Según una encuesta realizada por Save the Children la Región de Murcia ostenta el récord nacional (junto a Andalucía) de 'bullying' o acoso escolar, con un 11% de los niños sufriéndolo de manera ocasional y un 2,8% experimentándolo de forma frecuente.
Siempre ha habido 'matones', tanto entre los niños como entre los adultos, que han aprovechado su mayor fuerza física, o la superioridad de su red social, para hacer sufrir a los más vulnerables. Éste es un fenómeno natural que podemos observar en otros animales, que establecen su jerarquía sometiendo a los de abajo mediante el principio de 'el pez grande se come al chico'. Aunque un liberalismo sin barreras pueda dar cobertura moral a este modo de proceder, la cultura judeo-cristiana se ha opuesto a ello, limitando, en mayor o menor medida, sus excesos.
Sin embargo, en el momento actual este fenómeno ha alcanzado una dimensión diferente, abocando a muchos niños a la depresión e, incluso, al suicidio.
Ya he planteado con anterioridad la idea de que la generación que está creciendo ahora es más frágil que otras anteriores. El deterioro del aparato mental con el que las personas afrontan las adversidades de la vida, con el fracaso de los pilares simbólicos tradicionales por la muerte de Dios, el colapso del patriarcado y la dilución de los referentes morales e identitarios clásicos, ha llevado a las nuevas generaciones a ahogarse en un mundo líquido.
No pretendo culpar del problema del 'bullying' a la fragilidad de las víctimas, aunque ésta pueda magnificar sus consecuencias. El foco de la cuestión ha de ser puesto en la crueldad de los agresores, que parece haber descarrilado y perdido todo límite.
La agresión escolar no parece estar ya orientada a establecer un orden jerárquico en el que cada niño tiene su lugar, por penosos que algunos de estos lugares sean en su asimetría. Tampoco parece que se trate de la descarga puntual del malestar de los 'abusones', que de forma agresiva apuntalan su autoestima poniendo a otros debajo de sí mismos. Más bien parece que se establece una dinámica relacional repetitiva, sin más sentido que su propia reiteración, en el que ciertos comportamientos son realizados una y otra vez, como la gota que erosiona la piedra, hasta lograr la destrucción de su objeto.
Mucho se ha hablado del estímulo a la violencia que suponen videojuegos y películas, cuyo obsceno grado de encarnizamiento serviría como modelo conductual a imitar. A mí me preocupa más la desconexión que se establece entre estas imágenes y la realidad palpable en la que vivimos. Cuando los niños se peleaban en el patio, aprendían lo que era dar un puñetazo, y lo que suponía recibirlo, adquiriendo estas acciones un sentido anclado en la realidad, lo que les ayudaba a entender cuándo había que parar. Si estos puñetazos se convierten en descargas de artillería virtual, desenraizadas de cualquier conexión con lo real, nada marca el límite antes de llegar a la destrucción del otro.
La ausencia de un engranaje social que dé sentido a la agresión impide también acotarla. Hoy es difícil tener una conversación seria sobre la agresión física, examinando sus pros, sus contras y su proporcionalidad. Toda agresión está proscrita, excluida del discurso, salvo las bravatas desencadenadas y la acción desregulada, que posteriormente sucumben a la demonización. El no saber lo que es la agresión, habiéndola relegado a lo imaginario; el no poder hablar de la violencia más que para condenarla, nos lleva a un mecanismo de volcán estromboliano, con acumulación de presión y explosiones descontroladas.
Más allá de las explosiones, la normalización de la violencia en un entorno fantasioso, con imágenes que van desde la evisceración de zombies en los videojuegos al sarcasmo y la descalificación verbal en las comedias de situación, y sin consecuencias aparentes, lleva a un ejercicio agresivo automatizado que resulta incomprensible para sus propios autores.
Es frecuente que los autores del 'bullying' sean los primeros sorprendidos de las consecuencias de sus actos, que carecen de conexión con sus intenciones o pensamientos. Creo recordar que la escalada de violencia infantil que nos mostró 'El Señor de las Moscas' se detenía en seco cuando apareció un adulto gritando “¿Qué hacéis?”. La aparición de un orden simbólico, el reclamo de un sentido en la acción, puede bastar para parar la sinrazón.
Por ello, me pregunto una vez más: ¿qué estamos haciendo?
Según una encuesta realizada por Save the Children la Región de Murcia ostenta el récord nacional (junto a Andalucía) de 'bullying' o acoso escolar, con un 11% de los niños sufriéndolo de manera ocasional y un 2,8% experimentándolo de forma frecuente.
Siempre ha habido 'matones', tanto entre los niños como entre los adultos, que han aprovechado su mayor fuerza física, o la superioridad de su red social, para hacer sufrir a los más vulnerables. Éste es un fenómeno natural que podemos observar en otros animales, que establecen su jerarquía sometiendo a los de abajo mediante el principio de 'el pez grande se come al chico'. Aunque un liberalismo sin barreras pueda dar cobertura moral a este modo de proceder, la cultura judeo-cristiana se ha opuesto a ello, limitando, en mayor o menor medida, sus excesos.