Déjenme contarles una historia, una historia bonita de esas que empiezan muy mal, con nocturnidad y alevosía, pero acaban muy bien... o no.
En 1957, el gobierno quiso abrir una calle grande y espaciosa, moderna, apta para vehículos en el centro mismo de la capital del Segura y no le importó destruir las ruinas de un hamman o baños árabes que se encontraban en medio. Este auténtico crimen histórico (destruir el patrimonio propiedad solo de murcianas y murcianos ¡para que pasaran los coches!) tuvo su castigo y penitencia: en la actualidad quien cruce Gran Vía en automóvil se ahogará en un atasco permanente y contaminante, una especie de maldición dictada por los reyes moros de Murcia que reclaman sus palacios perdidos.
La calle se hizo, sí, pero era fea. Gris. Llena de edificios demasiado altos para el gusto del vecino, demasiado ancha de aceras... Fría.
De pronto un día, en los años 80's, un grupo de nómadas, que vivían de tejer pulseras y pintar camisetas con lemas punk, instaló una decena de puestos en las aceras próximas al Corte Inglés. Las mortecinas aceras grises, recordatorio infeliz del patrimonio destruido, se llenaron de lucecitas, velas, colores y gente conversando, parándose a preguntar un precio; se llenaron de novedades, de collares, de anillos traídos de Londres, de cuencos pintados, de chales de seda, de foulards tintados a mano. Detrás de los tenderetes, atendían hombres y mujeres de pelo largo, trenzados con cintas y cascabeles, descalzos, vestidos de faldas (hombres y mujeres), cazadoras moteras. Recuerdo a Manolo, el poeta de los rizos, que llegó a recitar en el Paraninfo de la Universidad.
La Gran Vía pasó a ser lugar de encuentro de todas las pandillas. Padres y madres encontraban allí un regalo para sus adolescentes, un detalle para dar a la casa un aire fresco. La gente que visitaba los comercios estables, pasaba también por aquellos tenderetes para acabar el día o para pasear con su pareja, descansando. Antes de tomar el aperitivo, o después de la copa de la noche, pasaban por los puestos.
Una calle anodina se llenó de actividad. Cuando la gente empezó a ser demasiado numerosa, el consistorio trasladó los puestos a la explanada de san Esteban, donde siguieron dando vida, movimiento y color a la noche y a la tarde murciana. El centro de la ciudad pasó, gracias a los “puestos de los hippies”, a ser un verdadero Centro Comercial Vivo, lugar de encuentro y paseo, inicio de manifestaciones y desfiles, cita de turistas y corazón, en fin, de la vida murciana.
El partido en el poder, en lugar de agradecer a tales vendedores artesanos la labor de resignificación, los echó del centro al Malecón en unas casetas prefabricadas de plástico. Les aseguró además, que el Malecón sería un emplazamiento provisional mientras se decidía un nuevo sitio para ellos. Eso fue hace... ¡10 años!
Los antiguos hippies, –hoy vendedores experimentados que lo mismo te componen una pulsera exclusiva que te traen lo último en moda reivindicativa, gente pacífica–, protestaron. Se organizaron y expusieron sus necesidades. Hoy, recogen firmas de murcianas y murcianos para recordarle al gobierno sus promesas.
Y yo os pregunto, amigas y amigos míos, ¿seremos desagradecidos? ¿O recordaremos a los artesanos que alegraron las tardes y las noches de nuestra adolescencia? ¡Creo que no, por cierto! Queremos una solución para ellos, un lugar confortable cerca de donde paseamos. Herederos de los cortejos, fanfarrias y cambalaches que seguían al séquito de los reyes moriscos, ellos también hicieron Murcia.
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