Con el tiempo, el Paseo del Malecón (el más huertano del mundo) se ha convertido en un variopinto y pintoresco paseódromo. Nada que ver desde luego con aquel pueblerino paseo de nuestra infancia, con huertos, palmerales y vendedores de lechugas de hoja de burro a pie de bancal, junto a los pozos a cuyos pozales las merlas y las gafarrillas acudían a refrescarse el pico. El cual paseo, ensalzado por los poetas, todas las tardes de Dios el obispo Sanahuja y Marcé lo recorría, paso a paso, hasta las Cuatro Piedras, flanqueado por una legión de jóvenes y animosos seminaristas con banda verde sobre el pecho, ansiosos los curandos de cantar misa y dirigir rosarios. El dicho obispo, reputado de bueno por lo grueso y mesurado, caminaba con la mano extendida para que se la besara el pueblo.
Hoy en día, el Malecón es más alegre y risueño, abierto y cosmopolita, de proyección transversal que diría un político repipi. Sin duda alguna, el lugar preferido por los murcianos de toda edad, sexo, raza y condición, para pasear dialogando, correr aspirando aire puro, comprobar que hay gallinas que ponen huevos y pájaros que hacen nidos, ensayar ejercicios gimnásticos, estirar las piernas, formar músculo... Y, en general, para disfrutar de lo poco que va quedando de la malbaratada feraz y risueña huerta, pomposamente cantada en los setenta como «La Huerta de Europa».
En dicho lugar, pasadas las Cuatro Piedras, se erigía la ermita del Calvario, cuyo nombre recibía de la postrera estación del Viacrucis allí existente, obra de los frailes franciscanos. En dicha ermita, sobria, sencilla y de abombada cúpula, se veneraba la imagen del Cristo de los Huertanos (hoy, del Perdón), del ingenio y mano de Francisco Salzillo. Instalado provisionalmente desde hace tres cuartos de siglo en la Iglesia de San Antolín, procesiona con ‘los magenta’. Tan preciada imagen era objeto de especial veneración entre los huertanos de la zona (Alboleja, Belchí y Albatalía) porque en tiempo de riadas la replaceta de la ermita que lo albergaba era la cota más alta del entorno, siendo por ello tomada a la carrera por las familias —con sus enseres y bestias— para librarse de las tumultuosas crecidas que de tiempo en tiempo anegaban la Huerta. En la ermita, ante el Cristo, abrazados, llorando y rezando, las familias esperaban a que la lluvia cesara para volver a sus hogares o a lo que de ellos quedara. El Calvario era su tabla de salvación. Su gloria. Ahí, el agua les llegaba a los pies. Pero no al cuello.
La memoria de estos hechos, tan preñados de pequeñas grandes historias, lleva camino de perderse. Irremisiblemente. Porque de asunto tan trasnochado no se habla en la Universidad ni en las escuelas y no hay in situ hito alguno que lo recuerde. Nada. Una pena. Porque junto a la ermita del Calvario hubo una modestísima escuela en la que estudiaron gentes que acabaron haciendo carrera y triunfando en la medicina, la política, las letras y las artes (de lo que hablaré en otro momento) y niños huertanos de pobre vestimenta y pocos posibles; entre los que se encontraban, mis padres, quienes me hablaban maravillas de los maestros. Una pareja de santos. Era el único lugar en el humilde entorno donde los niños huertanos podían aprender a hacer las primeras letras y las entonces llamadas cuatro reglas elementales: sumar, restar, multiplicar y dividir. Lo suficiente para andar con soltura por la vida. Con la cabeza bien alta.
El Calvario. Última estación del Viacrucis de los padres franciscanos, de tan cuidada barba azafranada. Ermita y escuela del Calvario. Refugio de necesitados cuando las riadas. Imborrables páginas de gloria que en diversos artículos y medios ya he contado. Porque allí, abrazados, ateridos bajo una manta retalera, viendo crecer las aguas y pasar como toros rugientes las aguas desmandadas muchas madres huertanas abrazaban contra el pecho a sus hijos menores mientras los mayores ayudaban a los padres y abuelos a hacer «paretás» para que el agua no acabara llevándoselos a todos a Guardamar.
¿Quién sabe hoy del Calvario? ¿Quién habla hoy del Calvario? ¿Quién escribe hoy del Calvario? ¿Se les secó la pluma a cronistas y columnistas? ¿Saben de su existencia los jefes de cultura de los periódicos locales, tan atentos a la actualidad del día, llamada a envolver el pescado fresco del día siguiente, como ironizaba uno de aquellos raros prosistas decimonónicos que en años más exigentes tenían sitio en los periódicos?
Constatada la suerte, amenaza de implacable olvido que pesa como una losa sobre un lugar antiguamente tan venerado, el tres de diciembre del año dos mil quince, tuve la osadía —ingenuo que es uno— de solicitar por escrito, con instancia presentada en el Registro, que la Corporación Municipal considerara la posibilidad de poner en el suelo del Malecón, en el lugar que ocupaba la ermita del Calvario, una placa de piedra, mármol, bronce o similar, que lo recuerde. Para que tal circunstancia nunca se olvide del todo y sirva de ejemplo y lección a nuevas generaciones.
Por supuesto ni me han contestado ni han hecho el menor caso. El Ayuntamiento que todos los días de Dios pide a los ciudadanos que le presenten propuestas, proyectos, iniciativas, resulta que cuando un ciudadano de bien le presenta algo que es de justicia y razón no sabe/no contesta. Descuide el Ayuntamiento. Si no tiene presupuesto, no importa. Yo pago de mi bolsillo la placa. Y que la Corporación la ponga y se haga la foto.
De la ermita del Calvario ha sobrevivido al menos una fotografía, que guardo desde hace años entre mis reliquias, cuya imagen —que, hoy, gustosamente exhumo— podría reproducirse en bajorrelieve en la placa que en el suelo se coloque, si es que la Corporación municipal se digna oír a quien le ofrece en bandeja la idea, gratis et amore, sin esperar nada a cambio. La cual imagen me permito reproducir ilustrando estas líneas, esperanzado en que aparezcan otras imágenes parecidas de los archivos de fotografías antiguas que tan vez permanezcan inidentificadas en los baúles familiares o en las fototecas.
Confío en que la imagen de la ermita del Calvario, rastreable en la prensa local, alegrará mucho la vista y el ánimo de jóvenes investigadores a quienes corresponde coger el testigo de manos de los que ya vamos irremisiblemente para mayores y gruñones. Un suponer: Fernández-Labaña; quien desde hace no menos de cinco años lleva investigando callada y meticulosamente, como debe ser, sobre el Cristo de los Huertanos (hoy, del Perdón). Al que mis abuelos, el mayor de los Cerezos, por tradición heredada de padres a hijos, cada Año Nuevo sin falta, al despuntar la mañana, llevaba en familia a su Cristo, el Cristo de los Huertanos, las primeras rosas del año y un pomico de alarises.
Con el tiempo, el Paseo del Malecón (el más huertano del mundo) se ha convertido en un variopinto y pintoresco paseódromo. Nada que ver desde luego con aquel pueblerino paseo de nuestra infancia, con huertos, palmerales y vendedores de lechugas de hoja de burro a pie de bancal, junto a los pozos a cuyos pozales las merlas y las gafarrillas acudían a refrescarse el pico. El cual paseo, ensalzado por los poetas, todas las tardes de Dios el obispo Sanahuja y Marcé lo recorría, paso a paso, hasta las Cuatro Piedras, flanqueado por una legión de jóvenes y animosos seminaristas con banda verde sobre el pecho, ansiosos los curandos de cantar misa y dirigir rosarios. El dicho obispo, reputado de bueno por lo grueso y mesurado, caminaba con la mano extendida para que se la besara el pueblo.
Hoy en día, el Malecón es más alegre y risueño, abierto y cosmopolita, de proyección transversal que diría un político repipi. Sin duda alguna, el lugar preferido por los murcianos de toda edad, sexo, raza y condición, para pasear dialogando, correr aspirando aire puro, comprobar que hay gallinas que ponen huevos y pájaros que hacen nidos, ensayar ejercicios gimnásticos, estirar las piernas, formar músculo... Y, en general, para disfrutar de lo poco que va quedando de la malbaratada feraz y risueña huerta, pomposamente cantada en los setenta como «La Huerta de Europa».