Hay quien sigue manteniendo de manera un tanto nostálgica, que la belleza es verdad y la verdad es belleza o es bella por sí. Para los antiguos griegos y latinos, belleza y verdad eran términos intercambiables y así también lo entendió el humanismo occidental derivado de estas tradiciones. “La belleza es el esplendor de la verdad”, parece que afirmó Platón en El Banquete. Pero la verdad como así se entendía hoy nos parece improbable y además no se mostraría siempre bella; es más, no suele serlo, por más que nos empeñemos en edulcorarla.
La belleza, la idea de lo que puede ser bello, parece hoy una cuestión de criterios más o menos estéticos, de cultura aprendida o inducida y, por tanto, de cada cultura. En occidente, la hemos ido confeccionando a imagen y semejanza del mundo que construimos o habitamos, y así valorábamos lo que nos facilitaba su comprensión –orden, simetría, equilibrio, armonía…– o en la actualidad, lo que nos hace sentirnos seguros, confortables, o satisface nuestros deseos (mares tranquilos, hermosos cuerpos, paisajes idealizados, abstracciones coloristas y decorativas, consumos –pop–, melodías repetitivas etc.) rechazando por contra todo aquello que nos genera incomodidad, incomprensión, o incomodidad por incomprensión: lo diferente, lo profundo, hondo, desbordado, a veces la propia naturaleza sublimada… En esto, como en tantas cosas, tendemos a buscar el consenso de la manada y como ejemplo, sobrevaloramos hasta el absurdo las canciones –véanse pinturas, fotos, películas…– y las consignas que reconocemos o tarareamos más fácilmente y tendemos a rechazar aquellas otras que no tienen un estribillo fácil o son, digamos, más exigentes.
Son consecuencias acrecentadas por este mundo de omnipresencia de los medios, a través de los cuales se inducen actitudes, comportamientos y cómo no, criterios de valoración estética. Como ejemplo, hace un par de años se difundió la noticia de que la CIA (Central Intelligence Agency) impulsó y apoyó en secreto ciertas tendencias del arte contemporáneo; en particular 'sus' tendencias, escribiendo y condicionando de paso casi un siglo de nuestra Historia del arte (el occidental, claro). No hay estado, régimen o administración, nacional, autonómica o local, que con mayor o menor insistencia no hayan hecho lo mismo o hayan dejado de hacerlo.
Por la otra parte, muchos científicos y algunos filósofos, en un momento dado dijeron aquello de 'todo es relativo', y esa relatividad parece estar hoy trasladada a nuestra idea de 'verdad', de tal manera que podemos sospechar que, como dijo un conocido poeta, ninguna verdad sea ya la misma dos veces. Y así, andamos hablando de verdades relativas, verdades episódicas, verdades fabuladas, verdades fabricadas, posverdades, medias-verdades construidas sobre medias-mentiras… algo que da mucho juego al mundillo de la política, del espectáculo, del artisteo y demás. Es decir, que vuelta a vuelta y como mirando para otro lado hemos ido disolviendo el azucarillo y ya poco queda consistente para regocijo de los que suelen vender humo en despachos revueltos.
Con la idea de belleza ha pasado algo similar: abandonados los cánones y devaluados los discursos, ahora también se muestra relativa y la consideramos según refleje, represente o justifique nuestros hábitos de vida, nuestro sistema particular de valores y por qué no, del buen o mal gusto, inducidos, aprendidos o adquiridos. Así, el arte 'considerado' en nuestra sociedad actual – salvo hermosas excepciones– suele ser reflejo de las estéticas, exigencias y valores de cada grupo mediático, de cada tendencia política, de cada lobby o incluso de cada tribu social, analógica o digital. Hay un arte supuestamente cosmopolita, otro localista, otro elitista, otro de salón, otro de dominical, otro de mercadillo, otro exquisitamente decorativo, otro chabacanamente decorativo, otro aséptico con toques de modernidad perfecto para decorar despachos y sucursales bancarias, otro suficientemente ocurrente como para rotondas, otro vacuo, muy adecuado para medallas y condecoraciones; en fin…
Y los artistas, influenciados por todo esto intentan –intentamos– flotar en esta sopa sosteniendo un principio que la mayoría consideramos sagrado: el 'principio de conservación de lo que cada uno tiene', es decir, la clientela posible, algo que hoy no es fácil de conseguir y por la que más de uno daría sus dedos. Pero resulta que el reducido mercado que existe fuera de ARCO y alguna feria más, lo conforman fundamentalmente instituciones dependientes de ayuntamientos y comunidades autónomas o de bancos y antiguas cajas de ahorro, además de algunas fundaciones generalmente respaldadas por grandes empresas. De ahí que en los últimos lustros los artistas, escritores y 'creadores' más avispados, practicando cierto artisteo clientelar, hayan pisado más esos despachos que sus propios estudios. Claro que en la parte contraria, para los que se han atrevido a sacar los pies del barrillo, siempre ha habido un probo gestor dispuesto a tomarle la matrícula y reprobárselo por bien de las verdades morales y estéticas hoy –constitucionalmente– consensuadas.
Bien pensado, llegado a este punto, con tanta relatividad y, paradójicamente, con tanto consenso, de belleza casi sería mejor no hablar y hablar de verdades se me antoja complicado y temo que si insisto me puedan apedrear; y que igual que se ha impuesto el papanatismo comisariado –y subvencionado–, o la cursilería cool supuestamente transgresora, o la nostálgica a lo Walt Disney, para hablar de arte, de cultura y hasta de sentimientos existenciales o religiosos, también se han normalizado las palabras estigmatizantes para todo aquel que pretenda ir por libre; pasmosamente vuelven los mismos apelativos que ya se usaban para referirse a quienes desde hace décadas avisaban de la destrucción del paisaje, de la desnaturalización de las poblaciones o del triste e inevitable triunfo del marketing sobre el arte; hoy ya perroflautas devenidos en artistas menores sutilmente ninguneados: no hay problema.
Así que visto lo visto y pensando en lo que nos está cayendo encima, tal vez sería mejor escribir menos y frecuentar más los despachos o dejarnos caer por algún parnasillo o alguna capilla política o religiosa, que dan para mucho; pero el problema es que casi sin darnos cuenta nos hemos hecho mayores y la cabra tira al monte, y en el monte las certezas te rodean. Por lo que una vez más –recordando a Baterbly– preferiría dejar estas cosas para después del verano e irme a la playa del Portús, a ver si me reafirmo en una de las pocas verdades que me quedan; aquello tan repetido de Paco Rabal en Pajarico: “¡Qué bien se está cuando se está bien!”. Menos mal…