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La amenaza del psicoanálisis

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Decía Hobbes que en estado de barbarie la vida resulta desagradable, brutal y corta. Si cada uno obra según su parecer, tratando de satisfacer sus apetitos y sin poner límites a éstos, tenemos no ya una orgía, sino un baño de sangre, miedo y muerte.

Por ello es necesaria una civilización que imponga unos límites a los deseos de cada uno, a partir de los cuales puedan empezar los de los otros. Estos límites son relativamente arbitrarios y distintas culturas los configuran de maneras diferentes. En el caso de Occidente, como he dicho anteriormente, los pilares de esta cultura son nuestras herencias griega y judía.

Los límites impuestos por la cultura no se limitan a las leyes impuestas por el estado, que regulan las conductas. Incluyen el lenguaje y las ideas con las que piensan las personas, las costumbres que guían sus acciones más allá de las exigencias jurídicas, las sensibilidades estéticas y la manera de percibirse a uno mismo. De hecho, los individuos se alienan en la cultura, que piensa a través de ellos, quedando frecuentemente las personas reducidas a autómatas que procesan las consignas de su civilización y actúan en consecuencia.

El hombre poseído por la cultura puede ser feliz, pero ni es libre ni piensa por sí mismo. A menudo, ni siquiera es feliz. Entonces, la inadecuación de su modo de asimilar la cultura para satisfacer tanto las exigencias de su naturaleza como las demandas impuestas por la propia cultura, desencadena un estallido, rompiendo las costuras de su revestimiento social y provocando síntomas.

En esas situaciones entramos los profesionales de salud mental. Los psicofármacos pueden funcionar como los rayos gamma con el increíble Hulk, reduciendo al sujeto a una posición soportable por un marco que se estaba rompiendo, o un tratamiento conductista puede poner un remiendo sobre las costuras rotas. Así el individuo vuelve a su alienación y funciona como un ciudadano productivo, independientemente de que más adelante se pueda producir, o no, una nueva crisis.

El psicoanálisis hace algo diferente. Facilita, entre otras cosas, que el sujeto construya su propio discurso, que cuestione los principios con los que guía su vida, que deseche algunas de las imposiciones culturales a las que se había sometido y que se enfrente al vacío que queda ante la desaparición de éstas.

Nietzsche ya advirtió del amor que tienen los hombres por sus cadenas, y de la angustia que surge al perder éstas. El proceso psicoanalítico no es para todo el mundo. Existen individuos que necesitan cadenas, incluso prótesis y andamiajes que los sostengan porque no son capaces de aguantarse por sí solos. Por ello, los psicoanalistas son tan cuidadosos cuando valoran los “casos” con los que trabajan y tratan de individualizar sus intervenciones adaptándolas a la persona que tienen delante.

Más allá de las dificultades de la casuística individual, el psicoanálisis confronta a los “analizantes” (término que enfatiza el posicionamiento activo de aquél que emprende un proceso analítico) con una elección. Como en Matrix, se puede escoger la pastilla azul o la roja. El sujeto puede continuar con la seguridad que le ofrecen las cadenas de la civilización o enfrentarse al vacío y el desamparo que supone aflojarlas (aunque sea un poco).

A nivel social, el psicoanálisis torpedea todo el proyecto de la cultura, despertando a sujetos que dormían en ella. Denuncia la artificialidad de los límites impuestos a la naturaleza y amenaza con liberar de sus cadenas a licántropos a la espera de la próxima luna llena.

En un análisis exitoso, el sujeto se hace un poco más cargo de sí mismo, conquista cierta libertad y asume la responsabilidad (y la angustia) que ésta conlleva. Reconstruye un poquito su andamiaje cultural y se hace individuo. Más que convertirse en hombre lobo, que es lo que temería Hobbes, deja de ser zombi.

El psicoanálisis apunta a la construcción de una nueva civilización de hombres libres, con las ventajas y los riesgos que esto conlleva. No construye productores que trabajan como autómatas, ni consumidores ávidos, tampoco santos ni iluminados. Sólo hombres más conscientes de sus dificultades para desplegar su existencia, del vacío que queda cuando se sacude la alienación, de la triste realidad humana. Este proyecto contracultural lleva ya más de un siglo de existencia. En este tiempo ha promovido cambios en la estructura de la cultura, que se ha hecho menos opresiva en algunos aspectos, pero no ha provocado su colapso. Ha quedado reducido a un nicho minoritario, tratando individuos, caso por caso, que viven sus vidas en las rendijas que les deja la sociedad, tratando de tener una visión un poco más amplia y que afrontan la necesidad de decidir qué hacer con su libertad.

Decía Hobbes que en estado de barbarie la vida resulta desagradable, brutal y corta. Si cada uno obra según su parecer, tratando de satisfacer sus apetitos y sin poner límites a éstos, tenemos no ya una orgía, sino un baño de sangre, miedo y muerte.

Por ello es necesaria una civilización que imponga unos límites a los deseos de cada uno, a partir de los cuales puedan empezar los de los otros. Estos límites son relativamente arbitrarios y distintas culturas los configuran de maneras diferentes. En el caso de Occidente, como he dicho anteriormente, los pilares de esta cultura son nuestras herencias griega y judía.