran las diez de la mañana o así. Le habían hecho madrugar; le pedí unas declaraciones y me las concedió complaciente y sonriendo. Era un tipo que desprendía bondad y generosidad con la gente joven.
Años después, en 1997, cuando yo estaba trabajando lejos de la Región de Murcia, volvía desde Logroño de vacaciones con mi familia. Nos detuvimos con nuestro vehículo en una gasolinera en la provincia de Madrid para repostar. Mi mujer observó que de un Mercedes, que pretendía hacer lo mismo, descendían Paco Rabal y Asunción Balaguer. Ella insistió en saludarlos y se acercó a hacerlo. Les dijimos que éramos de Murcia y que volvíamos a la tierra. Paco, tan simpático como siempre, nos contó que iban a Almería por motivos de trabajo. Asunción, la dulzura personificada, le dijo algo al oído a mi hija, al tiempo que le hizo una leve caricia.
Nunca entenderé que se quisiera privar de sus nombres a una plaza y a la Casa de la Cultura en Alpedrete, localidad madrileña donde ambos residieron durante años. Antes se intentó en el municipio murciano de Albuideite, donde afortunadamente también se rectificó a tiempo. Nunca es tarde para reparar una injusticia. Pero parece que hay un sector de la derecha en este país, como también de cierta izquierda, con el que nunca será posible sellar la paz que viene después de un conflicto. Como dice un personaje al final de Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán Gómez, tras el alto el fuego del 39 no llegó la paz, sino la victoria.
Paco Rabal siempre constituirá un símbolo para esta Región. Aunque nunca ocultó sus simpatías comunistas, existió un cierto consenso entre las gentes de uno y otro lado del tablero político para valorarlo como actor y embajador de esta Comunidad Autónoma. Así fue, al menos, mientras vivió. Lo triste de todo esto es que, años después de su muerte, ocurrida en Burdeos en 2001, algunos pretendan ajustar cuentas con él.
Y sí, aunque Paco Rabal fue comunista “porque nació en una familia pobre como las ratas” -en palabras de su hijo-, no solo trabajó a las órdenes de directores como Luis Buñuel o Michelangelo Antonioni, que pudieron ser de su cuerda ideológica. También lo hizo con otros, como José Luis Sáenz de Heredia, primo del fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, y cineasta oficial de Franco. Porque a Rabal se le respetaba y valoraba por su oficio. Y por su probado sentido de la amistad. De ello pudieron dar testimonio grandes del cine como Fernando Rey, que le debió su participación en The French Connection, de William Friedkin, papel para el que Rabal, que era el elegido, lo recomendó ante sus problemas con el inglés.
Paco Rabal no solo nos brindó algunos personajes legendarios, como Azarías en Los santos inocentes. Cada vez que tenía oportunidad, colaba una morcilla murciana en sus papeles. Como en Truhanes, con Arturo Fernández, cuando se presentaba en el trullo como “Ginés Giménez, natural de Bullas, provincial de Murcia”. O en su papel de abuelo murciano en Pajarico, de Carlos Saura. Pero el del torero que vive de dar sablazos y rememorar sus faenas de antaño en tardes memorables, fue el que le vino como anillo al dedo. “Con los zapatos limpios, parece que ha salido el sol”, le confesó Juncal al limpiabotas Búfalo. Con la conciencia limpia, como la suya y la de Asunción, también.
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