Las carreras armamentísticas tienden a llegar a puntos de equilibrio. Si el invento de un nuevo arma o estrategia bélica puede permitir grandes avances en el terreno de batalla (como cuando los británicos incorporaron el radar en la batalla de Inglaterra), o incluso conquistas (como cuando los alemanes desarrollaron la estrategia del blitzkrieg), pronto se copian las armas, se refuerzan las defensas o se diseñan nuevas estrategias que detienen los avances ofrecidos por la novedad. Las potencias militares necesitan un esfuerzo continuo de innovación para seguir un paso por delante de sus rivales, pero por mucho que se invierta en innovación, no todos los días se descubre algo como el radar o el blitzkrieg. Por eso, las potencias cuidan sus descubrimientos y tratan de maximizar su rendimiento.
Cuando Alan Turing desarrolló un método para descifrar los códigos alemanes, los británicos hicieron un gran esfuerzo para que el enemigo no tuviera conocimiento de este descubrimiento y lo inutilizase cambiando el sistema de comunicaciones. Este ocultamiento conllevó sacrificios, renunciando a neutralizar algunas intervenciones alemanas para no poner sobre aviso al enemigo. Este gambito de vidas y recursos fue beneficioso a la larga, manteniendo la ventaja británica en materia de información a lo largo de toda la II Guerra Mundial y contribuyendo a la victoria aliada final.
Cuando Alexander Fleming descubrió la penicilina en 1928, inauguró una ventaja estratégica en nuestra lucha contra las bacterias, los antibióticos, que permiten curar infecciones, realizar intervenciones quirúrgicas que de otro modo hubieran llevado a infecciones letales y, en definitiva, salvar incontables vidas. Las bacterias pueden mutar y hacerse resistentes a un antibiótico por lo que durante casi un siglo distintas compañías farmacéuticas han realizado un importante esfuerzo de investigación para descubrir nuevos antibióticos y mantener la ventaja en nuestra guerra contra las bacterias patógenas.
En lo que no hemos hecho un trabajo tan bueno ha sido en el ocultamiento de este descubrimiento, del que se ha abusado indiscriminadamente fomentando la proliferación de bacterias multirresistentes inmunes a los antibióticos.
Los médicos utilizan frecuentemente antibióticos en circunstancias en que saben que ni siquiera son útiles, siendo el ejemplo paradigmático de esto el “niño con mocos” aparentemente debidos a una infección vírica, con lo que “entrenan” a las bacterias para que se enfrenten al antibiótico la siguiente vez que se utilice. Las causas de esta malpraxis médica son complejas, pero quisiera destacar dos elementos:
Los médicos tienen una cultura de omnipotencia que les lleva a “salvar vidas” o al menos a hacer algo para intentarlo, teniendo dificultades para aceptar que a veces no hay nada útil que hacer. Resulta difícil para un médico decir que no puede hacer nada en una situación concreta, por lo que tiende a ofrecer “soluciones” aunque sean ineficaces. Esto permite sostener el orgullo profesional del médico y reduce la angustia del paciente que se siente atendido, pero puede conducir a un intervencionismo contraproducente. Es necesario trabajar sobre la cultura médica, en este y otros aspectos, y que los profesionales se desarrollen humanamente para afrontar emociones difíciles como la impotencia. Existen herramientas para facilitar este proceso, entre las que destaca el trabajo en grupos Balint, pero esto no forma parte de la formación básica del médico, por lo que se observan grandes lagunas tanto en la formación como en el ejercicio profesional.
El otro elemento que quiero señalar como contribuyente a la prescripción inadecuada de antibióticos por parte de los médicos es la inseguridad con la que trabajan. El diagnóstico médico no es una ciencia exacta, sino probabilística, por lo que frecuentemente se llega a diagnósticos erróneos. Cuando un médico decide no prescribir un antibiótico a un niño con mocos de origen aparentemente vírico puede encontrarse con la aparición de una bacteria que dañe o incluso mate al niño, y con que se le pidan responsabilidades legales por ello. Además de la inseguridad jurídica, las agresiones, verbales o físicas, a los profesionales suponen otro frente de inseguridad ante el que los médicos no se sienten respaldados por las instituciones. La inseguridad de los médicos ante este tipo de situaciones lleva a menudo a un ejercicio defensivo de la medicina, sobreprescribiendo antibióticos y dañando la salud pública, para evitar problemas a nivel personal.
En veterinaria, la proliferación de enormes granjas con animales hacinados que incuban infecciones y las transmiten masivamente constituye otro escenario de uso poco discriminado de antibióticos y de generación de bacterias resistentes a ellos.
Al no haber cuidado la ventaja que los antibióticos nos han estado dando sobre las infecciones bacterianas, y al irnos aproximando al agotamiento de las opciones antibióticas posibles y a la proliferación de bacterias multirresistentes, estamos a punto de llegar al momento en que los antibióticos dejen de ser útiles. Será el momento en que pequeñas heridas, al infectarse, vuelvan a ser letales, en que la cirugía se haga prácticamente imposible, en el que la naturaleza reclame el dominio sobre nosotros que coyunturalmente habíamos logrado mitigar y al que volveremos por nuestras culpas. Finalmente, recogeremos lo que hemos sembrado.
Las carreras armamentísticas tienden a llegar a puntos de equilibrio. Si el invento de un nuevo arma o estrategia bélica puede permitir grandes avances en el terreno de batalla (como cuando los británicos incorporaron el radar en la batalla de Inglaterra), o incluso conquistas (como cuando los alemanes desarrollaron la estrategia del blitzkrieg), pronto se copian las armas, se refuerzan las defensas o se diseñan nuevas estrategias que detienen los avances ofrecidos por la novedad. Las potencias militares necesitan un esfuerzo continuo de innovación para seguir un paso por delante de sus rivales, pero por mucho que se invierta en innovación, no todos los días se descubre algo como el radar o el blitzkrieg. Por eso, las potencias cuidan sus descubrimientos y tratan de maximizar su rendimiento.
Cuando Alan Turing desarrolló un método para descifrar los códigos alemanes, los británicos hicieron un gran esfuerzo para que el enemigo no tuviera conocimiento de este descubrimiento y lo inutilizase cambiando el sistema de comunicaciones. Este ocultamiento conllevó sacrificios, renunciando a neutralizar algunas intervenciones alemanas para no poner sobre aviso al enemigo. Este gambito de vidas y recursos fue beneficioso a la larga, manteniendo la ventaja británica en materia de información a lo largo de toda la II Guerra Mundial y contribuyendo a la victoria aliada final.